sábado, 8 de julio de 2017
CAPITULO 17 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro es quien se mueve, quien me folla, el que tiene todo el control. Sólo he estado con un chico, supongo que eso me convierte prácticamente en virgen, pero, aún así, sé que esto es diferente, mejor; joder, sé que es mejor que todo.
Desliza su mano por debajo de mi pierna y la mueve hasta que rodea su cintura con ella. El movimiento me abre más para él y lo hace llegar todavía más lejos.
—¡Pedro! —gimo de nuevo.
Me agarro con fuerza a sus hombros, retorciendo su chaqueta entre mis manos.
Mi cuerpo se tensa. Se incendia. Se mueve aún más brusco.
Joder. Joder. ¡Joder!
Un orgasmo increíble estalla dentro de mí. Me llena de placer. Me excita. Me calma. Me despierta… Me condena a desear exactamente esto una y otra vez el resto de mis días.
Pedro vuelve a tirar de mi pelo, obligándome a alzar la cabeza, y abro los ojos instintivamente.
La luz que proviene de la pequeña lámpara del escritorio desaparece entre los dos cuando vuelve a quedarse cerca, muy cerca de mí.
—Bésame —murmuro.
Necesito sentir sus labios, pero Pedro me dedica su media sonrisa y, en lugar de darme lo que me muero por tener, me embiste con fuerza.
No me importa. Eso también lo quiero.
Su placer se alimenta del mío. Continúa entrando y saliendo cada vez más salvaje, más delicioso.
Mi cuerpo se tensa, tiembla, y vuelvo a correrme mientras él continúa moviéndose y se pierde en mi interior con un masculino alarido en los labios. La imagen es embriagadora.
El guapísimo animal que tengo delante con los ojos cerrados, la mandíbula tensa y todo su magnetismo brillando hasta cegarme por completo. Pedro Alfonso sabe follar de verdad.
Sin decir nada, sale de mí estremeciendo mi cuerpo, da un par de pasos hacia atrás y, ágil, se quita el condón y se abrocha los pantalones.
—Vístete —me ordena.
Yo me bajo despacio. Me coloco bien el vestido y me recojo el pelo en una coleta. En realidad no tengo mucho más que hacer. Me ha arrancado las bragas, ya no tengo posibilidad de ponérmelas. Aun así, me agacho y las recojo. Por un momento disfruto de la tela deshecha entre mis dedos. Ha sido intenso e instintivo. Ha sido completamente diferente a todo lo demás.
Pedro no levanta sus ojos de mí. Cuando vuelvo a incorporarme, sin decir nada, camina hasta mí, coge mi mano y nos saca de la pequeña habitación. Atravesamos el club sin decir una palabra pero también sin soltarnos, y eso también me gusta, mucho.
Me abre la puerta del copiloto de su precioso Ferrari descapotable y espera paciente a que me monte. Nunca dejan de sorprenderme sus perfectos modales. No el hecho de que los tenga, con Elisa como madre sería imposible que no fuese así, sino cómo se contraponen con su carácter frío y duro.
Ya nos hemos alejado varias manzanas del Indian y ninguno de los dos ha dicho nada. Yo tengo muchas preguntas, pero no pienso ser quien dé ese paso. Ha sido él quien me ha arrancado las bragas, es él quien tiene que hablar.
Sin embargo, cuando toma la Avenida Broadway para adentrarse en TriBeCa tuerzo el gesto enfadada. Me está llevando a casa sin ni siquiera consultarme.
Se detiene frente a mi edificio y, aunque apaga el motor del coche, no se quita el cinturón de seguridad. Está claro que no tiene ninguna intención de alargar la despedida.
—Gracias por traerme —digo bajando del coche y cerrando la puerta tras de mí—, pero la próxima vez pregúntame. A lo mejor quería quedarme en el club.
Pedro se humedece el labio inferior discreto y pierde su vista hacia el fondo de la calle Franklin.
—No te equivoques, Paula —me advierte.
Frunzo el ceño confusa.
—¿Con qué me estoy equivocando? —inquiero.
—Creyendo que me importa lo que pienses de mí.
Le mantengo su mirada verde y hermética, pero no sé qué decir. No ha sido desagradable o engreído, no se está riendo de mí ni tampoco está jugando. Es algo mucho más profundo.
Tras unos segundos, él rompe contacto y clava de nuevo su vista al frente justo antes de acelerar el coche y desaparecer calle arriba.
Yo observo la calzada vacía como si la estela de su clásico de lujo pudiese darme alguna pista sobre cómo debo sentirme. Finalmente me dejo caer sobre las escaleras de mi portal y resoplo echando todo el aire de mis pulmones.
¡Es Pedro, por el amor de Dios! ¿En qué demonios estaba
pensando? Ernesto, Elisa, Alejandro… Christian. Resoplo de nuevo y me inclino hasta apoyar la frente en las rodillas.
Tras un tiempo indefinido dándole vueltas y vueltas, me quito los tacones infinitos y subo a mi apartamento.
El plan es sencillo: ir a mi habitación: hecho; ponerme el pijama: hecho; meterme en la cama con todas las luces apagadas: hecho; dormir… eso parece imposible. No puedo dejar de pensar en todo lo que ha ocurrido y mi cuerpo traidor no puede dejar de recordar, de rememorar muy vívidamente mejor dicho, cada segundo que he pasado en aquel almacén con Pedro.
Acabo encendiendo la luz, levantándome de la cama y paseándome de un lado a otro de la habitación. Ha sido una idea terrible por demasiados motivos. Es Pedro Alfonso y yo odio a Pedro Alfonso. Lo odio todo de él: su arrogancia, su autosuficiencia… me paro en seco y me llevo las manos a las caderas a la vez que me muerdo el labio inferior. Tengo que dejar de engañarme a mí misma en algún momento y reconocer que también le deseo y que, absolutamente en contra de mi voluntad, precisamente son esas cosas que odio las que hacen que le desee aún más. Aun así, tengo claro que es algo sexual. No tengo por qué torturarme por eso. El noventa y nueve coma nueve por ciento de las mujeres con las que se cruza lo desean. Frunzo los labios. No me apetece recordar ahora mismo ese dato.
Además, tengo problemas mucho mayores. Es un Alfonso.
¿Cómo se supone que voy a mirar a Ernesto o a Elisa a la cara después de esto? Resoplo y me obligo a seguir caminando. ¿Y qué pasa con Christian? Yo quiero estar con él, casarme con él, ser feliz con él… y él me ve como a una cría.
Vuelvo a frenarme en seco. Una idea cruza mi mente y la atrapo al instante. ¿Y si Pedro es justo lo que necesito para conseguir a Christian? ¿Y si él es la clave para dejar de parecer una ratoncita de biblioteca? Soy plenamente consciente de que suena enrevesado, pero también de todos los pros que tiene: Pedro me odia y, aunque no lo haga, es un mujeriego sin sentimientos. No tendría ningún problema en ser simplemente mi maestro, mi marqués de Sade particular en nuestra propia revisión del efecto Pigmalión. Yo aprendería de él a jugar, a seducir, a sacudirme de una vez por todas esta imagen de niña buena. Sonrío. Christian se fijaría en mí. Y todo a cambio de guardar un incómodo secreto, que por otra parte sólo sería incómodo para mí, para Pedro sería una gota diluida en el océano Atlántico y no tardaría en olvidarse de que he pasado por su cama.
El plan vuelve a ser sencillo: meterme en la cama: hecho; poner el despertador: hecho; pensar cómo proponerle a Pedro que me enseñe a conquistar a Christian: en trámites, pero con buenas perspectivas.
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Uyyyyy la de problemas que va a acarrear que Pedro le enseñe a conquistar a Christian. Está buenísima esta historia.
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