viernes, 7 de julio de 2017

CAPITULO 14 (SEGUNDA HISTORIA)




Sus ojos me dominan un segundo más y, dejándome al borde del colapso, sale del despacho.


Yo asiento para volver a la realidad, para recuperar mi sentido común o simplemente convencer a mis piernas para que comiencen a moverse, cualquier cosa que me saque de aquí. Ha vuelto a reírse de mí y yo he sido tan estúpida de ponérselo en bandeja. Desgraciadamente soy consciente de que lo deseo, pero ahora más que nunca lo odio con todas mis fuerzas.


Me dejo caer absolutamente derrotada en la silla y me llevo las palmas de las manos a la cara. No puedo sentirme atraída por Pedro. Aunque dejase de lado su encantadora personalidad, y eso ya es mucho decir, seguiría quedando el hecho de que es un Alfonso. No puedo hacerle eso a Ernesto, Elisa y Alejandro.


Respiro hondo. ¡Es una maldita locura!


En la siguiente hora, me quedo sentada en mi mesa, pensando. No sé qué hacer. Estoy dándole vueltas a lo que ha pasado hoy en general y a mi patética vida en particular cuando una luz cruzando el cielo me sobresalta, pocos segundos después un sonido ensordecedor y, casi al instante, el enorme ventanal va pintándose de gotas de agua.


Genial, está lloviendo y yo sólo llevo un vestido que me llega por las rodillas.


Si Pedro fuera una persona normal, ya estaría en casa a salvo de la lluvia. Pero no, él decide arruinarme la cita más importante de mi vida, llamar a Ernesto y negarse en redondo a que trabaje con sus socios, por no hablar de ese «los besos son lo mejor de todo».


Resoplo de nuevo y trato de concentrarme inútilmente en los documentos que tengo delante.


Paula Chaves, tienes que poner fin a esta locura ya.


Más o menos otra hora después, oigo un ruido proveniente del pasillo y casi al mismo tiempo Pedro sale con la chaqueta puesta y ojeando su móvil. Maldita sea, después de todo lo que ha pasado ni siquiera se ha molestado en saber si sigo aquí o he caído desmayada sobre el teclado. 


¡Es un cabronazo!


Me levanto furiosa. Recojo mi libro y mi bolso y lo adelanto para llegar al ascensor. Me doy cuenta de que no es la primera vez que lo hago, pero ahora mismo no quiero pensar en ello.


Las puertas de acero se abren y pulso el botón de la planta baja, rezando mentalmente para que se cierren antes de que él llegue, pero no tengo esa suerte.


Estoy muy enfadada. No me puedo creer lo tirano que puede ser; más que eso, a su lado, Atila sería miss Simpatía.


Un característico pitido nos anuncia que hemos llegado a la planta baja.


—Que pase una buena noche, señor Alfonso —me despido mostrando mi desdén y mi rabia en cada letra justo antes de salir del ascensor con el paso acelerado.


Y agradéceme el «señor Alfonso». No te lo has ganado.


Cruzo el vestíbulo todo lo de prisa que puedo sin llegar a correr, pero entonces me freno en seco delante de las inmensas puertas de cristal. Fuera, en la calle, está cayendo el diluvio universal. Miro mi vestido y me doy cuenta de que no hay ninguna posibilidad de que llegue a la parada de metro de la Séptima sin que el agua me cale hasta los huesos, y va a serme imposible coger un taxi.


Mientras contemplo mis escasas posibilidades, noto cómo unos pies se detienen junto a mí. No lo he visto, pero sé que es él. Mi cuerpo traidor lo sabe.


—Cómo llueve —comenta.


A pesar de mi enfado, me permito observarlo, con la mirada fija en la calle. Involuntariamente, me relajo. Tiene un atractivo diferente al de cualquier otra persona, más instintivo, más salvaje, casi animal. La auténtica definición del magnetismo. De pronto una punzada de placer se instala en mi vientre.


«Mala idea. Muy mala idea.»


—Y, ves, allí —dice indicando con su largo índice un punto en la acera, justo frente a la puerta. Pedro se inclina sobre mí y mi respiración se acelera— está mi coche. Si me lo pides por favor y vuelves a llamarme señor Alfonso, te llevo a casa —sentencia con su arrogancia reluciendo en todo su esplendor.


¡Qué gilipollas! Mi enfado vuelve como un huracán. Muerta antes que pedirle algo por favor.


Salgo corriendo y comienzo a caminar calle arriba.


Dios, llueve muchísimo y hace un frío que pela.


Me pongo el bolso en la cabeza, pero es un remedio absurdo.


—¡Paula! —me llama.


Me niego en rotundo a escucharlo. Por mí puede pasarse gritando toda la noche, así tendrá una excusa para comportarse como un auténtico capullo mañana.


Miro a la calzada por si se diese el milagro de un taxi libre, pero obviamente no sucede.


—¡Paula!


Su voz suena más cerca. De pronto me sujeta de la muñeca y me obliga a girarme.


—Sube al coche —ruge—. No puedes ir andando a casa.


—No pienso ir contigo a ninguna parte —replico insolente—. ¡Déjame en paz!


Trato de zafarme de su mano, pero no me lo permite.


—Paula —me reprende impaciente—. Métete en el puto coche.


Llueve con fuerza. Tiene el traje completamente empapado. 


Las gotas de agua bañan su rostro y el pelo mojado se arremolina en su frente. Por algún motivo que se escapa por completo a mi control, está aún más atractivo, más salvaje, y esa simple idea parece inundarlo todo.


Por un momento nos observamos en silencio, como si los dos acabásemos de decidir que ya no nos importa mojarnos.


—Sube al coche —repite a la vez que se echa el pelo hacia atrás con la mano y me obliga a empezar a caminar con él.


Su voz ha cambiado.


Estoy hecha un completo lío, con mi cuerpo sintiendo otra vez una decena de emociones que ni siquiera soy capaz de distinguir. ¿Cómo consigue que me sienta así, que pase del enfado a esta extraña calma, que sólo pueda ser consciente de cada estímulo que recibe mi cuerpo?


Enfadada, pero más confusa y excitada de lo que me atrevería a reconocer, entro en el coche y me acomodo en la parte de atrás. Musito un tímido saludo al conductor, que me devuelve un profesional gesto de cabeza a través del espejo retrovisor.


—A TriBeCa —ordena Pedro entrando en el Jaguar—, al ochenta y ocho de la calle Franklin.


Me cruzo de brazos y me alejo todo lo que puedo de él. 


Ahora mismo estoy helada. Tengo el vestido empapado y pegado a la piel. Pedro me observa y resopla malhumorado.


—Vas a coger una maldita pulmonía —masculla—. ¿Cómo has podido pensar que te dejaría irte andando a casa con esta lluvia?


Parece indignado y es el colmo. ¡No es culpa mía! ¡No soy yo quien lleva comportándose cuatro días como un malnacido intratable!


—Prefiero acabar con cuarenta de fiebre antes que pedirle nada, señor Alfonso.


Pedro resopla a la vez que cabecea.


¿Estás cabreado? Bienvenido a mi club.


Aunque con estos maravillosos días de trabajo que me ha dado, empiezo a pensar que ese club lo inventó él.


Pierdo mi vista en la ventanilla intentado recordar si tengo algún ibuprofeno en el apartamento.


—Tómate un par de aspirinas cuando llegues a casa —me ordena sin ninguna amabilidad—. ¿Tienes?


Me giro y abro la boca absolutamente indignada, casi escandalizada.


—¿Y a ti qué te importa? —contesto enfadada, muy enfadada.


—¿Sabes? —replica aún más arisco a la vez que se inclina sobre mí y tira de la manilla de la puerta. El conductor debe de verlo por el retrovisor, porque detiene inmediatamente el vehículo—. Tienes razón. A mí qué coño me importa.


Se deja caer sobre el asiento y aparta su mirada de mí. Yo observo tímidamente lo que me espera fuera del coche. 


Sigue diluviando y debemos de estar a más de diez manzanas de mi apartamento.


Pero no puedo echarme atrás. No he dicho nada que no se haya ganado a pulso y no pienso comportarme como la niña asustadiza que cree que soy.


Salgo del coche y, sin mirar atrás, echo a correr. El agua me cala hasta los huesos y moja cada una de las carpetas que me esfuerzo en pegar al cuerpo para proteger. 


Definitivamente acerté en todo lo que pensé sobre Pedro, en todo lo que siempre he pensado sobre él. Puede que sea guapísimo y puede que mi cuerpo sienta cosas de lo más estúpidas, pero no tiene un ápice de bondad. Eso está claro.


Como sospechaba, estoy a más de diez manzanas de casa y no deja de llover. El día está siendo larguísimo. Lo único que me apetece ahora mismo es estar con las chicas, aunque no pueda contarles qué me pasa. No porque no quiera, sino porque ni siquiera lo entiendo. «Hola, soy Paula Chaves. Odio profundamente a mi socio temporal, impuesto por su propia voluntad, que, para colmo, es el hijo de dos personas a las que quiero como si fuesen mis padres, y por el que mi cuerpo siente cosas que no soy capaz de controlar.»


Ufff… pensar siquiera en hablar de ello es una pésima idea.


Cruzo Church Street y enfilo la calle Franklin. La lluvia afloja un poco. Sigo mojándome, pero por lo menos ya no es el diluvio universal.


Acelero el paso y consigo llegar a mi portal. Resoplo para evitar tiritar muerta de frío mientras saco la llave y por fin entro. Estoy cansada y enfadada y excitada… menuda combinación de pena.


—¡Hola, trabajadora!


El saludo de Sofia me hace dar un respingo con el que casi toco el techo cuando enciendo la luz.


Ella comienza a reírse y sale del fondo de mi portal. Casi se me escapa el corazón por la boca. Ésta pienso guardársela.


—Tu vecino me ha dejado pasar. Me estaba helando —se explica.


—No me extraña —comento socarrona.


Lleva un vestido bastante corto y un abrigo tan fino que dudo que cumpla una función como tal.


—Es que el objeto de estudio de mi nuevo experimento es comprobar cuánto tiempo tarda una mujer blanca en congelarse en el centro de Manhattan.


—O cuánto tiempo tarda en ligarse a un marinero —replico burlona mientras abro mi buzón y recojo el correo.


Ella me hace un mohín y me sigue escaleras arriba.


—¿Dónde está Viictoria? —pregunto cuando alcanzamos mi rellano.


—¿Versión oficial o versión truculenta?


—Truculenta, por favor —le pido con una sonrisa.


—Creo que tenía una cita.


La miro esperando a que continúe, pero no lo hace.


—¿Y eso es truculento para ti? —me quejo. Abro la puerta y entramos en mi apartamento—. No juegues conmigo. Cuándo dices truculento, espero persecuciones en coche, amores desenfrenados, algo de BDSM...


Sofia se echa a reír.


—Pues entonces hay versión oficial y versión «sé que me están mintiendo, zorra, y, mientras te llamo, te estás pintando la raya del ojo».


Ahora la que se ríe soy yo a la vez que asiento dándole la razón.


Sofia saca una botella de preparado de Cosmopolitan y comienza a agitarla con una sonrisa de oreja a oreja. Risas y cócteles. Justo lo que necesito. Dejo mi bolso y las carpetas empapadas sobre la encimera, entro en mi habitación y me quito el vestido que chorrea. Maldita sea, qué complicado es
quitarse la ropa cuando está mojada. Me pongo un pantalón corto de pijama y la primera camiseta que saco del cajón y me seco el pelo con una toalla. Todo en un tiempo récord. 


Regreso al salón con una toalla y ropa seca para Sofia y se las tiendo. Mientras se cambia en el baño, abro una de las
carpetas con cuidado y miro las hojas con el gesto torcido. 


Están absolutamente empapadas. Menudo desastre.


—Tu única solución es el secador —me dice caminando hasta mí con uno en la mano—. No te preocupes, entre las dos terminaremos en seguida.


Me dedica un nuevo mohín ante mi gran desesperación y yo no tengo más remedio que acabar sonriendo.


La siguiente hora la pasamos así: extendiendo documentos sobre la encimera y secándolos con mi secador. De vez en cuando le damos un sorbito a nuestros cócteles por aquello de hacer el trabajo más ameno.


—Esto es un trabajo de chinos con todas las letras —me quejo.


—Nunca he tenido claro si esa expresión es o no despectiva para los chinos.


—Deberías preguntárselo a uno —bromeo.


Sofia va a responderme cuando la alerta de mensajes en mi móvil comienza a sonar.


—Te has librado —responde fingidamente hostil con los ojos entrecerrados a la vez que me apunta con el índice.


Mi sonrisa se ensancha mientras busco el iPhone en las profundidades de mi bolso. ¿Quién podrá ser? ¡Quizá sea Christian!


Tuerzo el gesto cuando veo el nombre de Pedro. ¿Qué más quiere de mí? ¿Probar la tortura china? Otra cosa que no está claro que deje en muy buen lugar al país asiático.


¿Has llegado bien?


Resoplo con fuerza. ¿A él qué le importa? Estoy cansada de que el señor tirano sea también el señor bipolar. No le preocupa arruinarme la vida, llamar a Ernesto o dejarme bajo la lluvia, pero después quiere saber cómo he llegado. Que le den. Con lo guapo que es, seguro que hay una cola inmensa esperando a que les deje hacerlo. Una sonrisilla llena de malicia se cuela en mis labios.


Me meto el móvil en el bolsillo y regreso con mis empapados documentos, que, por cierto, también son culpa suya.


Menos de dos minutos después, el móvil vuelve a sonar.


Paula, contéstame.


Pongo los ojos en blanco y vuelvo a guardarme el smartphone. Hasta por teléfono es un maldito tirano arrogante.


—¿Y tú qué tal estás? ¿Qué tal con Pedro?


—Horrible —digo viviendo cada letra.


Qué bien sienta.


Ambas sonreímos justo cuando llega un nuevo mensaje.


Contéstame o voy a tener que ir a tu casa.


Vuelvo a resoplar. Me parece el colmo que encima se permita el lujo de amenazarme como si fuese un hombre comido por la preocupación.


Oh, señor Alfonso, siento haberle preocupado.


Toda mi relajación acaba de esfumarse. Vuelvo a estar furiosa e indignada, muy indignada.


—¿Quién te envía esos mensajes? —pregunta Sofia perspicaz con su mirada de «¿has ligado, zorra? Cuéntamelo todo».


—Nadie —respondo sin más—. Oye, ¿no deberíamos mondar una naranja y echar la piel? ¿Una sombrillita quizá?


Mi intención de cambiar de tema es clara y, como siempre, de lo más torpe.


Paula Chaves: 0; habilidades sociales: ganadoras por goleada.


—Probablemente, pero me interesa más saber si hoy es el día de mentirle en la cara a Sofia y no me había enterado —comenta sardónica y también algo molesta.


Frunzo los labios. No quiero que se sienta mal por mi culpa.


—No estoy mintiendo —me disculpo—, es que estoy hecha un verdadero lío.


—Un verdadero lío ¿con qué?


Antes de que pueda contestar, la alerta de mensaje entrante de mi iPhone suena por cuarta vez.


Déjate de estupideces y dime de una vez si estás bien.
Te estás comportando como una maldita cría.


¡Maldita sea! Se está superando. Siempre se comporta como un verdadero cabronazo conmigo.


¿Qué demonios le pasa?


Sí, estoy en casa sana y salva y no ha sido gracias a ti.
¿Sabes? Si yo me estoy comportando como una cría, tú estás siendo un auténtico gilipollas.


Justo cuando el móvil me indica que el mensaje se ha envidado, suena el portero automático de la puerta principal. 


El sonido me sobresalta y el corazón se me sube a la garganta. No puedo creerme que se haya atrevido a venir.


Sofia abre una nueva carpeta y extiende un nuevo documento. Yo observo la puerta un instante y camino con paso titubeante hasta el recibidor.


—¿Quién es? —pregunto pulsando el botón del interfono.


—Baja tu culo hasta aquí, Paula. Créeme, como me hagas subir, va a ser peor.


Su voz suena amenazadoramente suave y por un momento logra intimidarme. Sin embargo, esta curiosa dignidad que sólo él sabe despertar vuelve a tiempo de decirme que soy yo la que tiene todo el derecho del mundo a estar enfadada. 


Asiento para reforzar esta idea. Abro la puerta, le pongo una
pobre excusa a Sofia y bajo dispuesta a gritarle cada palabra de lo que pienso de él.


Bajo las escaleras de prisa, pero, cuando lo veo en la acera al otro lado de la inmensa puerta de madera y cristal de mi portal, me paro en seco. Tiene la palma de la mano apoyada en la pared de mármol, la otra en su cadera y la mirada clavada en el suelo. Ya ha escampado, pero aún lleva el pelo y el traje completamente empapados, como si se hubiese pasado cada minuto de esta hora dando vueltas sin saber qué hacer. Hierve de pura rabia, no necesito acercarme un paso más para saberlo, pero también parece preocupado de verdad y esa simple idea me desarma. Me siento culpable, aunque una parte de mí se empeñe en gritar que no debería.


Se pasa la mano por el pelo húmedo y alza la cabeza. 


Repara en mi presencia e inmediatamente atrapa mi mirada con la suya increíblemente verde. Nos separan más de diez metros y un portón gigantesco y aun así logra cautivarme. 


Dios fue demasiado injusto cuando lo creó. No nos dio ni una
mísera oportunidad a las mujeres.


Suspiro hondo y me obligo a andar hacia la puerta.


—¿Tienes idea de lo preocupado que estaba? —ruge en cuanto abro, incorporando y tensando su perfecto cuerpo—. He pensado lo peor, que te habían atracado, golpeado… —Respira hondo para calmarse, como si la simple posibilidad de que algo de eso me hubiera ocurrido le volviese loco.


—Estoy bien —respondo clavado la vista en mis propias manos y entre toda la culpabilidad comienza a abrirse paso un renacido orgullo—. Si te sientes así, es sólo culpa tuya.


Empiezo a recordar cada palabra que pensaba decirle cuando bajaba las escaleras.


—¿Por qué coño no me has contestado? —masculla ignorando mis palabras.


—¡Porque estaba enfadada! —contesto alzando la voz. ¿Es que no es obvio?


Su expresión se suaviza mínimamente y en su mirada veo un destello de frustración.


—Paula —me reprende.


¡Odio que haga eso!


—Siempre te comportas como un auténtico capullo conmigo.


Sé que no es la primera vez que se lo digo y por un momento me arrepiento de ser tan estúpida de volverme a poner en bandeja para que se ría de mí. Sin embargo, él sólo me observa. Sus ojos verdes parecen traspasarme. Pedro se acerca un paso eliminando toda la distancia entre nosotros. Está cerca, demasiado cerca. Alza la mano, la sumerge en mi pelo y se inclina sobre mí. A esta distancia sus ojos son aún más verdes, aún más indescifrables.


—No vuelvas a hacer algo así —susurra ronco, salvaje.


Pedro—murmuro.


Lo llamo, pero ni siquiera sé qué quiero.


Mi respiración se acelerada. Mi cuerpo se enciende.


Pero, sin darme oportunidad a responder, da media vuelta y camina hacia su coche. No quiero que se vaya, quiero preguntarle, entenderlo, pero no tengo la más remota idea de cómo conseguirlo.


Justo antes de deslizarse en el asiento del piloto de su impresionante Ferrari negro de 1961, me mira una última vez. Yo sigo de pie, en mi portal, confusa como no lo he estado nunca. Finalmente clava su vista al frente y sé que ya ha tomado una decisión. El motor ruge y el coche desaparece calle arriba pocos segundos después. Hace frío, pero soy incapaz de moverme del portal. ¿A qué ha venido? ¿Por qué se preocupa por mí? ¿Por qué no me deja entenderlo? Estoy hecha un auténtico lío.


—¿Quién era? —pregunta Sofia apagando el secador al verme entrar.


Yo tuerzo el gesto suavemente y camino en silencio hasta sentarme en uno de los taburetes de la isla de la cocina.


—Era Pedro—respondo al fin.


—¿Y qué quería?


Quiero responder, pero sinceramente no lo sé, como tampoco sé cómo me siento al respecto.


—Unos documentos —digo con poca convicción—. Tengo que tenerlos listos para mañana. Quería asegurarse.


Sofia se encoge de hombros y vuelve a encender el secador.


—Vas a hacerlo muy bien —me anima alzando la voz por encima del constante rumor que produce el pequeño electrodoméstico—. Tú siempre lo consigues.


Me esfuerzo en sonreír porque no quiero despertar su lado perspicaz y que siga haciéndome preguntas.


Ya en la cama no dejo de pensar, ni siquiera después de tres cócteles y de que Sofia haya intentado hipnotizarme con su llavero de I love New York. Según ella, estaba un poco tensa. 


No se hace una idea. El día ha sido demasiado raro. Yo sólo quería ir a tomar una café con Christian, bueno un café y,
ya puestos, que me confesara que está enamorado locamente de mí. ¿Era tanto pedir? En lugar de eso, tengo el estómago encogido porque no entiendo nada de lo que está pasando con Pedro. Me gustaría tener un manual de instrucciones de mí misma y saber por qué me siento así y, sobre todo, por qué me siento así con él.






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