viernes, 14 de julio de 2017

CAPITULO 37 (SEGUNDA HISTORIA)




Abro los ojos despacio. Mi móvil suena, pero el sonido es débil, lejano. Parpadeo un par de veces desorientada. Miro a mi alrededor y me levanto con dificultad. Reconozco el rellano. Estoy en la puerta de mi apartamento. He vuelto a sufrir un ataque de pánico.


En busca de heridas, me reviso las manos, los brazos. 


Parezco estar bien, pero, al tocar la zona del cuello tras la oreja, doy un pequeño respigo. Me observo los dedos. Hay algo de sangre en ellos.


Respiro hondo y observo el suelo donde hace apenas un par de minutos estaba tumbada. Lo comprendo al instante. Debí de darme con el rodapié.


Busco las llaves y entro en el apartamento. ¿Cuántas horas llevo durmiendo? Miro el reloj y resoplo de nuevo al comprobar que son más de las doce.


Dejo el bolso sobre la isla de la cocina, me quito los zapatos de cualquier manera y voy hasta el baño. Enciendo la luz de malos modos, enfadada por haber tenido dos ataques en menos de un mes cuando hacía años que no me ocurría. Me miro la herida en el espejo; por suerte es pequeña, pero las cuatro gotas que han caído han sido precisamente sobre mi camiseta. Genial.


Estoy buscando algo con lo que curarme, tengo que tener tiritas por alguna parte, cuando llaman a la puerta. Cojo la toalla del lavabo y camino hacia el recibidor tratando inútilmente de limpiarme la sangre de la camiseta.


—¿Quién es? —pregunto a la vez que abro.


Mi respiración se acelera automáticamente. Es Pedro.


Él me observa de arriba abajo sin responder a mi pregunta. 


Está enfadado, lo sé. Su mirada se centra en la sangre y un destello de un miedo frío y cortante cruza sus ojos verdes.


—¿Qué ha pasado, Paula? —me pregunta exigente, impaciente.


—No ha pasado nada.


Si le explico lo que ha ocurrido, sólo habrá más preguntas y no sé si estoy preparada para responderlas.


Pedro, te prometo que estoy bien.


—Déjate de estupideces y dime qué te ha pasado —me advierte.


Yo aparto mi mirada de la suya y la concentro en mis pies descalzos.


—Me he desmayado en el rellano y me he golpeado con el rodapié —suelto de un tirón.


—¿Por qué? —Su voz es aún más cortante y más emociones cruzan su mirada.


—Tuve un ataque de pánico —me sincero.


Pedro suelta un bufido arisco y ahogado a la vez que se pasa las manos por el pelo y las deja en la nuca. Está más que furioso o, por lo menos, no sólo está furioso. Finalmente, entra, me toma de la muñeca sin ninguna delicadeza y me lleva hasta el salón. La puerta suena tras nosotros cerrándose de un portazo. Pedro me mira a los ojos e intenta leer en ellos como ha hecho tantas veces, sólo que ahora parece desesperado por poder lograrlo.


—Te llamé esta tarde —le digo—. Necesitaba hablar contigo.


No dice nada. Sólo tensa la mandíbula esperando que continúe y la culpabilidad se dibuja en sus ojos verdes.


—La Oficina del ejercicio bursátil va a investigar a Benjamin Foster. Hay indicios de desfalco. ¿Por qué lo has hecho, Pedro? Sabías que acabaría revisando esas cuentas. ¿Por qué has tenido que hacerlo? —Ya no sueno enfadada, ahora estoy dolida.


Los ataques de pánico siempre me dan claridad mental y ahora lo han hecho para hacerme entender lo que realmente siento. Estoy decepcionada.


Pedro me mantiene la mirada. Su gesto sigue siendo arrogante, pero, de alguna manera, también parece afectado. ¿Acaso le importa lo que piense de él?


—Has dado por hecho que soy culpable.


—¿Me estoy equivocando? —inquiero armándome de valor.


Por favor, di que me estoy equivocando.


—No es asunto tuyo.


Mis ojos vuelven a llenarse de lágrimas, pero no me permito llorar ninguna. Me siento ridícula y estúpida. ¿No le importa la imagen que tenga de él? En realidad, ya me advirtió precisamente de eso la primera vez que nos acostamos. «No te equivoques creyendo que me importa lo que pienses de mí.» Sus palabras caen ahora sobre mí como una losa.


Pedro, por favor, márchate. Es tarde y me gustaría 
dormir —murmuro.


Sin esperar respuesta por su parte y sin permitirme mirarlo, me dirijo a la habitación. Estoy abriendo la puerta del pasillo cuando Pedro coloca la palma de su mano en la madera y vuelve a cerrarla. Está a unos centímetros de mí, con su cuerpo casi rozando el mío, pero no me giro y las lágrimas comienzan a caer en silencio.


— No lo hice, Paula —susurra.


Sus palabras son como un bálsamo para el huracán que me asola por dentro, pero, sobre todo, es la manera como las dice. Quiere que le crea. Necesita que le crea.


Deja caer su cuerpo contra el mío y se inclina hasta que sus labios acarician mi pelo.


—Nunca haría nada que pudiera hacerte daño.


Cierro los ojos y disfruto de la suave sensación que me embarga, de haber saltado al vacío por él y sentir cómo su mano me sostiene.


Pedro me gira suavemente. Descalza es aún más alto que yo. Alzo la mano despacio y agarro suavemente su camisa blanca a la altura de su estómago. Él levanta la suya y sigue el contorno de mi cara con la punta de sus dedos.


—Cuéntamelo —me pide.


No necesito preguntar el qué. Sé perfectamente a lo que se refiere. Pedro toma aire y lo exhala brusco, despacio, controlado, sin levantar sus ojos de mí. Parece aún más preocupado, más inquieto, y por un momento eso me desarma.


—Cuando tenía siete años, mis padres murieron en un accidente de tráfico. Yo iba con ellos.


No me gusta recordarlo. Odio recordarlo.


—El coche se salió de la carretera, dio varias vueltas de campana hasta quedar bocabajo, pero no me hice ni un rasguño. Mis padres, los dos, salieron despedidos por el cristal delantero. Estuve gritando «mami» durante horas. —Una lágrima cae por mi mejilla, pero me la seco con rabia—. El sillón cedió y caí al techo del coche. Estaba muy asustada, pero conseguí salir arrastrándome por la ventanilla. Había llovido. Era de noche. Todo estaba muy oscuro.


Lo recuerdo todo de aquella noche, cómo el aire olía a tierra húmeda y a gasolina, el frío que tenía.


—Corrí hacia mi madre y me arrodille junto a ella. Empecé a zarandearla, tratando de despertarla, pero no lo conseguía. A veces los tres jugábamos a los mosqueteros y uno caía muerto al suelo. Al principio creí que estábamos jugando —digo encogiéndome de hombros con las lágrimas bañando mis mejillas, tratando de disculpar a aquella pobre niña.


Pedro traga saliva, pero no levanta sus ojos de los míos.


—Un hombre apareció de la nada —continúo—. Vivía en una parcela cercana y el ruido llamó su atención. Se asustó de que el coche pudiese explotar, me cogió en brazos y me sacó de allí. Yo no paraba de repetir que quería quedarme con mis padres, que, por favor, volviese. Me llevó a su casa, se aseguró de que no estaba herida y me envolvió con una manta, pero no me dijo su nombre — recuerdo—. Llegaron policías, una ambulancia, pero nadie me decía cómo se llamaba. Estaba muy asustada. —Todavía lo estoy. A veces creo que nunca he dejado de ser esa niña de siete años—. Ernesto y Elisa me recogieron en el hospital. Elisa me cogió la mano y me dijo que dejase de llorar, que ya nos íbamos a casa, pero no nos fuimos a mi casa, nos fuimos a la suya. Yo sólo quería ver a mis padres.


Pedro suelta todo el aire de sus pulmones y su mirada atrapa la mía una vez más. No hay arrogancia. No hay rabia. 


No hay hermetismo. Sólo quiere que este dolor desaparezca.


Desliza su mano hasta cubrir la mía, que aún agarra su camisa.


—Si quieres, puedes marcharte —le disculpo en un murmuro, soltándolo y apartando mi mano.


No quiero que me tenga lástima. No quiero que me mire como todas aquellas personas me miraban con siete años.


—No voy a marcharme —pronuncia con una seguridad atronadora.


Me quita la toalla de las manos suavemente, despacio, acariciando mis dedos.


—Has cambiado algo dentro de mí, Paula, y necesito protegerte. Necesito hacerlo desde que te vi por primera vez.


—¿Con siete años? —pregunto.


Es lógico querer proteger a una niña asustada.


—No, Paula. Te vi por primera vez cuando volvimos a encontrarnos.


Sus ojos verdes lo son más que nunca.


Pedro comienza a limpiarme la herida.


Me llevo un labio sobre otro y lo observo concentrado en cada suave movimiento que hace. Trato de contener una tenue sonrisa mientras un sentimiento cálido, grande e inexplorado crece en mi interior.


—¿Estás cansada? —pregunta atrapando de nuevo mi mirada.


Asiento.


—Quiero que duermas conmigo —me sincero en un susurro.


Pedro no dice nada y alza la mano. No comprendo qué está haciendo, pero entonces oigo la puerta abrirse a mi espalda y esa sonrisa que luchaba por contener irrumpe en mis labios. Pedro me toma de la mano y me lleva hasta la habitación. Quería que me enseñara, dejar de ser una ratoncita, y ahora creo que su mano sobre la mía es lo único que necesito.


La estancia está en penumbra, solamente iluminada por la luz que llega desde la ciudad a dos plantas de distancia. 


Toma el borde de mi camiseta y despacio tira de ella hasta sacármela por la cabeza. Desliza sus dedos bajo la cintura de mis vaqueros, desabrochándolos botón a botón, y lentamente los baja junto a mis bragas, arrodillándose frente a mí. Alza la mirada y simplemente me domina por completo. Contengo la respiración y Pedro se inclina sobre mi estómago y deja un dulce beso en mi piel. Enredo mis manos en sus rizos castaños y disfruto de su tacto mientras se levanta hasta quedar de nuevo frente a mí. Nunca podría cansarme de mirarlo.


Mira su camisa y automáticamente entiendo lo que quiere que haga. Levanto las manos nerviosa y acaricio cada uno de los botones. Hemos hecho muchas cosas juntos, pero jamás me había regalado todo este tiempo, toda esta paciencia, toda esta intimidad.


Pedro parece darse cuenta de lo nerviosa que estoy y coloca sus manos sobre las mías. Mis dedos se mueven perezosos contra su palma y él sonríe. Una sonrisa que no había antes. 


Es preciosa y está llena de sinceridad.


Despacio, guiándome, desabrochamos su camisa blanca y la deslizo sobre sus hombros por el cuerpo perfecto que poco a poco va apareciendo ante mí hasta que la prenda se reúne a nuestros pies con el resto de la ropa. Pedro se deshace de sus pantalones y sus bóxers blancos con la misma lentitud. 


Acaricio su estómago tonificado y, sin quererlo, agacho la cabeza. La curiosidad, las preguntas, el asombro, todo lo que me provoca, incluso el hecho de que sigo sin entender cómo un chico como él se ha fijado en una chica como yo, se multiplican.


—Mírame —me ordena con su voz más ronca.


Alzo la cabeza y obtengo su sonrisa como recompensa.


Mueve las manos, me acaricia los costados con la punta de los dedos y se pierden en mi espalda hasta alcanzar el broche de mi sujetador. Cuando la prenda cae al suelo, un gruñido se escapa de su garganta. Desliza su mano hasta mi pecho, pero no llega a acariciarme. Deja caer su frente contra la mía y su respiración se acelera a la vez que cierra los ojos luchando por no tocarme brusco y acelerado, exactamente como quiere hacerlo.


Sonrío suavemente, llena de una felicidad atronadora. Que él se contenga por tocarme tiene más valor para mí que la caricia más esmerada e intensa de cualquier otro hombre.


Pedro entrelaza nuestros dedos. Nunca me había sentido tan cerca de él. Despacio, me estrecha contra su cuerpo y el aire y las dudas se esfuman entre los dos. Su boca se mueve buscándome mientras me obliga a caminar suavemente hacia atrás. Libera mis manos e inmediatamente las suyas vuelan hasta mi cintura y las mías a su cuello, a su delicioso cabello.


—¿Por qué no me besas? —pregunto en un murmuro, perdida en todo el placer anticipado, en esta suave intimidad.


—Dios, Paula, te besaría hasta que el maldito mundo dejara de girar —responde acelerado, con sus manos por todo mi cuerpo, con sus labios demasiado cerca de los míos—. Joder, te comería entera.


Gimo por cada una de sus palabras y Pedro nos deja caer sobre la cama. Automáticamente nuestras piernas se enredan y mis caderas se acomodan bajo las suyas.


Pedro me embiste despacio, profundo, haciendo que mi cuerpo se arquee preso de un placer infinito. Espera a que regrese de donde me ha trasportado con una sola embestida y comienza a moverse a un ritmo intenso, deliberadamente lento, delicioso, absolutamente enloquecedor.


Su boca se pierde en mi cuello, en mis pechos, en toda mi piel. Yo me retuerzo bajo su cuerpo. El placer lo inunda todo. Pedro lo inunda todo.


—Dios —jadeo devorada en cada estímulo que Pedro crea para mí.


Vuelve a subir por mi cuerpo hasta que sus ojos verdes me dominan desde arriba. Ninguno de los dos dice nada. 


Ninguno lo necesita. Nuestras miradas y nuestros cuerpos han dejado claro todo lo que significamos para el otro. Todo lo que este momento significa para los dos.


PedroPedroPedro.


El placer se arremolina en mi vientre y estalla con una fuerza atronadora. Gimo. Grito. Y me dejo llevar por la euforia pura, por el placer aún más puro, por todo el deseo, por la suave sensación de estar protegida, por sentir, por primera vez en catorce años, que vuelvo a estar a salvo.





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