miércoles, 5 de julio de 2017
CAPITULO 5 (SEGUNDA HISTORIA)
El despertador suena impasible a las seis y media. Odio mi despertador y odio las seis y media.
Me levanto a regañadientes con el pelo alborotado y el pijama retorcido y encogido como si hubiese estado durmiendo en un hexágono de artes marciales mixtas en lugar de en un colchón.
Antes de salir, giro sobre mis tacones negros delante del espejo de la entrada y sonrío al ver cómo me queda mi falda de tubo de pata de gallo y mi blusa roja sin mangas. Estoy muy lejos de ser experta en moda, así que, cuando empecé a trabajar en una oficina, tuve que ponerme manos a la obra, buscar información sobre lo que era apropiado en un atuendo de trabajo y salir de compras.
Sofia y Victoria estuvieron riéndose de mí durante semanas por comprarme varios libros de moda y estudiármelos a conciencia, pero ésas son mis herramientas: los libros. En cualquier caso, me siento mucho más cómoda con mis manoletinas y mis vaqueros favoritos. Los tacones y las faldas lápiz son mi uniforme.
Recojo mi bolso y salgo de mi apartamento. Siempre me despierto de mal humor, pero me recupero rápido. Tener el ceño fruncido es demasiado aburrido.
Estoy a poco más de diez manzanas del trabajo, así que tardo apenas veinte minutos en llegar. Un punto más a favor de la vieja casa de mis padres. Además, vivir en TriBeCa es increíble.
Saludo al guardia de seguridad y me monto en el ascensor revisando los correos en mi iPhone.
—Buenos días, Carla.
—Buenos días, señorita Chaves —me devuelve el saludo desde detrás del inmenso mostrador de madera maciza en la aún más inmensa recepción. El que construyó el edificio de la bolsa de Nueva York a principios del siglo XX ya se imaginó que aquí se harían las cosas siempre a lo grande.
Recojo los mensajes que me tiende en una decena de papelitos rosas y continúo por el gigantesco pasillo. ¿Abrillantarán este suelo todos los días? Sospecho que cualquier día me veré reflejada en él.
—Señorita Chaves —me llama Carla saliendo tras de mí—, el nuevo agente que ha enviado el señor Sutherland está esperándola en su despacho.
Asiento y dejo caer el móvil en mi bolso. Había olvidado que hoy llegaba un nuevo analista al departamento y, la verdad, agradezco la ayuda. Cada día revisamos alrededor de quinientas operaciones bursátiles en busca de indicios de delito. Un par de ojos más nos vendrán bien.
Acelero el paso y alcanzo un nuevo pasillo más estrecho y discreto que lleva directamente al departamento de Estudios y estadísticas de la Oficina del ejercicio bursátil, o, como me gusta decir, la policía de Wall Street.
—Buenos días —saludo al aire serpenteando entre las decenas de mesas perfectamente ordenadas.
Llevo más de tres meses siendo jefa de departamento y tener empleados sigue siendo la parte que menos me gusta, incluso me da un poco de miedo. Prefiero estar en mi despacho con mis contratos y mis números.
Entro en mi oficina, rodeo mi mesa y enciendo el Mac.
—Buenos días —dice una voz frente a mí.
Me llevo la mano al pecho sofocando un grito de lo más ridículo y doy un respingo.
¿Quién es?
¿Qué hace aquí?
No me gustan los desconocidos.
—Siento haberla asustado —se disculpa levantándose de la silla y tendiéndome la mano un hombre de unos setenta años con el pelo canoso y un amable traje—. Soy Luciano Oliver, el nuevo empleado.
Doy un paso atrás y carraspeo a la vez que trato de controlar el ritmo de mi corazón. Estoy en mi despacho. Mi despacho es un lugar seguro. Él me ha dicho su nombre. Se llama Luciano Oliver. No es un desconocido. Respiro hondo. Mi cuerpo va relajándose. Respiro de nuevo. La tensión poco a poco desaparece.
—Bienvenido —digo al fin estrechando su mano.
Más tranquila, lo miro de arriba abajo esperando no ser muy indiscreta. Por su aspecto, parece pertenecer más al mármol y las acciones al otro lado del gigantesco pasillo y, por su edad, creo que debería estar jubilado.
Él también me estudia a mí. Supongo que una jefa de veintiún años era lo último que se esperaba.
—Gracias —responde profesional—, y perdóneme de nuevo por haberla sobresaltado. Me dijeron que la esperara en su despacho.
—No se preocupe. Supongo que el señor Sutherland le habrá explicado qué hacemos aquí. — Hago una pequeña pausa—. ¿A qué se dedicaba antes?
Soy increíblemente curiosa y no puedo callarme una sola pregunta. Otra prueba más de que las habilidades sociales no son lo mío.
—Era agente de bolsa. —Lo sabía. Wall Street los marca a fuego—. Lehman Brothers.
Tuerzo el gesto un segundo. La empresa Lehman Brothers significaba muchas cosas por aquí y ninguna buena. No se puede jugar con la economía de decenas de países y pretender salir inmune.
Terminó como se merecía.
—Notará que nosotros hacemos algo diferente —comienzo a explicarle algo distante, incluso un poco antipática. No puedo evitarlo. No me gustan los brókers. No me gustan los ejecutivos en general —. No invertimos ni tampoco autorizamos inversiones. Aquí comprobamos todos los números de Wall Street. Estudiamos todas las operaciones en busca de malversaciones, desviaciones de fondos, cualquier tipo de práctica ilegal. ¿Se sentirá cómodo con eso?
—Sí, sin duda. No todos los que trabajábamos en Lehman Brothers somos unos ladrones despiadados —añade mordaz y con un punto de perspicacia.
Sonrío breve e incómoda. Me lo he ganado.
—Lo siento si le ha parecido… —trato de disculparme.
—No se preocupe —responde—. No tendrá quejas de mi trabajo.
Nunca juzgues a las personas, Chaves. Se te da fatal.
—Puede ocupar su mesa. —Mejor no alargar más la agonía—. Hoy trabajará con Scott Matthews. Él le pondrá al día. Quiero que se familiarice con el sistema antes de empezar a analizar números.
El señor Oliver asiente a la vez que agarra con fuerza el asa de su impecable maletín de piel negra y sale de mi despacho.
Paula Chaves: 0; habilidades sociales: 1.
¿Dónde estaba el día que las repartieron?
«Probablemente leyendo un libro.»
Me pongo los ojos en blanco a mí misma y me siento dispuesta a hacer lo único que se me da bien: enterrarme en una montaña de papeles. Aún no he abierto la primera carpeta cuando el teléfono de mi mesa comienza a sonar.
—Paula Chaves —respondo.
—Buenos días, Paula. Tengo un trabajo muy importante para ti.
Es mi jefe, el señor Marcos Sutherland; prepotente, vago y muchísimo menos brillante de lo que se piensa. Creo que, oficialmente, sólo me dio el puesto de directora de departamento para poder presumir de las oportunidades que la Consejería de Economía le da a las mujeres jóvenes y así
asegurarse la reelección como consejero. Extraoficialmente, creo que me ascendió porque no me importa quedarme horas de más revisando números y haciendo el trabajo que él debería hacer.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Necesito que prepares toda la información que tengamos disponible sobre Benjamin Foster.
Hago memoria mientras me levanto y camino hacia el mueble archivador. Estudiamos a Benjamin Foster no hace mucho.
—Alguien de la nueva empresa de inversiones que ha contratado el señor Foster pasará a buscarla esta misma mañana —me explica.
—Lo tendré listo —respondo jugueteando con el cable del teléfono.
Es absolutamente injusto. Tendré que dejar todo lo que estoy haciendo, cosas realmente importantes, para preparar un dosier para un estúpido agente de bolsa de una estúpida empresa de inversiones. Sólo porque el señor Sutherland querrá ganar puntos con Benjamin Foster, la empresa en cuestión o el propio agente de bolsa. Por Dios, es un cargo público electo. No debería admitir esta clase de favoritismos, mucho menos provocarlos.
—Perfecto, Paula.
Cuelgo el teléfono a la vez que tuerzo el gesto. Cuanto antes empiece, antes lo tendré listo.
Estoy inmersa en los documentos de Foster cuando mi teléfono vuelve a sonar.
—Paula Chaves—respondo con el lápiz entre los dientes, colocando el auricular entre mi mejilla y mi hombro, más pendiente de los documentos que reviso que del teléfono en sí.
—Señorita Chaves, el señor Sutherland está aquí.
Frunzo el ceño y miro el reloj en la esquina inferior del ordenador. Sólo han pasado dos horas.
—Cinco minutos y salgo.
Cuelgo y cuadro los hombros. Mando unos archivos a imprimir, me acerco el teclado, hago unas últimas anotaciones en una tabla de inversiones y reviso cada línea calculando mentalmente cada cifra. Cojo una carpeta nueva del penúltimo cajón de mi escritorio y me levanto de un salto.
Espero el último papel de la impresora, los cuadro, los meto en el dosier y listo. Definitivamente los papeles son lo mío.
«Ojalá la vida en general fuera lo tuyo.»Desde luego, mi voz de la conciencia no es mi mejor aliada.
El señor Sutherland no suele venir casi nunca. Atravieso el pequeño pasillo y salgo al principal, mucho más grande. Sea quien sea a quien intenta impresionar, debe ser una persona realmente importante.
Freno en seco mis tacones sobre el reluciente suelo de mármol. No puede ser. Es imposible. Él alza la mirada, me observa un par de segundos y sonríe increíblemente impertinente antes de volver a su conversación con mi jefe.
Frunzo el ceño y me cruzo de brazos muy enfadada.
¿Qué hace Pedro Alfonso aquí?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario