viernes, 7 de julio de 2017

CAPITULO 13 (SEGUNDA HISTORIA)




Sus dedos se deslizan contra los míos, suaves y perezosos, hasta que logra que mi mano se abra.


Una sonrisa tenue y sexy se apodera de sus labios a la vez que su masculino agarre aprieta mi mano contra la parte izquierda de su pecho. La calidez se hace más grande, inunda mi piel y viaja hasta el último rincón de mi cuerpo.


—¿Lo sientes?


Su voz es ronca, salvaje, sensual.


Los latidos de su corazón retumban en la palma de mi mano y comprendo a qué se refiere con su pregunta.


—Sí —murmuro.


Pedro vuelve a regalarme una maravillosa sonrisa, una completamente diferente, serena y preciosa. En mi lista de sonrisas favoritas de Pedro Alfonso, ésta acaba de alcanzar el primer puesto.


—Respira a su ritmo —me ordena.


Entreabro los labios y atrapo una bocanada de aire. Pedro me observa y sus ojos se centran en mi boca. 


Respiro de nuevo. Su corazón se acelera suavemente bajo mis dedos y el sonido de sus latidos vibra dentro de mí. A él también le afecta. Me relajo. Me tenso. Todo da vueltas y ni siquiera sé por qué.


—Sólo estamos tú y yo —susurra con la voz aún más grave.


—Tú y yo —musito.


—Tú y yo —repite.


Sin quererlo, mis ojos bailan de los suyos a sus labios. 


¿Cómo será besarlo?


Me suelta la muñeca y sus dedos avanzan por mi mano.


—Vas a hacerlo muy bien, Paula. Lo sé.


Mi nombre es sus labios suena completamente diferente y algo dentro de mí capta el mensaje de que, si él cree que puedo hacerlo, podré.


—Entra —vuelve a ordenarme con suavidad.


Pedro libera mi mano lentamente y yo la retiro aún más despacio. Me observa sin moverse un ápice, esperando a que yo lo haga primero. Mis piernas cobran vida propia y le obedecen sin darme la oportunidad de pensármelo y entro en la sala de conferencias. Pedro se pasa la mano por el pelo y me sigue.


Sentados a la enorme mesa de sequoia californiana están Octavio Fitzgerald y Damian Brent, los socios de Pedro, y cuatro hombres perfectamente enchaquetados, entre ellos Adrian Monroe. Todos charlan y sonríen animadamente. 


Pedro atraviesa la sala y se sienta junto a Monroe, justo frente a mí.


Los hombres poco a poco reparan en mi presencia y van guardando silencio hasta que el suave murmullo se disipa por completo. Yo respiro hondo y doy un paso al frente.


Si hay un momento para ser valiente, Chaves, es éste.


Alzo la cabeza y mis ojos se encuentran inmediatamente con los de Pedro. Me mira como lo hizo hace unos minutos y la corriente de electricidad y confianza me sacude de nuevo.


—Buenos días. Soy Paula Chaves y estamos aquí para hablar de un proyecto muy interesante, él más interesante, de hecho —me obligo a sonreír—: vamos a llevar agua, tendido eléctrico y fábricas de primera necesidad a todos los rincones del mundo.


Todos sonríen. Vamos por buen camino.


Después de casi una hora, me despido con una sonrisa y un «hagamos un mundo más justo» que suena un poco a cliché pero todavía remueve un par de conciencias.


Todos se levantan y asienten satisfechos, y yo doy el suspiro de alivio mental más largo de la historia. Busco a Pedro con la mirada y la sonrisa en los labios, esperando algún gesto por su parte, pero él ya se ha levantado y se ha unido a la especie de corrillo improvisado que se ha formado a un lado de la mesa.


¿Qué esperaba? ¿Qué tuviera la misma boba sonrisa que tengo yo?


Me humedezco el labio inferior tratando de poner cada cosa en su sitio dentro de este desastre de cabeza y echo a andar hacia el señor Monroe.


—Ha estado increíble. —Me recibe dando una suave palmada.


—¿Eso significa que le he convencido? —pregunto con una sonrisa.


Él me devuelve el gesto.


—Casi —me anima—. Necesito ver desarrolladas algunas de esas tablas de inversiones. Son realmente buenas.


Asiento. Tiene razón.


Pedro me había contando que su especialidad era el derecho internacional, pero veo que en economía no se queda atrás.


¿Pedro le habló de mí?


—Me gustaría llevarme el mérito —apunto sonriendo de nuevo—, pero esas tablas de inversiones fueron otras después de que el señor Alfonso las revisase y mejorase.


Nunca me he apropiado del trabajo de otros y no voy a empezar ahora.


Pedro es brillante —sentencia.


—Desde luego.


Sin quererlo, esas dos palabras me hacen buscarlo otra vez con la mirada. Tengo que admitir que es sencillamente impresionante.


Monroe y yo continuamos hablando sobre el proyecto. ¡Está realmente interesado! Y yo no puedo dejar de sonreír.


Naciones Unidas, ya estoy un paso más cerca.


Otro hombre se acerca a nosotros y la sobremesa de la reunión se alarga casi otra hora.


Involuntariamente, de vez en cuando, busco a Pedro con la mirada, pero él, enfrascado en las conversaciones que mantiene, no repara en mí. Sin embargo, mientras se están repartiendo los últimos apretones de manos, alzo la mirada sin ningún motivo en especial y sus ojos verdes me están
esperando. Si no fuera imposible, diría que se siente orgulloso.


—Paula Chaves—me llama Octavio divertido cuando ya se han marchado todos los invitados, recordando cómo me presenté cuando nos conocimos—, eres un tesoro nacional. Has estado realmente bien.


Sonrío algo incómoda. No se me da muy bien encajar los halagos.


—No es para tanto —me defiendo.


—¿Que no es para tanto? —contraataca—. Los tenías embelesados.


—Lo has hecho muy bien —sentencia Damian.


—Las tablas de inversiones los han convencido. El mérito es de Pedro, quiero decir, del señor Alfonso—rectifico.


—¿Señor Alfonso? ¿En serio? —inquiere Damian socarrón, pero no me lo pregunta a mí, sino a Pedro.


Él le dedica su media sonrisa e ignora por completo su comentario.


—Hay que volver a desarrollar cada punto del proyecto —me ordena reparando al fin en mí— y buscar otras inversiones parecidas para ejemplificarlas en los anexos.


Tengo la tentación de recordarle que no soy su secretaria, pero me muerdo la lengua. Supongo que, después de todo, se lo debo.


—Estaré trabajando en la pecera —le informo.


Me despido de los chicos y voy hasta mi despacho provisional. Comienzo a trabajar y sólo paro para bajar a almorzar. No repito la estupidez de llevarle algo de comer a Pedro. Hoy me cae bien y no quiero ganarme otro «si quisiera algo de comer, te lo habría pedido»; me lo dejó bastante claro.


Además, después de todo lo que ha pasado hoy, una parte de mí no deja de gritarme que es mejor que mantenga un poco las distancias con él.


De vuelta al trabajo, acelero el ritmo. A las cinco y media Christian pasará a buscarme por mi apartamento y me gustaría tener tiempo de subir y arreglarme un poco.


A eso de las cuatro y media despejo la mesa y cojo los distintos dosieres en los que he estado trabajando. Los revisaré con Pedro y esta noche en casa seguiré a partir de este punto.


Llamo a la puerta del despacho de Pedro y entro. La librería vuelve a llamar mi atención y la miro mientras avanzo los primeros metros. Es espectacular. Sin embargo, me obligo a apartar la vista a la vez que carraspeo discretamente y camino hasta su mesa.


El primer paso para no ser una ratoncita de biblioteca es no parecerlo.


Pedro está sentado a su sofisticado escritorio. Alza la cabeza y, al ver mi bolso, frunce el ceño imperceptiblemente.


—Me marcho ya y quería que pusiésemos en común el trabajo que he hecho…


Niega con la cabeza.


—No vas a marcharte —me interrumpe.


Me observa un segundo más y se lleva el reverso del índice a los labios a la vez que devuelve su mirada a la pantalla de su Mac. ¿Acaba de dar la conversación por terminada?


Yo me cruzo de brazos insolente. Otra vez ha conseguido que esté en pie de guerra. ¡Con una sola frase!


—¿Por qué? —inquiero.


—Porque ahora es cuando empieza el trabajo de verdad. La tabla de inversión es sólo una portada bonita. Tenemos que preparar los contratos, profundizar en todos los detalles y desarrollar cada línea del proyecto.


Por favor, Pedro, no me hagas esto. Me merezco tener esta cita. Llevo años esperando esta cita.


—Lo sé —respondo—. Trabajaré toda la noche y mañana a primera hora podremos revisar más de la mitad de lo que queda pendiente.


Pedro resopla impaciente.


—Paula, empezarás ahora —sentencia impasible.


—No. —Pedro me fulmina con la mirada—. No puedo, de verdad. Tengo algo muy importante que hacer —añado tratando de conmoverlo.


Obviamente no funciona. Para que eso ocurriese, Pedro Alfonso debería tener algo parecido a
sentimientos.


—¿Más que conseguir que este proyecto salga adelante?


—No, claro que no —me apresuro a responder.


—¿Entonces?


Agarra con fuerza el brazo de su sillón de ejecutivo. ¿Tanto le molesta que me tome un par de horas? Cuando se da cuenta de que lo observo, lo suelta.


Sé que no puedo arriesgarlo todo por una cita, pero, en realidad, tampoco creo que lo esté haciendo.


—Entonces supongo que anularé mi cita —claudico.


Ha logrado que me sienta culpable. Es un malnacido.


Pedro sonríe fugaz y malhumorado.


—Sigue trabajando en los contratos de inversión —me ordena.


No respondo, simplemente giro sobre mis pies y me dirijo hacia la puerta. Ha arruinado mi sueño de ocho años en dos malditos minutos.


—Trabajamos juntos. Esto no es algo unilateral, Pedro —digo justo antes de cruzar el umbral de su puerta. Ahora mismo le odio más que nunca—. Más te vale recordarlo. Me quedo porque lo decido yo, no porque tú me lo ordenes.


Pedro continúa observándome con la arrogancia brillando en sus ojos verdes. Está furioso, lo sé, y, si no fuera totalmente imposible, diría que tiene clarísimo a qué me ha hecho renunciar y no se arrepiente en absoluto.


—No me cuentes cómo decides consolarte, no me interesa —replica arisco—. Ahora este proyecto también lleva mi nombre y no pienso permitir que algo no salga exactamente como tiene que salir sólo porque tú tengas ganas de marcharte a casa a leer libros de derecho internacional. Más te vale recordar a ti eso.


Sus palabras logran intimidarme, pero aun así le mantengo la mirada.


—Eres la peor persona que conozco.


No espero respuesta, pero, justo antes de salir, le veo torcer el gesto imperceptiblemente. Mis palabras han tenido un eco en él. Me alegro.


Regreso con paso acelerado, prácticamente corriendo, a la pecera. Antes de que pueda controlarlo, estallo de rabia o, quizá, de frustración, y le doy una patada a la silla. De pronto una idea cruza por mi mente y la atrapo al vuelo. Él no es mi jefe y yo tengo que dejar de comportarme como si lo fuera. 


Esta especie de absurda y, por otro lado, más que obvia revelación, me ilumina. Puedo hacer lo que quiera y lo que quiero ahora mismo es tomarme una hora libre.


Cojo un taxi y le doy mi dirección. Estoy a punto de pedirle al conductor que se salte los semáforos en rojo, pero me contengo. Llego a las cinco y diez. Frenética, busco el móvil en el bolso.


Sé perfectamente que no ha sonado, pero necesito comprobarlo. Miro a mi alrededor y el karma parece querer devolverme que siempre cierre el grifo mientras me lavo los dientes porque veo a Christian alejándose apenas a una manzana de mi apartamento.


¡Reacciona, idiota!


Echo a correr y cruzo la Avenida Broadway desafiando el tráfico.


—Christian —lo llamo tratando de disimular que casi me quedo sin aliento por la carrera.


—Paula—pronuncia sorprendido a la vez que se gira—, has venido.


Sonrío nerviosa. Es hora de echarle valor.


—Siento muchísimo haber llegado tarde. El trabajo fue una locura. Tuvimos una reunión y Pedro insistió… —me freno a mí misma. Estoy divagando. Tomo aire y estiro las manos tratando de expresar que lo importante viene ahora—. Tenía muchas ganas de tomar ese café contigo.


Christian me observa durante unos segundos que se me hacen eternos.


—Y yo,Paula—dice al fin.


Vuelvo a sonreír. ¡Él también!


—Genial, porque creo que aún estamos a tiempo —le propongo animada por su respuesta.


—En realidad tengo que marcharme. He recibido una llamada y debo coger un vuelo a Atlanta en unas horas. Trabajo.


Asiento y me obligo a volver a sonreír, aunque es un gesto decepcionado.


—Tendremos que dejarlo para cuando vuelvas —comento encogiéndome de hombros.


Christian aprieta los labios y se mete una mano en el bolsillo de su pantalón de traje negro.


—Paula… —hace una pequeña pausa. Vuelve a estar nervioso—... creo que, que no nos hayamos tomado ese café, es lo mejor. Hubiese sido un error.


¿Qué? ¡No! ¿Por qué?


—He estado pensándolo mucho —continúa—. Eres la hermana pequeña de Alejandro. Eres una niña, Paula.


Quiero decirle que no soy ninguna niña, que tengo veintiún años y puedo tomar mis propias decisiones. No necesito que nadie las tome por mí. Pero, cuando abro la boca dispuesta a empezar mi discurso, Christian da un paso hacia mí, interrumpiéndome.


—No saldría bien —sentencia.


Se inclina despacio sobre mí y me da un suave beso en la mejilla. No lo alarga más de lo estrictamente necesario. 


Supongo que no quiere que me haga ilusiones. Demasiado tarde. Hace ocho años que imaginé el nombre de nuestros hijos: Axel y Olivia. 


Christian se separa definitivamente de mí y se aleja sin volver la vista atrás mientras yo lo observo perderse entre neoyorquinos y turistas.


Regreso a la oficina con un enfado de mil demonios. No puedo dejar de pensar que, si Pedro no me hubiese complicado las cosas, podría haber llegado a mi cita a tiempo y, quizá, Christian no habría tenido tiempo para pensar, nos habríamos tomado un café de lo más agradable y, por supuesto, se habría dado cuenta de que lleva años enamorado de mí en secreto. En lugar de eso, aquí estoy, en esta maldita pecera.


Me dejo caer derrotada en mi asiento y miro la montaña de carpetas apiladas en una esquina del escritorio.


—Odio mi vida —murmuro.


—¿Mira quién ha decidido volver por aquí?


Su voz sobresale por encima del sonido de un par de dosieres que deja caer sin ninguna amabilidad sobre la mesa.


—Ya iba siendo hora de que aparecieras, Ratoncita —sentencia cortante.


¡Maldita sea!


—Yo no soy la ratoncita de nadie y mucho menos la tuya —prácticamente le grito, levantándome.


—Sé más profesional, Paula—ruge con su voz más suave y a la vez más peligrosa, dejándome clavada en el sitio.


—Se tú más profesional, Pedro.


¡Estoy muy cabreada!


Se pasa la mayor parte del tiempo tratándome como si fuese una niña idiota que no sabe el suelo que pisa, una cría que no tiene ni voz ni voto pero a la que le encanta susurrar cosas al oído sólo para reírse de su reacción. Puede que de verdad sea una ratoncita de biblioteca, pero tengo mi orgullo y no pienso permitirle que haga conmigo lo que le dé la gana.


—¿Alguien te ha dicho lo impertinente que puedes llegar a ser? —inquiere dando un paso hacia mí.


—¿Te lo han dicho a ti? —replico desafiante.


—Paula —me reprende.


Está a punto de estallar. No me importa. Yo también.


—Paula, ¿qué?


No me importa lo más mínimo.


Pedro exhala con fuerza todo el aire de sus pulmones y aprieta los dientes tensando la mandíbula, dando un nuevo y peligroso paso hacia mí.


—Me importa muy poco la estupidez que te haya pasado para que estés tan cabreada. Estás en mi oficina y la próxima vez que pienses siquiera en olvidarlo voy a encargarme de que «encantada de ser su ratoncita, señor Alfonso» se te quede grabado a fuego. ¿Entendido?


No ha sido lo que ha dicho, ha sido cómo lo ha dicho, con todo su cuerpo en perfecta tensión y al mismo tiempo sin una pizca de inquietud, de nerviosismo. Pedro Alfonso es el control y algo me dice que es capaz de mantenerlo en cualquier circunstancia.


—Entendido —siseo.


—Vuelve al trabajo —masculla.


Ni siquiera llega a gritar. No lo necesita.


Yo aprieto los labios.


—Vuelvo al trabajo, pero en mi apartamento. —Pedro frunce el ceño imperceptiblemente—. Me marcho y me llevo mi proyecto conmigo —sentencio tratando por todos los medios de que no me tiemble la voz—. Mándame una factura por el trabajo que has hecho y te enviaré un cheque.


No tengo claro que sea lo mejor para el proyecto, pero ya lo he dicho y no voy a echarme atrás.


Siempre he pensado antes de actuar, pero con Pedro sencillamente no puedo hacerlo. Despierta una
rabia y una indignación en mí que soy incapaz de controlar.


Recojo las carpetas todo lo de prisa que puedo y salgo de la pecera y de Alfonso, Fitzgerald y Brent bajo su atenta y fría mirada. En el ascensor, suspiro hondo tratando de tranquilizarme, pero obviamente no lo consigo. Un peso muerto en el fondo de mi estómago lo aprieta y tira de él. 


¿Por qué me siento así? Y lo más absurdo y kamikaze: ¿qué esperaba que pasase? ¿Qué me rogase que me quedase? ¿Que me dijese que esta oficina no es lo mismo sin mí? 


Cabeceo. No me importa lo que Pedro piense de mí. Él me ha arruinado mi cita con Christian.


¡Maldita sea! Odio sentirme así de confusa.


No he dado más que un par de pasos en el vestíbulo principal cuando mi móvil comienza a sonar.


Me vendría de miedo que fueran Sofia o Victoria diciéndome que han preparado un maratón de pelis de los ochenta y una jarra de Cosmopolitan, pero no podría estar más equivocada. 


Es Ernesto. Frunzo el ceño a la vez que deslizo el pulgar por la pantalla.


—Hola —lo saludo.


—Paula, dime que no es verdad que acabas de renunciar a que Pedro te ayude con el proyecto. ¿Te haces una idea de cuánto podría beneficiarte que ellos estuvieran involucrados?


Su voz me atraviesa y todo mi cuerpo se tensa. Está enfadado, mucho.


—Creí que eras más responsable —continúa—. Las cosas, los trabajos —rectifica haciendo hincapié en la última palabra— no se abandonan. Llevas trabajando en ese proyecto más de un año.


Decepcionarlo es lo último que quiero.


—No ha sido un capricho —me disculpo—. No puedo trabajar con Pedro.


Aprieto los labios hasta convertirlos en una fina línea al pronunciar su nombre. ¿Cómo ha podido hacerme esto?


—Tonterías —replica exasperado.


—No lo son.


¡No lo son!


—Paula, cariño, eres fuerte, lo sé, pero tienes que demostrarlo y tienes que hacerlo en el mundo real. No siempre vas a estar en la comodidad de tus libros o tu despacho.


La descripción perfecta de una ratoncita de biblioteca. Al final parece más que obvio que todos me ven así, entonces, ¿por qué me enfada sobremanera que sea Pedro quien lo diga?


—Prométeme que vas a trabajar con Pedro y que vas a hacer que tu proyecto llegue lo más lejos posible.


Cierro los ojos y me llevo la mano libre a la frente. No puede pedirme eso… y yo no puedo negarme.


—Lo haré.


—Mucho mejor, pequeña. Sé que harás que me sienta muy orgulloso de ti.


Asiento varias veces.


—Lo intentaré —respondo al fin.


Nos despedimos y cuelgo. Quiero pensar las cosas con calma, volver a ser la chica analítica que siempre he sido. 


Ernesto tiene razón. Los contactos que se mueven en la oficina de Pedro son sencillamente asombrosos y él realmente brillante, laboralmente hablando, pero no podemos estar siquiera en la misma habitación. No sólo se trata de que sea un maldito arrogante, un tirano exigente
y un adicto al trabajo que cree que todo el mundo debería serlo, se trata de cómo me siento cuando estoy con él. 


Además, ¡ha llamado a Ernesto! Después de ponerme las cosas increíblemente difíciles, lo llama para asegurarse de que va a poder seguir haciendo lo que quiera conmigo.


Se ha pasado de la raya.


Salgo disparada e irrumpo en su despacho como un ciclón.


—¿Cómo has podido atreverte? —bramo furiosa.


Pedro me fulmina con la mirada.


—No tengo que darte explicaciones —sisea a un único paso de mí.


—Me importa muy poco lo que tú creas. ¡Has llamado a Ernesto!


No tenía ningún derecho a hacer lo que ha hecho. Ha sido mezquino y ruin. Tenía clarísimo la posición en la que me colocaría.


Pedro da el último paso que nos separa a la vez que exhala con fuerza y el verde de sus ojos se vuelve aún más brillante.


—No iba a dejar que te marcharas de aquí.


—¿Por qué? —grito exasperada.


—Eso no es asunto tuyo —sentencia arisco, cortante, exigente.


Es obvio que no me quiere cerca. ¿Por qué se empeña en seguir con esto?


—Claro que es asunto mío.


Por un momento la atmósfera entre nosotros cambia, se hace más intensa, más fuerte… se llena de electricidad.


Pedro niega con la cabeza. No va a darme opción, ni tampoco escapatoria.


—No, no lo es —susurra salvaje.


Yo suspiro hondo tratando de calmarme, de poder pensar, pero no soy capaz. Mi cuerpo, mi respiración, incluso la forma en la que me late el corazón, están completamente desbocados.


—Por lo menos tratemos de ser un poco más prácticos —le pido intentando reconducir la conversación—. Trabajaré con Octavio o con Damian. Estoy segura de que te será muy sencillo ponerlos al día del proyecto.


—Ni hablar —me interrumpe.


Pedro, es lo mejor.


Necesito que lo entienda.


—No —repite obstinado.


Resoplo de nuevo. No sé qué hacer. ¿Por qué tiene que ponérmelo tan complicado?


Su aroma me envuelve y tengo que contenerme para no cruzar la distancia que nos separa, ponerme de puntillas y oler directamente de su cuello.


¿Realmente me ha molestado tanto que llamara a Ernesto? ¿Realmente me ha molestado tanto que arruinara mi cita con Christian?


Por Dios, ni siquiera sé qué pensar.


Sólo quiero marcharme y no volver a verlo en mi vida, pero entonces su mirada atrapa la mía, mi cuerpo vuelve a despertarse y mi sentido común sencillamente se evapora. 


Le deseo. Deseo a Pedro Alfonso. ¿En qué lío me estoy metiendo?


—Sólo me quedo por Ernesto —murmuro.


No es verdad, pero necesito desesperadamente que lo sea.


Pedro entreabre sus labios, su mano se desliza por mi brazo hasta agarrar posesivo mi muñeca y me estrecha contra él, brusco, con fuerza.


—Te quedas por mí —sentencia.


Su voz es ronca, su magnetismo me sacude de golpe y sus ojos verdes me desafían. Toda su arrogancia, una vez más, sale a la luz y por primera vez en veintiún años entiendo el significado de la palabra indomable.


Se inclina sobre mí. Mis ojos bailan de los suyos a su boca mientras su mano sigue apretando mi muñeca. Mi respiración se acelera. Sus labios casi rozan los míos. 


Quiero que me bese, lo quiero con todas mis fuerzas.


—No voy a besarte, Paula —susurra.


—¿Por qué?


—Porque los besos son lo mejor de todo y no los comparto con cualquiera




No hay comentarios:

Publicar un comentario