sábado, 8 de julio de 2017
CAPITULO 15 (SEGUNDA HISTORIA)
El despertador suena estridente y desagradable. Lo apago de un manotazo. Abro un ojo a regañadientes y asesino con la mirada la pequeña pantalla digital que dice que son las seis de la mañana. Cierro los ojos, resoplo y me giro en la cama acurrucándome. Christian cree que soy una cría y estoy sumida en una especie de atracción fatal con el bastardo más insufrible del planeta. Odio mi vida. No pienso levantarme. Resoplo de nuevo y abro los ojos. Maldito sentido de responsabilidad.
Despierto a Sofia, que me comunica que oficialmente ha decidido negarse a aceptar que ya es de día, y me arrastro hasta la ducha. Me preparo para ir a trabajar y salgo de mi apartamento gritando a Sofia que cierre con fuerza cuando decida aceptar oficialmente que, quiera o no, tiene que ir a
trabajar. Entro en mi cafetería preferida de Canal Street y me tomo un café y un beagle. Debería pensar y analizar todo lo que pasó ayer, pero me niego en rotundo. Entre Pedro y yo nunca, jamás, ocurrirá nada. Eso es lo único que tengo que saber.
En la oficina todo va exactamente como tiene que ir. Scott me pasa un resumen de todos los archivos revisados ayer y me informa de que a media mañana tengo una reunión con el señor Sutherland y el teniente de alcalde para revisar las cifras de mi departamento. Nada fuera de lo común.
Sofia y Victoria me han enviado una docena de whatsapps, cada una exigiéndome que salga a una hora decente de la oficina y me vaya con ellas primero a The Hustle, a beber como es debido, y después al Indian, nuestro club preferido, a bailar como es debido. Yo pongo excusas de lo más variadas, no me apetece salir, y acabo ganándome que Sofia me mande una amenaza grabada en vídeo en la que asegura que se ha apuntado a clases de krav magá, las artes marciales israelíes, y puede darme una paliza en cualquier momento. La creo capaz. Así que prometo pensármelo.
A media mañana estoy recostada sobre mi silla, con los pies enfundados en unos bonitos peep toes con plataforma rojos que descansan sobre mi escritorio y con un lápiz entre los dientes, concentrada en la lectura de un contrato mercantil de ética dudosa, cuando el icono de correos electrónicos de mi Mac comienza a vibrar. Tengo un mensaje nuevo. Bajo los pies de la mesa rápidamente y sonrío nerviosa al leer el remitente. ¡Es de Christian!
De: Christian Harlow Enviado: 11/09/2015 11.32
Para: Paula Chaves
Asunto: Espero no molestarte
Espero no molestarte. Quería pedirte perdón. Fui muy brusco contigo ayer. Mis más sinceras disculpas.
Christian Harlow
Asesor Ejecutivo de Silver Grant y Asociados
Mi sonrisa se ensancha hasta adquirir la categoría de idiota y me llevo el reverso de los dedos a los labios. ¿Significa este email que todavía tengo una oportunidad? Cuadro los hombros y llevo mis manos al teclado. No tengo la más remota idea de qué escribir. Sonrío de nuevo y suspiro hondo antes de teclear una respuesta.
De: Paula Chaves Enviado: 11/09/2015 11.35
Para: Christian Harlow
Asunto: RE: Espero no molestarte
Muchas gracias por tus disculpas. Ten por seguro que no me has molestado.
¿Ahora estás trabajando?
Paula
Pulso «Enviar» y comienzo a dar golpecitos cada vez más rápidos con el pie en el suelo. Contesta.
Contesta. Contesta.
Llaman a mi puerta y, sin darme oportunidad a responder, Scott irrumpe en mi despacho.
—Paula, todo listo para la reunión —me informa.
Asiento un par de veces con la mirada fija en la pantalla.
—Dame un momento —le pido obligándome a mirarlo.
Ahora es él quien asiente y se marcha cerrando tras de sí.
El icono de correo electrónico vibra.
De: Christian Harlow Enviado: 11/09/2015 11.40
Para: Paula Chaves
Asunto: Trabajando
Estoy trabajando, gestionando algunos asuntos en Atlanta.
Christian Harlow
Asesor Ejecutivo de Silver Grant y Asociados
Sonrío de nuevo, fijándome en el detalle de que ha vuelto a poner su nombre, apellido y cargo en la empresa, como si existiese la más mínima posibilidad de que lo confundiese con otro.
De: Paula Chaves Enviado: 11/09/2015 11.45
Para: Christian Harlow
Asunto: No me distraigas
Si estás trabajando, no deberías distraerte conmigo y no deberías distraerme a mí… aunque me encanta que lo hagas.
Paula
Dudo en enviarlo y vuelvo a releerlo un par de veces, asegurándome de que parezca un suave coqueteo y no nada descarado o soez. Finalmente pulso «Enviar» y desde ese preciso instante observo la pantalla como si esperase ver la combinación del superbote de la lotería número a número.
Miro el reloj. Ya han pasado cinco minutos.
—Contesta. Contesta —murmuro nerviosa.
Vuelvo a dar golpecitos con el pie. Estoy nerviosa. Quizá le haya parecido demasiado. No tendría que haber intentado coquetear. Ni siquiera tengo claro que sepa cómo hacerlo.
Cojo el móvil y, desesperada, marco el número de Sofia.
—Teléfono del amor de Sofia —contesta—. Puedo amarte, puedo hacer que te sientas bien.
Frunzo el ceño.
—¿Sabías que era yo?
—En realidad, no.
Frunzo el ceño aún más e involuntariamente sonrío. No quiero sonreír. ¡Estoy muy preocupada!
—Creo que he metido la pata hasta el fondo. He coqueteado con Christian por email.
—¿Quién? ¿Tú? —pregunta sorprendida, casi escandalizada—. ¿Qué has hecho, Paula Chaves? —
se lamenta y me reprende a la vez, como si acabase de llevar a cabo una actividad para la que no estoy en absoluto capacitada.
Me lo temía.
—¿Qué le has puesto?
—Algo sobre que me gustaba distraerlo del trabajo y que él me distrajera a mí.
—Eres lo peor.
—Lo sé —gimoteo dejando caer la cabeza sobre la mesa.
En ese momento el icono de correo vibra. ¡Un nuevo email!
De: Christian Harlow Enviado: 11/09/2015 11.53
Para: Paula Chaves
Asunto: Espero no molestarte
No era mi intención distraerte. Imagino que estás muy ocupada.
Christian Harlow
Asesor Ejecutivo de Silver Grant y Asociados
Lo leo en voz alta y Sofia bufa indignada al otro lado.
—Christian Harlow, eres un soso —dice ceremoniosa.
—No es ningún soso. Simplemente no ha entendido el mensaje —le defiendo—. Voy a aclarárselo.
—¡No! —grita, pero no la escucho.
De: Paula Chaves Enviado: 11/09/2015 11.55
Para: Christian Harlow
Asunto: Aclaración importante
Me gusta que me distraigas. Estaba intentando coquetear, pero por lo visto no se me da muy bien.
Paula
Lo leo en voz alta y muevo el ratón dispuesta a enviarlo.
—No lo hagas —me pide Sofia.
—¿Por qué?
Es un buen mensaje.
—Porque, cuando no sale bien un coqueteo, uno no se lo dice a la persona con la que estaba coqueteando. ¡Eso es horrible! Es como si quisieses asesinar a alguien, fallases en el tiro y fueras a contárselo para que se hiciera el muerto.
Frunzo los labios pensativa.
—No es lo mismo —respondo al fin.
—No lo envíes.
—Voy a enviarlo.
—No.
—Sí.
Voy a pulsar el botón de «Enviar», pero me entra un correo de trabajo de Scott con los informes que tenemos que revisar en la reunión. Lo abro, reviso el documento y lo mando a la impresora a la vez que le respondo un simple «todo ok» y después mando el de Christian.
—Christian no es ningún soso —vuelvo a decir.
Me levanto y camino hacia la impresora láser. Tengo que ir a esa dichosa reunión.
—Christian es el rey de los sosos —contraataca sin piedad Sofia.
Cojo el documento y creo que estoy a punto de desmayarme cuando veo que el email que he impreso es el que pensaba enviarle a Christian: eso significa que…
—¡Joder! —exclamo corriendo de vuelta a mi mesa.
—¿Qué ha pasado? —grita Sofia al otro lado.
Muevo frenética el ratón. Carpeta de enviados. Últimos mensajes. ¡No! ¡No! ¡No!
—¡He enviado por error el correo que se supone que era para Christian a todo el departamento!
—¡¿Qué?! ¡Aborta misión! ¡Aborta misión!
Trato de buscar algún apartado que diga cómo recuperar mensajes escritos por error porque eres rematadamente estúpida o algo parecido, pero nada.
—No puedo recuperarlo —me lamento.
—¡Quema el ordenador!
—¡Joder!
Entra un nuevo correo electrónico. Lo abro desesperada. Es de Christian.
De: Christian Harlow Enviado: 11/09/2015 12.01
Para: Paula Chaves
Asunto: RE: Todo ok
No te preocupes. Es comprensible. Lo entiendo.
Christian Harlow
Asesor Ejecutivo de Silver Grant y Asociados
—Joder —me quejo en un murmuro a la vez que cierro los ojos, me llevo la mano a la frente y pataleo.
¿Por qué? ¿Por qué tengo que tener tan mala suerte?
—Christian acaba de responderme al email de «todo ok» que le he mandado a Scott.
—¿Y qué te ha dicho?
Se lo leo.
—Por Dios, ves como es un auténtico soso. Seguro que ése no te toca como si no pudiese pensar en otra cosa —recalca recordando mis palabras.
Tuerzo el gesto.
—No es el momento —me quejo.
—Pues yo creo que sí.
Llega un nuevo correo. ¿Quién es ahora? Seguro que es Dios diciéndome «ésa ha estado muy buena, Paula». Tiene que pasárselo en grande viendo mi vida.
Al ver el remitente, frunzo el ceño.
De: Pedro Alfonso Enviado: 11/09/2015 12.03
Para: Paula Chaves
Asunto: Puesta en común del proyecto
En unos días tendremos una nueva reunión con Adrian Monroe. Te quiero en mi despacho esta tarde para poner en común todo lo trabajado.
No caigo en la cuenta de que lo he leído en voz alta hasta que, con la última palabra, Sofia grita al otro lado de la línea:
—¡Eso es un hombre! —sentencia.
Yo la ignoro por completo y miro la pantalla sin saber qué pensar. Qué novedad. Sólo espero que la reunión con Monroe vaya como tiene que ir, acepte invertir, la señora Belamy dé su visto bueno y mi proyecto pase al programa de Naciones Unidas, lejos de Pedro Alfonso.
—Es la peor persona sobre la faz de la tierra.
Sofia bufa al otro lado.
—No tienes ni idea, Paula. Pedro Alfonso es lo que los expertos en comportamiento humano como yo llamamos empotrador salvaje.
Carraspeo para contener una carcajada.
—No me parece un término muy científico.
—No estás en el mundillo. No conoces la jerga técnica —me replica muy convencida.
—Sólo sabe darme órdenes —me quejo—. Y es un completo imbécil —añado exasperada.
—Paula, sabe lo que quiere y lo quiere ya.
Sus palabras, durante unos segundos, revolotean por mi mente. Esa frase podría haberla dicho él mismo.
—La verdad es que, explicado así, suena mucho más atractivo —reconozco.
Y eso que ella no sabe lo bien que huele, lo ronca que es su voz, lo verdes que son sus ojos de cerca...
—Y tanto.
—Sí.
... el magnetismo que desprende.
—Sí.
Las dos nos quedamos en silencio. Creo que Sofia incluso suspira.
—¿Tú no acabas de enviarle a todo tu departamento un email de lo más comprometido?
¡Mierda!
Cuelgo el teléfono y salgo disparada de mi despacho, pero con el segundo paso me freno en seco muerta de la vergüenza. ¡Todos me están mirando!
—Habéis recibido un email —me explico lacónica con la voz increíblemente baja—. Obviamente ha sido un error.
Nadie dice nada. ¡Por Dios, qué bochorno! Carraspeo, cuadro los hombros y camino decidida hacia la salida.
Mientras me dirijo a la sala de conferencias, les mando un whatsapp a las chicas apuntándome al plan de esta noche, está claro que necesitaré un par de copas para olvidarme de esto, y un nuevo email a Christian disculpándome y explicándole lo ocurrido. Por supuesto, no hago el más mínimo intento de coquetear y reviso tres veces el remitente.
«Eres un desastre, Chaves.»
La reunión va como esperaba y, cuando regreso al departamento, todos parecen haberse apiadado de mí y fingimos que no ha pasado nada. Creo que voy a subirles el sueldo sólo por esto.
A las cinco en punto despejo mi mesa y absolutamente en contra de mi voluntad pongo rumbo al 1375 de la Sexta Avenida, más concretamente a Alfonso, Fitzgerald y Brent.
No quiero ir. Las palabras de Sofia y todo lo que ocurrió ayer siguen revoloteando sobre mi cabeza y, aunque tampoco lo
quiero, no puedo evitar compararlo con Christian. Él me puso su nombre, su apellido e incluso la empresa en la que trabaja temiendo que no lo conociese. Pedro no sólo no se tomó esa molestia, sino que apuesto a que tiene clarísimo que jamás, nunca, nadie, podría confundirlo o no recordarlo.
Cabeceo. Son tan diferentes...
Las puertas del ascensor se abren y sonrío sorprendida al encontrarme a Eva esperándolo.
—¿Ya te vas a casa?
—Sí —responde alzando las manos discretamente en señal de victoria—. Ya se han marchado todos, sólo quedan el señor Alfonso y el señor Fitzgerald.
Asiento. ¿Por qué será que no me sorprende que el adicto al trabajo sea uno de los últimos en marcharse de la oficina?
—Es viernes y pienso quemar la ciudad —me informa Eva entrando en el ascensor a la vez que yo salgo.
—Diviértete —me despido.
—Lo mismo digo.
Entro en la desierta oficina y me dirijo inmediatamente a la pecera. Antes de cruzar el umbral, mi mirada recorre el pasillo y llega a la puerta de Pedro. Por un instante pienso en ir a verlo, decirle que ya estoy aquí... quizá, que hablemos de lo que casi ocurrió ayer…
¡Paula Chaves, no!
Cabeceo y me obligo a entrar. Tras esa puerta está el enemigo. No tienes nada que hacer en ese despacho. Sin embargo, con el primer paso me doy cuenta de que Pedro ha estado aquí. Hay una docena de carpetas sobre mi mesa. Me acerco y sin siquiera sentarme las ojeo curiosa. ¡Por Dios! Ha realizado al menos tres cuartas partes del trabajo, solo y en menos de un día. Todo lo que hice ayer está impecablemente corregido. Ha terminado los contratos, ha redactado las ofertas de colaboración en firme y ha elaborado unas previsiones de venta dignas de un experto en comportamiento bursátil.
El malnacido es la persona más inteligente que he conocido jamás.
—Mejor para ti —me obligo a murmurar en voz alta después de cinco minutos mirando las carpetas, admirándolo en silencio.
Esto es una buena noticia. Sé todo lo que ha hecho, así que no tendré que hablar con él, trabajaré a partir de esta documentación y podré mantenerme alejada de su despacho.
Mi móvil comienza a sonar y tengo la sensación de que acaban de sacarme de una burbuja. Miro el reloj. ¡Son más de las siete! Ni siquiera me había dado cuenta. Cierro la carpeta que revisaba y, lanzando un profundo suspiro, cojo el smartphone. Es Sofia.
—¿Dónde estás? —pregunta en cuanto descuelgo.
Respiro hondo. Acabo de darme cuenta de que estoy hambrienta.
—En la oficina de Pedro. Trabajando.
—¿Todavía?
—Todavía. —Vuelvo a mirar el pequeño reloj en la esquina inferior del ordenador—. Chicas, será mejor que…
—¡No te atrevas! —me interrumpe Sofia.
—Ni siquiera sabías lo que iba a decir —protesto.
—Chicas —empieza imitando mi voz—, será mejor que sigáis la juerga sin mí.
Vaya, ha dado justo en el clavo. Estoy sorprendida.
—Vas a terminar lo que quiera que estés haciendo y dentro de una hora vas a estar en la puerta del Indian.
—No puedo. Ni siquiera tengo ropa para cambiarme.
—No te preocupes por eso. Tienes una hora, soldado Chaves.
Sonrío.
—Está bien.
Cuelgo y vuelvo a prestar atención a las carpetas.
Octavio se acerca a la pecera a pedirme un favor: necesita que revise unas tablas de inversiones y que les dé una nueva perspectiva. Acepto encantada. Octavio me cae genial y siempre es muy simpático conmigo.
Han pasado dos horas y media y Pedro no ha salido de su oficina. Es obvio que su trabajo le apasiona. Una vez escuché que sólo eres capaz de estudiar derecho y económicas si en tu tiempo libre te gusta leer libros de derecho y económicas. Pedro estudió lo mismo que yo en la Universidad de Northwestern y, después de ver su biblioteca, está claro que también puede aplicársele esa norma.
Quizá a él también se le pasen las horas sin ni siquiera darse cuenta.
«No te emociones. La única ratoncita de biblioteca eres tú.»
Resoplo y me obligo a concentrarme única y exclusivamente en el trabajo; sin embargo, unos pasos me distraen.
Hablando del rey de Roma…
—¿Tienes listos los contratos del apartado veinticinco?
Asiento y me obligo a dejar de mirarlo.
—También me gustaría que echaras un vistazo…
No he terminado la frase cuando otro par de pies me distraen.
—Paula, ¿tienes listas las revisiones?
Asiento de nuevo y muerdo el lápiz suavemente mientras busco entre las carpetas de mi mesa la que Octavio vino a traerme hace unas horas. Él se sienta en el borde de la mesa contemplando mi desorden con una sonrisa. Todo bajo la atenta mirada de Pedro.
—Aquí la tienes —respondo tendiéndosela—. El perfil de inversión de la quinta tabla es demasiado elevado, en mi opinión. Te he preparado una demo con una inversión de más seis en vez de más de diez. Si aun así no te convence, podemos probar con un más ocho.
La sonrisa de Octavio se ensancha. Me quita la carpeta con una mano y con la otra me agarra de la barbilla a la vez que se acerca a mí.
—Eres mi chica preferida, Paula Chaves.
Me guiña un ojo y el embaucador se levanta sin dejar de sonreír. Es un auténtico sinvergüenza.
—Yo ya he terminado por aquí —le dice a Pedro—. ¿Una copa en el club?
Pedro niega con la cabeza sin levantar sus ojos verdes de mí.
—No puedo. Me llevo a Paula a una reunión.
Octavio se encoje de hombros y le da una cariñosa palmadita en el hombro. Sin embargo, Pedro parece enfadado, ¿por qué? Además, ¿qué clase de reunión se celebra a las nueve y media de la noche? Incluso para un adicto al trabajo como él es una hora, cuanto menos, inusual.
Observa cómo Octavio desaparece camino de su despacho y da un paso hacia la puerta de cristal.
—Paula —me llama llenando mi nombre de exigencia.
¿Cuánto tiempo llevo mirándolo?
Como no sé responder a esa pregunta, me levanto casi de un salto a la vez que carraspeo y rescato mi bolso y camino deprisa hacia la puerta, que mantiene abierta para mí.
Mientras esperamos el ascensor, se pasa la mano por el pelo y resopla. No habla, pero es obvio que está enfadado y lo es aún más que mi presencia no le hace la más mínima gracia; entonces, ¿por qué me ha hecho venir?
En el coche sigue pensativo. Yo intento concentrarme en cualquier otra cosa y pierdo mi vista en la ciudad a través de la ventanilla del elegante Jaguar. Instado por Pedro, el conductor ha puesto algo de música, pero no distingo qué canción es. Estoy nerviosa. No sé adónde vamos.
Probablemente sea un lugar desconocido con gente desconocida.
Respiro hondo y trato de relajarme.
Se práctica, Chaves. Recopila información.
—¿Quiénes son esos inversores?
—Miguel y Alicia Fox —responde sin ni siquiera mirarme.
Yo asiento y saco el iPhone. Para cuando el coche se detiene, he averiguado que los Fox son los dueños de varios hoteles muy de moda en Nueva York. Defienden un nuevo tipo de alojamientos, en los que el lujo sofisticado y la discreción son su política.
Me bajo del vehículo y alzo la mirada siguiendo el enorme rascacielos de acero y cristal. Es el Archetype, en plena Quinta Avenida, su hotel estrella. Es realmente increíble.
Pedro comienza a andar hacia el interior del hotel. De pronto toda mi admiración se convierte en recelo. Respiro hondo.
Sigue siendo un lugar desconocido. Pedro se detiene junto a la entrada y me observa esperando a que pase primero. Sigo caminando, pero mis pasos son cada vez más inseguros.
Casi estoy en la puerta cuando varios cláxones y un frenazo me sobresaltan.
El corazón se me acelera.
No quiero entrar.
No quiero entrar.
De pronto siento su mano al final de mi espalda. El alivio es inmediato. Alzo la mirada y sus ojos verdes me atrapan por completo. La tensión se esfuma y una cálida sensación de protección me envuelve.
—Estás a salvo —susurra, y por un momento no sé si se refiere a esta situación en concreto o a su lado en general. Una parte de mí se muere por descubrirlo—. Vamos —añade con una sonrisa.
Sólo entonces me doy cuenta de que me había detenido a su lado. Yo me llevo un labio sobre otro nerviosa. Pedro me empuja suavemente, comienzo a caminar y los dos accedemos al vestíbulo del lujoso hotel. Su mano al final de mi espalda me lleva y también calienta mi piel debajo de mi vestido.
Al entrar en el ascensor se separa de mí y, en contra de mi voluntad, mi cuerpo suspira decepcionado. Trato de concentrarme en cualquier cosa, las puertas de acero, los botones, la pantalla que cambia de números de una manera vertiginosa... Cualquier cosa que elimine la idea de que quiero su mano justo ahí, en mi espalda. No puedo sentir algo así. No debo y tampoco quiero.
El ascensor suena avisándonos de que las puertas se abren en la planta cincuenta. Suspiro hondo y me armo de valor para salir del elevador la primera. Mejor poner distancia entre los dos.
Pedro gira el pomo de la puerta de madera labrada color champagne y la suite principal se abre ante nosotros. Me obligo a entrar y la tensión aumenta diez, cien, mil puntos.
No me gustan los sitios desconocidos. Tengo la tentación de cerrar los ojos, salir corriendo y no mirar atrás, pero en lugar
de eso me obligo a mantenerlos abiertos y a fijarme en cada detalle. Cuanto antes conciba esta suite como un lugar familiar, más fácil me será calmarme. Comienzo a andar despacio. Hay un gran salón con una vista panorámica de la ciudad. Todos los muebles parecen de diseño exclusivo y la decoración es de un gusto impecable. Me pierdo por uno de los pasillos y llego hasta la habitación.
Ahogo un suspiro cuando veo una cama casi kilométrica llena de cojines y almohadones. En lugar de cabecero tiene un trozo de una reproducción de la torre Eiffel. Es espectacular.
Mi corazón sigue acelerado. Trato de respirar hondo, pero fracaso estrepitosamente.
No va a pasarme nada. No va a pasarme nada.
Estoy a salvo.
De pronto oigo pasos detenerse a mi espalda y esa frase adquiere un sentido completamente nuevo lleno de una suave idea de protección y mucha seducción. Estoy a salvo porque estoy con él.
—No me lo pones fácil si desapareces y te encuentro mirando embobada esta cama —susurra cerca, muy cerca de mi oído. Sus dedos rodean mi muñeca exigentes, sin un ápice de amabilidad—. Joder, no me lo estás poniendo nada fácil, Paula.
Su voz tan sensual y salvaje hace que mi imaginación vuele libre y me dibuja tumbada en esa cama con Pedro desnudo sobre mí. Ahogo un suspiro por mi propia idea y una punzada de placer se despierta en mi vientre. Soy plenamente consciente de que pensar este tipo de cosas no va a traerme nada bueno, pero estar cerca de él tiene ese kamikaze efecto en mí. Sus dedos rodean mi muñeca exigentes, sin un ápice de amabilidad.
—Se pueden hacer muchas cosas con un cabecero así.
Por Dios, su voz es un maldito sueño.
Sus labios casi rozan el lóbulo de mi oreja y su cálido aliento incendia mi piel.
Su pulgar acaricia con fuerza el interior de mi muñeca. Casi me hace daño, pero el fino hilo de dolor se diluye en un placer húmedo y caliente. No sé qué me pasa, pero no quiero que se detenga por nada del mundo.
—No deberías dejar que estuviera tan cerca de ti, Paula. Deberías echarme a patadas.
Cierro los ojos y me dejo embargar por cada estímulo que envía a mi cuerpo. Esto es adictivo.
—Pedro —susurro.
Él gruñe desde el fondo de su garganta y su boca está a punto de acariciar la piel de mi cuello.
La puerta de la suite se abre y se cierra. Pedro suelta mi muñeca y se separa de mí sacándome de golpe de mi sueño de cabeceros de la torre Eiffel y malnacidos arrogantes guapísimos como si no hubiese un mañana.
—Pedro —oigo que lo llaman.
—Estamos aquí, Alicia.
Su voz suena imperturbable.
Yo clavo mi vista al frente mientras trato de que las preguntas crucen mi garganta. ¿Qué acaba de pasar? ¿Por qué acaba de pasar?
¡Lo importante es que no puede pasar, Chaves!
Pedro sale de la habitación dejándome con mi cuerpo confuso y mi mente trabajando a mil kilómetros por hora.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, salgo de la estancia y regreso al salón principal, donde una pareja de unos cuarenta años está charlando animadamente con Pedro. Él no parece alterado, ni siquiera mínimamente nervioso. Por el amor de Dios, ¿nada le afecta?
Me obligo a concentrarme y repaso toda la información que memoricé sobre los Fox en el coche.
—Tenéis que disculparnos, pero la suite es tan increíble que no hemos podido evitar echar un vistazo —comenta Pedro.
El trato con ambos denota familiaridad. Deben de conocerse desde hace mucho y por más que meros negocios.
—¿Y esta chica tan guapa? —pregunta la mujer acercándose.
Parece simpática. Me concentro en ese detalle.
—Es Paula Chaves—me presenta Pedro—. Es la responsable del proyecto que os comenté. Paula —continúa para llamar mi atención. Sus ojos se posan inmediatamente en los míos—, ella es Alicia Fox.
—Encantada, señora Fox
—Llámame Alicia, por favor.
Me tiende la mano. La miro con recelo un microsegundo y siento un brote de ansiedad a punto de llegar al techo. Miro a Pedro de nuevo. Sus ojos verdes están esperándome una vez más y, no sé por qué, este detalle hace que vuelva a sentirme segura.
—Claro —respondo estrechándosela.
—Él es Miguel, mi marido.
El hombre me saluda con un gesto de cabeza al que le devuelvo una sonrisa. Ya no son desconocidos. Ya no hay ansiedad.
—¿Qué os parece si nos sentamos? —propone Alicia.
La mujer cruza el salón y se dirige a los enormes sofás de color blanco. Al pasar junto a Pedro, le hace un levísimo gesto que él responde negando con la cabeza.
La reunión va como la seda gracias a Pedro, que demuestra una vez más que ha nacido para los negocios. Es hipnótico.
Viéndolo trabajar es perfectamente comprensible que las mayores fortunas del país le cedan el control de sus negocios y sus inversiones con una sonrisa de oreja a oreja.
Los Fox aceptan ser subinversionistas, o lo que es lo mismo, invertirán si el proyecto consigue el cincuenta y uno por ciento de la financiación. En caso de que Monroe aceptase invertir, y teniendo en cuenta lo que ya aporta el señor Sutherland con la Oficina del ejercicio bursátil, esta condición se cumpliría y ya podría presentarme ante Nadine Belamy con dos nuevas fuentes de financiación.
Poco más de una hora después estamos de nuevo en el vestíbulo. Los Fox son muy agradables.
—Natalie me ha pedido que te diga que se quedó muy decepcionada —le comenta Alicia a Pedro —. Esperaba que hubieras venido ayer con Octavio.
—No pude —responde sin darle mayor importancia—, pero estoy seguro de que Octavio tuvo tiempo para ella.
Los tres sonríen.
—Si seguís así, vais a poner el club en pie de guerra.
La conversación despierta mi interés. ¿A qué club se referirán? ¿Y quién es Natalie?
—¿Te veremos esta noche? —le pregunta Miguel.
—No lo sé. Depende del trabajo. Tengo un par de negocios entre manos que me roban casi todo el tiempo.
—No te hagas mucho de rogar —le pide Alicia—. Te echan de menos.
¿Te echan? ¿Cuántas? Pedro sonríe y de pronto mi curiosidad aumenta. ¿De qué clase de club hablan para que los dueños tengan tan claro las relaciones que existen entre sus clientes?
—Bueno, no os entretenemos más —se despide Miguel—. Encantado —añade tendiéndome la mano.
—Igualmente —contesto estrechándosela.
—Tráetela alguna vez, Pedro —le propone—. Nos divertiremos.
En ese momento la expresión de Pedro cambia por completo y su sonrisa se vuelve fría, incluso intimidante. Voy a preguntar, pero, antes de que pueda hacerlo, Pedro acelera las despedidas y salimos de la suite.
Soy una persona increíblemente curiosa. No puedo evitarlo.
Sin duda alguna, es mi mayor defecto y mi mejor virtud. Y ahora mismo quiero, necesito, saber de qué club hablaban.
—¿A qué club se referían los Fox? —le pregunto a Pedro.
Él me observa en silencio durante unos segundos que se me hacen eternos. Está estudiándome, decidiendo si va a darme una respuesta o no.
—Al Archetype —dice al fin.
—¿Ése no es su hotel?
—Digamos que ese nombre es algo recurrente para ellos.
—¿Y si quisiera ir?
Pedro golpea violetamente el botón de parada, furioso como no lo había visto nunca, me quita las carpetas de las manos y las tira al suelo. Instintivamente doy un paso hacia atrás, él lo da hacia delante y con el segundo me choco contra la pared del ascensor. Nuestros cuerpos apenas están separados por un par de centímetros.
—No vas a ir, Paula —sentencia sin asomo de duda.
—¿Por qué?
No me amilano, aunque su espectacular mirada me lo está poniendo realmente complicado.
—No tengo por qué darte explicaciones —me recuerda aún más arrogante.
—Ni yo tengo por qué obedecerte.
La sonrisa de Pedro cambia por completo. Se vuelve aún más arrogante y, para mi desgracia, también más sexy, un auténtico perdonavidas. Deja el peso de su cuerpo caer contra el mío y la adrenalina corre por mis venas como un ciclón. Estoy furiosa, excitada, confusa.
Sus ojos verdes rebosan de deseo, están hambrientos y despiertan un placer anticipado en mí que jamás había sentido.
—Tú vas a obedecerme, siempre.
Sus palabras me han enfadado aún más, pero por algún extraño motivo también me han excitado todavía más. Trato de zafarme furiosa, confundida, pero él no me da opción e inmoviliza mis caderas con las suyas.
—Eso no va a ocurrir jamás —siseo.
Pedro se inclina sobre mí. Lo suficiente para que su cálido aliento bañe mis labios, lo suficiente para que todo, absolutamente todo, me dé vueltas.
—No deberías hacer promesas que no vas a ser capaz de cumplir —susurra con toda la sensualidad del mundo hecha voz—. No pienso dejar que ninguno de ellos te roce un solo dedo.
No es una advertencia para mí, es una advertencia para el mundo, y no podría sentirme más deseada.
Sin liberarme de su espectacular mirada, se incorpora y se aleja unos pasos de mí. Aprieta el botón de la planta baja y el ascensor vuelve a arrancar con un brusco tirón. Mi respiración sigue acelerada, desordenada, y en algún rincón de mi aturdida mente una alarma no para de gritar desbocada «es un Alfonso».
Las puertas se abren. Pedro se acuclilla, recoge las carpetas, me las entrega y sale.
Ninguno de los dos dice una sola palabra en el coche ni tampoco en los largos, larguísimos, noventa segundos de ascensor hasta Alfonso, Fitzgerald y Brent. En cuanto las puertas se abren, salgo disparada hacia la pecera. Si antes pensaba que poner distancia entre los dos era la mejor opción, ahora lo tengo cristalinamente claro.
Me siento a mi mesa y, sin darme ocasión de pensar en nada más, empiezo con los contratos y sigo con revisiones de la legislación, comparativas de inversiones, proyecciones de movimientos de mercado… Estoy tan concentrada que el guardia de seguridad tiene que llamar varias veces a la puerta de cristal de recepción para hacerme levantar la mirada.
—¿Es usted la señorita Paula Chaves? —me pregunta cuando me acerco.
—Sí —digo enseñando vagamente mi identificación.
—Dos señoritas han dejado esto para usted —continúa entregándome una bolsa de papel.
Sonrío. Sólo han podido ser Victoria y Sofia.
La abro sobre el mostrador de Eva y mi sonrisa se ensancha cuando veo lo que parece un vestido negro, unos taconazos de infarto e incluso un clutch y unas medias.
Con la bolsa en las manos, atravieso de nuevo la recepción.
Miro hacia el pasillo que conduce al despacho de Pedro. No hay un solo ruido. Voy hasta la sala de conferencias y rápidamente me cambio de ropa. La pecera es precisamente eso, una pecera, y no quiero que Pedro salga de repente y me pille en bragas. El vestido es negro, ajustado y con corte asimétrico. Es mi vestido favorito del armario de Victoria.
Meto la ropa que me he quitado en la bolsa y, procurando no hacer ruido, regreso a mi mesa. Me siento con cuidado y con más tiento aún dejo los tacones sobre el suelo; son altísimos, casi vertiginosos. Vuelvo a agudizar el oído intentando escuchar algún ruido. Al no oír nada, me giro, estiro la pierna y me pongo una de las medias. Antes de repetir la operación con la otra, vuelvo a escuchar; nada. Me levanto y me subo a los interminables tacones. Coloco el bolso sobre la mesa y cojo todo lo que necesito meter en el clutch. Me gustaría tener algo más de maquillaje, pero sólo llevo el gloss.
Antes de girarme para buscar un espejo donde poder pintarme los labios, ya noto su presencia.
Me vuelvo tímida y lo encuentro bajo el umbral de la entrada de la pecera, observándome. Este hombre es muy sigiloso.
Lleva la chaqueta sobre el brazo y el móvil en la mano. Su mandíbula está apretada y sus ojos, oscurecidos. Sólo con la manera en que me mira, consigue que mi respiración se vuelva irregular.
—Había quedado con las chicas. Ellas me han enviado la ropa.
No sé por qué tengo la necesidad de explicarme.
Durante largos segundos no dice nada. Sólo me observa.
—Puedes terminar de arreglarte en el baño de mi despacho —susurra al fin con su voz más ronca.
—Gracias —musito.
Paso junto a él luchando por ignorar lo deliciosamente bien que huele y recorro el pasillo hasta su oficina. Pedro me sigue. Entro en su despacho y llego al elegante baño. Él cierra la puerta suavemente y se apoya en ella. Soy consciente de que yo también debería cerrar la puerta, pero no quiero.
Frente al espejo, me ordeno el pelo con los dedos. A pesar de que nos separa una habitación, su mirada me abrasa, incendiando mi cuerpo, haciéndolo brillar. Mi respiración ya es un caos y suspiro bajito para intentar tranquilizarme.
Abro el gloss, pero en lugar de extendérmelo con el pincel me impregno los dedos y me los llevo a los labios. Sé que ahora mismo sus ojos verdes están fijos en ellos, que se pasean lentos, casi agónicamente, por mi boca.
Su pecho se hincha y vacía cada vez más rápido. Tiene los puños apretados en los costados y su mandíbula tensa tiembla ligeramente. Está manteniendo el control.
Mis manos, que parecen tener voluntad propia, se deslizan por mi cuerpo. Por un momento imagino que son las de él y vuelvo a suspirar. Llego al bajo de mi vestido y lo levanto más de lo necesario para ponerme bien el encaje de las medias.
Pedro gruñe; un sonido suave y profundo que me enciende aún más. Todo esto es tan sensual...
Cuando termino, avanzo un paso y dejo que su mirada atrape la mía, que todo ese magnetismo que me ata a él a pesar de la distancia me sacuda una vez más. Es algo salvaje, animal, algo que hace que lo desee de una forma temeraria.
—Estoy lista —susurro con la voz ronca de deseo.
Lista para todo.
Pedro da un paso en mi dirección. Estoy absolutamente rendida a él y ni siquiera me ha tocado.
Le deseo. Pero finalmente Pedro abre la puerta y se hace a un lado con ella.
—Pues vámonos —replica sin levantar su mirada de mí—. Tengo cosas que hacer.
Asiento y, titubeante, cruzo el despacho. Paso junto a él.
Sólo me mantienen en pie la adrenalina caliente y el deseo húmedo corriendo por mis venas. Pedro me toma por la muñeca y me atrae contra su cuerpo. Su olor me envuelve. Su cálido aliento baña mi pelo.
Dios Santo, esto es una tortura.
—Va a volverme loco imaginarte con ese vestido —susurra, y cada palabra hace vibrar mi cuerpo.
Antes de que pueda contestar o reaccionar de algún modo,
Pedro me suelta y comienza a caminar. Yo me quedo paralizada, observándolo, tratando desesperadamente de que mi cerebro se reactive.
El ascensor es el colmo de la tortura, como si la santa Inquisición española y los chinos feudales se hubieran unido para inventar un sutil aparato. Su olor inunda cada rincón del pequeño cubículo y mi cuerpo traidor se solivianta sólo con sentirlo tan cerca. Son los noventa segundos más largos de
mi vida.
En cuanto las puertas se abren, salgo disparada. Necesito aire o acabaré haciendo alguna tontería como pedirle que me lleve a su casa.
Frente a la entrada de la oficina le está esperando el Jaguar negro. Paso de largo y me acerco al borde de la acera buscando un taxi libre. Afortunadamente veo aparecer uno calle arriba casi de inmediato.
Abro la puerta trasera y estoy a punto de montarme cuando oigo su voz:
—Paula —me llama.
Hasta el tráfico de Manhattan se alía con él para que no necesite gritar.
—¿Sí? —inquiero girándome.
—Ten cuidado.
No está siendo amable y, por alguna extraña razón, yo no quiero que lo sea. Asiento y entro en el coche. Cuando el taxi se incorpora al tráfico, suspiro hondo tratando de calmar mi cuerpo. Necesito ocho manzanas y dos semáforos en rojo para conseguirlo. Esta noche era para dejar de pensar y de
momento no tengo ninguna esperanza de conseguirlo.
Le mando un mensaje a Sofia y, cuando el taxi llega al Indian, me está esperando en la puerta.
Mientras pago y me bajo, observo cómo un chico guapísimo intenta convencerla de que entre con él en el club. Ella niega con la cabeza, pero se deja querer un poco hasta que me ve y comienza a caminar hasta mí, no sin antes dedicarle una sonrisa de impresión.
—Acabo de perder diez pavos —dice acercándose a mí—. Le aposte a Victoria que no serías capaz de ponerte esos taconazos.
—Deberías tener más fe en mí.
—¿Te has caído? Porque, si te has caído, gano yo.
Le hago un mohín y ella me devuelve otro justo antes de echarnos a reír.
—Te he visto muy ocupada —digo en clara referencia al chico con el que flirteaba.
—Bah, para nada interesante. Hoy tengo el listón muy alto.
—Muy alto, ¿tipo? —Conozco a Sofia desde hace cuatro años y sus listones tipo son, cuanto menos, peculiares.
—¿Recuerdas aquel inglés que me ligué en la fiesta de Sam McQueen?
—Claro que sí.
Ese inglés se parecía a Adam Levine. Fue todo un acontecimiento.
—Pues mi listón está hoy en Sam McQueen.
—¿Y para que mencionas al inglés? —protesto.
—Porque estaba buenísimo y no pierdo una ocasión de recordar esa victoria.
Ya no puedo más y me echo a reír.
Victoria nos espera en la barra. En cuanto nos acercamos, se sube con sus elegantes tacones al reposapiés de la barra y le hace una señal al camarero. Éste sonríe y se acerca.
—Martin, éstas son mis amigas —grita para hacerse oír por encima de la música—. Ella es Sofia y ella, Paula —continúa señalándonos.
Las dos sonreímos al ligue potencial de Victoria. Él nos devuelve la sonrisa y se inclina para susurrarle algo al oído. Mi amiga sonríe y lo mira, aleteo de pestañas incluido.
Martin, el camarero, ya ha caído.
—Tres Cosmos —le pide finalmente.
—Tres Cosmos —repite él sin quitarle ojo de encima mientras se aleja barra arriba para empezar a preparar los cócteles.
Pocos minutos después, Victoria se acerca con nuestras copas.
—Chicas, la noche promete —comenta feliz.
—Sobre todo para Martin —puntualiza Sofia.
Yo suelto una risilla y Victoria nos pone los ojos en blanco justo antes de sonreír también.
Nos mudamos a una mesita alta no muy lejos de la barra.
Sólo un par de segundos después, le doy el primer sorbo a mi cóctel y suspiro con satisfacción. Lo necesitaba. Empieza a preocuparme todas las veces que necesito alcohol desde que conocí a Pedro.
—Observo que necesitabas una copa —comenta Victoria socarrona.
—Necesitaba una copa —le confirmo con una sonrisa.
En realidad necesito todo el pack: música a todo volumen, cócteles y estar con las chicas.
—¿Por? —pregunta perspicaz Sofia.
—Día horrible —respondo tras soltar un largo suspiro.
—¿Cómo de horrible? —pregunta Victoria mordiendo la cañita de su Cosmopolitan—. ¿En plan «no ha estado mal» o más bien «necesito oír el Here comes the sun, de los Beatles, para no acabar suicidándome»?
Lo pienso un instante.
—¿Sabéis? Nunca he entendido esa expresión —protesta Sofia realmente indignada—. ¿Por qué escuchar Here comes the sun es la mejor manera de animar a una persona? Por ejemplo, tu casa se la ha llevado un huracán, te ha dejado tu novio y encima has engordado cinco kilos —nos pone en situación—. No quiero que trates de animarme con una canción de mierda. Quiero que Brad Pitt venga a jugar a los arquitectos conmigo y me diseñe una casa nueva, que la construya con sus propias manos y sin camiseta y que me explique que ha inventado un nuevo chocolate que no sólo no engorda, sino que adelgaza, y que no va a compartir el secreto con ninguna de las zorras que me caen mal. Así me animaría.
Sopeso sus palabras mientras le doy otro trago a mi Cosmo.
—Me parece justo —sentencio al fin.
Victoria asiente.
—¿Entonces «día de mierda no es para tanto» o «día de mierda llama a Brad Pitt»?
Odio a Pedro. La llamada de Ernesto. Odio a Pedro. La cita con Christian. Odio a Pedro. Lo que ocurrió en su despacho hace menos de una hora. Pedro, Pedro, Pedro.
—Brad Pitt —digo sin más.
—Los días horribles a lo Brad Pitt son los peores —me consuela Sofia chocando suavemente su copa con la mía antes de bebérsela de un trago.
Inmediatamente nos mira a Victoria y a mí indicándonos con los ojos que hagamos lo mismo. Yo sonrío y obedezco la primera. Puede que sólo tenga dos amigas, pero son las mejores.
—¡A bailar! —grita Sofia.
El DJ parece aliarse con ella y comienza a sonar Bitch, I’m Madonna ¡Esta canción es genial!
Sin dudarlo, vamos a la pista de baile a darlo absolutamente todo.
Sólo llevamos un par de minutos cuando el camarero se acerca a nosotras y le pide a Victoria que salga con él a tomar un poco el fresco. Otro que ha caído bajo el encanto de esas largas pestañas.
Sofia y yo continuamos bailando. Un par de chicos se acercan. Finjo no verlos, pero mi queridísima amiga no piensa lo mismo y se acerca a uno de ellos. Yo le sonrío incómoda al otro, que parece notarlo al instante porque se mete las manos en los bolsillos en señal de rendición. Me quedo de piedra y automáticamente me siento muy culpable.
No quiero ser tan arisca, pero no deja de ser un desconocido. Tomándome por sorpresa, se saca las manos de los bolsillos y gira sobre sí mismo como el mejor bailarín de Beyoncé. Rompo a reír por la sorpresa y él me devuelve una sincera sonrisa bailando de nuevo como una persona normal y no como un profesional de Broadway.
—Eso ha sido muy sorprendente —comento inclinándome para que me oiga por encima de la música.
—Es uno de mis muchos talentos. Soy Teo.
—Yo, Paula.
Pero, entonces, como pasó en Atlantic City, noto una mano rodear mi muñeca y tirar de mí con fuerza. Mi mente se zambulle en el recuerdo y creo que se trata de Christian, pero sólo necesito digerir toda esa seguridad, esa arrogancia, y automáticamente entiendo que es Pedro
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario