miércoles, 5 de julio de 2017

CAPITULO 7 (SEGUNDA HISTORIA)



Me llevo un labio contra otro, nerviosa. Puede resultar tan intimidante... Mi respiración se acelera.


Juraría que la suya también y, aunque sea una completa locura, tengo la sensación de que la atmósfera se intensifica entre los dos. ¿Qué está pasando?


La voz de Sofia llamándome a gritos irrumpe en el ambiente.


—Tengo que colgar —musito a toda velocidad.


Pedro no dice nada, sólo me observa. Yo carraspeo un par de veces tratando de reunir valor y camino hacia él tendiéndole la carpeta, usándola como si de repente fuese el escudo del mismísimo Capitán América.


—Tenías razón —digo.


Mi voz suena temblorosa, pero, curiosamente, admitir que había un fallo ahora ya no me preocupa tanto.


Él no coge la carpeta. Ni siquiera la mira.


—En la última inversión, uno de los logaritmos aplicados no está bien resuelto. Hay un margen de error del 0,000…


—4 —me interrumpe.


Asiento confusa y, sobre todo, muy sorprendida. ¿Cómo pudo averiguar incluso el margen exacto de error con sólo echarle un vistazo al informe? Es realmente brillante.


Suspiro discretamente tratando de reconducir mis pensamientos.


—Mañana te enviaré el informe corregido. Podrás trabajar con él a primera hora.


Pedro niega con la cabeza.


—Te dije que era algo urgente —me recuerda cortante, exigente.


No puede estar hablando en serio.


—Son casi las seis —protesto.


Ni siquiera trabajo aquí y ya estoy haciendo horas extra. No es la primera vez que me quedo trabajando hasta tarde; de hecho, es lo más común, pero él no es mi jefe. No puede exigirme nada.


—Puedo pedirte lo que quiera cuando quiera —me advierte sin la más mínima intención de sonar amable, replicando con arrogancia mis protestas y llenando mi cuerpo con la kamikaze sensación de que no sólo se refiere al trabajo—. No tengo por qué darte explicaciones.


—Tengo un horario —siseo.


Tengo que reconducir la conversación y a mi cuerpo traidor.


—Que actualmente decido yo —contesta aún más borde.


—Eso es injusto.


—La diferencia entre tú y yo es que a mí no me importa lo más mínimo —afirma.


—Eres un tirano, Pedro.


Creo que simplemente va a ignorar mis palabras y volver a su despacho, pero, en lugar de eso, atraviesa la distancia que nos separa con un único paso firme y seguro y, sin levantar sus ojos de los míos, despierta en contra de mi voluntad ese calor incendiario mezclado con toda esa curiosidad.


Trago saliva. Nunca me había sentido así.


—Lo soy, no te quepa duda —sentencia inclinándose sobre mí—, y puedo ser muchísimo peor. Y te recuerdo que, sobre todo para ti, soy el tirano del señor Alfonso. ¿Queda claro?


—Clarísimo.


Ha sido casi un tartamudeo, pero, a pesar de todo, no me acobardo. Pedro saca toda la rabia que llevo dentro.


Giro sobre mis bonitos salones y me dirijo hacia el pasillo. 


Antes de salir, vuelvo la cabeza y, malhumorada, lo contemplo un segundo más. Es la persona más horrible que he conocido jamás.


A punto de entrar en la pecera, oigo un portazo que retumba en toda la oficina. Ha sido Pedro.


Estoy segura. No pienso preocuparme un solo segundo por esa idea. Yo también estoy enfadada y, sobre todo, tengo más motivos para estarlo.


Me siento a la mesa y comienzo a reelaborar el informe. Me lleva un par de horas. Estoy dándole los últimos retoques cuando alzo la cabeza y no me puedo creer lo que veo. 


Pedro está cruzando el vestíbulo con la mirada perdida en su móvil y la chaqueta sobre el antebrazo. ¡Se está yendo a casa!


Se está marchando sin ni siquiera preocuparse de si he acabado o necesito algo. ¿Cómo ha podido ser capaz? 


Sobre todo cuando estoy aquí por expreso deseo del tirano.


Maldito malnacido.


Cierro la carpeta de golpe, recojo mis cosas todo lo rápido que puedo y salgo flechada de la oficina. Acelero el paso y entro en el ascensor justo antes de que las puertas se cierren. Pedro alza la mirada de su iPhone último modelo y me recorre con ella de arriba abajo, pero no se molesta en decir nada. Mi respiración acelerada por la carrera parece cortárseme de golpe cuando sus ojos verdes se clavan en los míos, pero me recupero justo a tiempo.


—Tu informe —siseo dejando el dosier sin ninguna delicadeza sobre su teléfono—. Ese que era tan increíblemente urgente como para tenerme atrapada aquí todo el día.


Pedro atrapa ágil la carpeta a la vez que se incorpora.


—Si tantas ganas tenías de pasar el día encerrada en la biblioteca, haber hecho mejor tu trabajo, Ratoncita.


Corona la frase con su media sonrisa arisca, arrogante y sexy, ¡y yo tengo ganas de estrangularlo!


Las puertas se abren a mi espalda, pero no salgo. Estoy escandalizada, conmocionada.


—No soy ninguna ratoncita, capullo —me quejo.


Él me observa sin decir nada, pero sin que esa estúpida sonrisa se borre de sus labios. ¡No lo soporto! ¡Dios! ¿Nunca se baja de su maldito pedestal?


Salgo del ascensor, acelero el paso y, al fin, dejo atrás este condenado edificio de oficinas. El aire fresco me sacude. 


Literalmente estoy hirviendo en mi propia rabia.


—Te llevo a cenar.


Su proposición y, sobre todo, su voz me hacen detenerme en seco y girarme despacio con la mirada confusa. No puede hablar en serio.


—Tómatelo como una obra de caridad —añade impaciente.


¿Cómo se ha atrevido a decir algo así?


—¿Quién te crees que eres para decirme algo así? —rujo.


—Tengo la sensación de que no te sacan a comer muy a menudo —comenta ignorando por completo mis palabras—. ¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cita?


Abro la boca dispuesta a contestar. Quiero decirle que tengo decenas de ligues y una vida sexual que escandalizaría al mismísimo marqués de Sade, pero algo en su mirada me intimida. Creo que puede leer en mí y eso resulta abrumador.


—Tengo citas… Todo el tiempo —me defiendo.


Pedro vuelve a sonreír de esa manera tan arrogante y a la vez tan sexy mientras se mete las manos en los bolsillos del pantalón. Maldito engreído. Ni siquiera se ha molestado en disimular que no me cree.


Tengo que devolvérsela.


—La diferencia es que yo salgo con otro tipo de chicos y hacemos otro tipo de cosas —replico insolente alzando la barbilla de nuevo. No pienso achantarme.


Eso es, Chaves. Utiliza tu inteligencia para el mal.


Sus mirada se llena de curiosidad. Parece intrigado.


—¿Y qué tipo de chicos son esos? —pregunta frunciendo suavemente el ceño.


—Ya sabes —respondo como quien no quiere la cosa—, de mi edad.


La sonrisa desaparece de sus labios y por un microsegundo pierde su vista en el desenfrenado tráfico de la Sexta Avenida.


Ja, esta batalla la he ganado yo.


—El problema de salir con críos de veintiún años —comenta atrapándome con sus espectaculares ojos verdes una vez más— es que no saben hacer bien las cosas en ningún sentido.


Ha sido arrogante. Ha sido exigente. Ha sido sexy. Uau.


—Eso es un poco presuntuoso, ¿no crees? —inquiero intentando sonar desenfada, luchando porque mi voz no se esfume y acabe mirándolo embobada.


Lo consigo por muy poco.


—Puede ser.


En realidad me está diciendo «sí, soy arrogante porque puedo permitirme serlo» y, maldita sea, estoy segura de que puede.


Sin más, echa a andar hacia un elegante Jaguar negro junto al que espera un profesional chófer.


—Y me gusta que no tengas citas, Paula —comenta sin ni siquiera volverse.


Lo miro boquiabierta. Acaba de dejarme fuera de juego. ¡¿A qué ha venido eso?!


—Sube al coche —me ordena deteniéndose junto a él.


Yo lo observo un momento sin saber qué contestar. Sigo enfadada, mucho, pero, antes de que el pensamiento cristalice en mi mente, doy el primer paso hacia el vehículo. En ese mismo instante mi sentido común vuelve abriéndose paso entre todo lo que, en contra de mi voluntad, despiertan en mí esos ojos verdes y me detengo en seco.


—Me importa muy poco lo que te guste o lo que no, Pedro —mascullo.


Y sin esperar respuesta por su parte, me alejo de él con el paso acelerado en dirección a la boca de metro de la Séptima.


Tengo que salir de aquí.


De reojo puedo ver que su impertinente sonrisa sigue colgada de sus labios mientras observa cómo me alejo.


Oficialmente odio a Pedro Alfonso.


Regreso a mi apartamento, me pongo el pijama y comienzo a trabajar en la reunión de mañana.


Cuando me veo rodeada de papeles, libros, notas, delante del portátil y con una taza de café en la mano, tuerzo el gesto. No soy ninguna ratoncita de biblioteca y nunca me había importado tanto parecerlo hasta que él me lo ha llamado hoy. Resoplo y, malhumorada, dejo la taza sobre el escritorio.


—Maldita sea —murmuro.







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