miércoles, 5 de julio de 2017

CAPITULO 4 (SEGUNDA HISTORIA)




Last Friday night, de Katy Perry, está sonando. Abro los ojos y menos de un segundo después los cierro girándome y acurrucándome al otro lado de la cama. La canción no deja de sonar. Frunzo el ceño. Hay muchísima luz. Está claro que no voy a poder seguir durmiendo. Me giro de nuevo y clavo la mirada en el techo. Todavía llevo la ropa de ayer. ¿A qué hora nos fuimos a dormir?


—Quieres apagar ese maldito móvil —gruñe Sofia desde la otra cama.


—Voy, voy —contesta Victoria saliendo del baño y corriendo hacia la mesita para recuperar su smartphone y rechazar la llamada.


Fuera quien fuese el que quisiese hablar con ella, lo estaba haciendo con insistencia. Katy Perry ya iba por la tercera estrofa.


—Chicas, ¿bajamos a la piscina? —propone Victoria sentándose en la cama.


—Tengo resaca. Quiero dormir —protesta Sofia.


—Ya dormirás después —replica Victoria—. Vámonos a la piscina o, mejor aún, a la playa.


—No quiero ir a ningún sitio contigo.


Las oigo discutir de fondo mientras mi adormilado cerebro, aún sumergido en Cosmopolitan y rodajas de naranja, trata de poner orden en los recuerdos de anoche. Sin embargo, no es una cuestión de orden, sino de lo que pasó y con quién pasó. Christian Harlow me besó. ¡Me besó!


Christian Harlow me besó anoche en el club —digo en voz alta como si necesitara hacerlo para creérmelo del todo.


—¿Qué? —pregunta Victoria incrédula—. ¿Y no nos lo cuentas hasta ahora?


Me encojo de hombros algo culpable.


—Ni siquiera tengo la más mínima idea de lo que ocurrió —me defiendo.


Sofia se levanta como un resorte y corre hacia el baño.


—¿Qué haces? —pregunta Victoria.


—Necesito ir al baño urgentemente —confiesa— y después me voy a dar una ducha y vamos a bajar al bar de la piscina. Está claro que la noche de ayer dio para mucho.


Aunque en teoría íbamos a esperar a estar cómodamente sentadas en una mesa de la terraza con un café y unas tortitas delante, no hemos llegado al ascensor cuando ya lo he soltado todo acerca de Christian y del espectacular beso. 


Las chicas, por primera vez desde que nos conocemos, parecen tan sorprendidas como yo.


—Éste es el plan —nos informa Sofia sentándose y extendiendo un mapa de Atlantic City sobre la mesa de metal brocado blanco—: hablaremos con la recepción de cada hotel hasta encontrar el de Christian. Después te vestirás con unas bragas de putón y una gabardina e irás a verlo.


—A ese plan le veo lagunas —replico tan divertida como socarrona.


Ella le hace un mohín al aire y finge no oírme.


—Pues a mí me parece un plan genial —comenta Victoria—. Es muy de película de los ochenta.


—Gracias —responde Sofia encantadísima por el apoyo.


—De nada.


Yo tomo mi zumo de naranja con sombrillita y las miro a través de mis gafas de sol con una sonrisa de lo más impertinente. Pueden conseguir que me ponga un vestido minúsculo, pero no pienso presentarme en ningún hotel sólo con unas bragas.


Sofia parte el mapa en tres trozos más o menos iguales y nos entrega uno a cada una antes de dirigirse muy decidida a la piscina. Allí estableceremos nuestro campamento base.


Desde nuestras respectivas tumbonas llamamos a todos los hoteles de la ciudad. No hay rastro de Christian. Quizá vino con algún amigo y fue éste quien reservó la habitación o tal vez esta mañana a primera hora regresó a Nueva York.


—No te rindas —trata de animarme Victoria acomodándose en su asiento—. Si te besó, es porque le gustas. De eso no hay ninguna duda.


—Y si le gusto, ¿por qué no ha venido a buscarme? ¿Por qué no me dijo que quedáramos?


No logro entenderlo.


—Paula, para —replica—, no seas tan «la línea recta es el camino más corto». Probablemente ayer te vio, le gustaste, te besó y ahora esté planteándose si quiere algo más o no. Las relaciones no son te veo, me gustas, te quiero. No todos son tan prácticos —sentencia socarrona.


—Ja, ja —replico con sorna.


—Oficialmente se lo ha tragado la tierra —gruñe Sofia dejando su BlackBerry sobre la pequeña mesita entre tumbonas.


Era el último hotel que nos quedaba por comprobar.


—Debe de haber regresado a Nueva York —respondo decepcionada.


—Quizá conozca a alguien aquí —apunta Sofia.


Me encojo de hombros. Supongo que esa hipótesis es tan buena como cualquier otra.


—Ey —llama nuestra atención Victoria—, ¿ése no es Pedro?


Las dos nos giramos y miramos hacia donde ella ya lo hace, embobada. Automáticamente frunzo el ceño. Era la última persona que esperaba encontrar aquí. Está al otro lado de la inmensa terraza, hablando con dos hombres. Sigue exactamente igual. Alto y delgado, pero con un cuerpo perfectamente definido; un pelo increíble, castaño oscuro, suavemente rizado y algo revuelto, como si acabase de echar un polvo de infarto, y unos espectaculares ojos verdes. En una palabra: guapísimo; mejor en dos, porque también derrocha atractivo. Pero seguro que sigue siendo igual de arrogante, exigente y arisco.


Alza la mano y se retoca los dobleces de su camisa impolutamente blanca a la altura del antebrazo en un gesto muy sexy y lleno de masculinidad. Una chica se acerca a ellos. Está nerviosa y, cada dos segundos, una boba sonrisa se cuela en sus labios. Sin ni siquiera molestarse en dedicarle una sola palabra, Pedro se marcha mientras la chica, muy guapa, lo sigue contemplando como si estuviese recubierto de chocolate fundido. Él ni siquiera sabe que existe y ella está a punto de lanzarle sus bragas. Debe de ser la historia de la vida de Pedro Alfonso.


Camino del lujoso edificio del hotel, Pedro pierde su vista en la terraza y nuestras miradas se encuentran. Se detiene en seco y frunce el ceño imperceptiblemente. Me pregunto si sabe quién soy, si me reconoce. Durante unos segundos, y a pesar de la distancia, sus ojos siguen atrapando los míos, resultan magnéticos. Finalmente rompe el contacto entre los dos girando la cabeza a la vez que se humedece el labio inferior breve y fugaz y echa a andar de nuevo.


—Está como un maldito tren —murmura Victoria admirada.


Yo tuerzo el gesto y vuelvo a dejarme caer en mi tumbona. 


Puede que Pedro Alfonso sea endiabladamente atractivo, pero toda su belleza está única y exclusivamente en la parte exterior.


—Explícame una cosa —me pide Sofia—, ¿por qué dices «mi hermano Ale» pero jamás te he escuchado decir «mi hermano Pedro»?


—Porque no es mi hermano —contesto sin asomo de dudas.
La respuesta no podía ser más simple.


Mi amiga me mira como si me hubiese salido una segunda cabeza y yo tomo aire y me preparo mentalmente para soltar la historia de Paula Chaves, la pequeña huerfanita.


—Ya sabes que, cuando mis padres murieron, Ernesto y Elisa Alfonso, sus mejores amigos, me acogieron. —Sofia asiente—. Y también sabes que tienen dos hijos: Alejandro y Pedro. —Ella vuelve a asentir—. Cuando llegué a la mansión, yo tenía siete años y Pedro, dieciocho. Se estaba preparando para marcharse a la universidad y apenas coincidimos unos días. Cuando regresó, habían pasado cuatro años. Yo tenía once y él, veintidós. Pasó un par de semanas en la mansión y se marchó de viaje, primero con Alejandro, que por entonces tenía veinticuatro, y después con sus amigos de la universidad.
Ese septiembre se fue a estudiar un posgrado a Londres, encontró trabajo allí, más tarde en París, y la siguiente y última vez que lo vi yo tenía diecisiete años y esa misma tarde me marchaba a Harvard.
Conclusión: nos hemos visto tres veces en catorce años, literalmente.
Yo me he criado con los Alfonso, para mí son mis segundos padres, y Ale es mi hermano. Me enseñó a montar en bici, me llevaba a patinar al Rock Center y me ayudaba a hacer los deberes. Sin embargo, Pedro nunca ha tenido demasiado trato con su familia y, por extensión, conmigo.
Siempre ha tenido planes o ha estado demasiado absorbido por el trabajo para venir en Navidad y ese tipo de fechas. Además, tampoco tengo muy buenos recuerdos de las pocas veces que hemos coincidido. Nunca hemos intercambiado más de un par de palabras de puro compromiso. Él parece estar montado en un pedestal construido a base de arrogancia y exigencia, como si los pobres mortales no nos mereciéramos compartir su tiempo y sus palabras.


—Conclusión —repite Victoria imitándome—: el buenorro de Pedro Alfonso no es tu hermano.


Le dedico un mohín y vuelvo a colocarme mis gafas de sol. 


Estoy de malhumor y lo odio. Me hice demasiadas esperanzas con que el plan funcionaría y encontraría a Christian.


—Siempre nos quedará el buenorro de Alejandro Alfonso —replica encantadísima Sofia.


—Si vuelves a contarme algunas de tus fantasías con él, me voy a Nueva York, andando —la amenazo.


Sofia sonríe de oreja a oreja. Me temo lo peor.


—Hoy he soñado con él —confiesa en absoluto arrepentida.


—Me voy al agua —sentencio enérgica, levantándome de la tumbona.


—Yo necesito una copa —argumenta Victoria siguiéndome.


—Chicas... —se queja Sofia.


—Tus sueños son demasiado vívidos para mi gusto —replica Victoria socarrona—, y eso que estoy entre el treinta y cinco por ciento de mujeres que consume porno.


No lo puedo evitar y me echo a reír.


—¿Ves porno? —pregunto.


—Yo no veo porno, yo aprendo con el porno —me corrige.


La observo divertida y boquiabierta. No me esperaba esa respuesta.


—¿Y qué aprendes exactamente?


—Mucho. —Victoria pone los ojos en blanco, se detiene a unos pasos de la piscina y me obliga a hacer lo mismo—. No te imagines a un tío gordo, medio calvo y con bigote tirándose a una mujer que preferiría no estar allí. Ahora los chicos están muy buenos y las chicas se lo pasan realmente bien. ¿No verías una película porno protagonizada por Pedro Alfonso? —inquiere levantando las cejas, perspicaz.


Resoplo.


—Necesito amigas nuevas —replico burlona echando a andar de nuevo.


—¡Abre tu mente! —me grita.


El resto del fin de semana lo pasamos realmente bien. Nos quedamos en la tumbona hasta la hora de almorzar y subimos a la habitación a ver una peli. Llamamos al servicio de habitaciones y disfrutamos de una hamburguesa con queso mientras vemos St. Elmo, punto de encuentro, una joya de los ochenta y una de nuestras películas preferidas.


Después de dejar el hotel, guardamos las maletas en el viejo Cinquecento de Sofia y damos un paseo por la playa antes de irnos.


Es la hora de cenar cuando llegamos a Nueva York, pero no me apetece probar bocado. Tan pronto como subo a mi apartamento, me pongo el pijama, saco de la mochila mi libro Externalización directa del comercio en países subdesarrollados y me tumbo en el viejo colchón a leer. 


Mañana a esta misma hora podré estar haciéndolo en mi nueva cama. Sonrío. Me encanta haber vuelto a esta casa.


Estoy a punto de quedarme dormida cuando mi mente, actuando por libre, comienza a revivir el maravilloso beso que me dio Christian en el club. Suspiro como una idiota olvidando todas las preguntas que me gustaría hacerle y me zambulló de nuevo en esa sensación. Ha sido un gran fin de semana.




No hay comentarios:

Publicar un comentario