viernes, 14 de julio de 2017

CAPITULO 36 (SEGUNDA HISTORIA)





De: Christian Harlow Enviado: 27/09/2015 19.29
Para: Paula Chaves
Asunto: Espero que estés teniendo un buen domingo


Sé que no es una hora correcta y espero no interrumpirte en domingo.
Sólo quería saludarte.


Chistian Harlow
Asesor Ejecutivo de Silver Grant y Asociados


Con los ojos fijos en la pantalla del ordenador, releo el mensaje una docena de veces sin saber qué decir. Tengo clarísimo lo que haría la Paula de antes: se levantaría y daría saltitos por todo el salón con una sonrisa de oreja de oreja. 


La Paula de ahora se siente lejos de todo lo que era antes… de Christian. Ya no soy la misma.


Cierro el ordenador de golpe y me meto en la cama. Ahora mismo sólo quiero dormirme y dejar de pensar hasta mañana.


Apago la alarma de un manotazo y me acurruco en el lado opuesto de la cama. Es la solución universal para huir del despertador, sobre todo si es lunes y es demasiado temprano. Sin embargo, en cuanto recuerdo que hoy llegarán los archivos que pedí sobre otras inversiones de Foster, me levanto de un salto.


Me meto en la ducha y me preparo para trabajar en tiempo récord. Quiero llegar a la oficina lo más rápido posible.


Me compro un café para llevar cerca de la boca de metro de Canal Street y un pretzel en un puesto a unos metros del Federal Hall. Desayuno exprés. Saludo a Carrie y le pregunto si ya ha llegado el mensajero. Tuerzo el gesto cuando me dice que no y, tras coger los mensajes que me tiende, me encamino a mi despacho.


Me paso una hora dando paseos por el departamento esperando el paquete. El señor Sutherland llama un par de veces, pero le pido a Scott que le diga que estoy en una reunión. No le sorprende.


Conoce a nuestro jefe y sabe lo pesado que puede llegar a ser, sobre todo con temas que sólo atañen a este departamento por los favores que le ha prometido a uno u otro amigo.


—¿Quién firma? —pregunta una voz desde la puerta.


Alzo la cabeza y salgo disparada hacia él. Es Cameron, el mensajero del registro central. Firmo en el recibo que me tiende en una bandeja de plástico y prácticamente le arranco la gruesa carpeta de las manos.


Estoy a punto de entrar en mi despacho cuando el señor Sutherland entra en el departamento como un ciclón. Inmediatamente repara en mí y camina decidido en mi dirección. Está más enfadado de lo que nunca le había visto.


—Con que en una reunión —murmura entre dientes al pasar junto a mí—. A tu despacho, ya.


Miro a mi alrededor y me encuentro con las miradas confusas de todos los empleados excepto uno, Luciano. Trata de sonreír para infundirme valor, pero no le sale demasiado bien. ¿Sabrá por qué he ocultado el desfalco de Foster? ¿Por qué estoy protegiendo a Pedro?


—¿Qué está pasando con Benjamin Foster? —me pregunta el señor Sutherland en cuanto cierro la puerta de mi oficina.


—No pasa nada con Benjamin Foster —respondo automática.


No quiero mentir, pero no puedo tirar a Pedro a los leones. 


Sencillamente no puedo.


Mi jefe frunce los labios y se desabrocha acelerado los dos botones de su chaqueta.


—Las inversiones de Foster pasan a revisión y son asignadas a un analista, pero, curiosamente, los datos de conclusión no se meten en el ordenador y paralelamente tú pides media docena de informes sobre él a los archivos centrales. No te lo voy a volver a repetir —sentencia endureciendo su voz—. ¿Qué está pasando?


Trata de intimidarme, pero no lo consigue y ni siquiera sé cómo pasa.


—Estudiamos a Foster, pero no hubo nada concluyente.


 Seguimos con el análisis.


—¡Eso son patrañas! Te he visto trabajar. Este departamento saca al día más de doscientas revisiones.


Aprieto los dientes. Quiero decirle que sólo se molesta en conocer esos datos para poder presumir de ellos delante del alcalde o el gobernador. No tiene ni idea del trabajo real de esta oficina.


—A finales de año me presento a la reelección, Paula. 
¿Sabes lo que significa eso?


Que quiere aparentar una neutralidad que no tiene.


—¿Sabes cómo quedaría si la prensa llegase a enterarse de que ciertas personas reciben un trato de favor por parte de esta oficina?


Cabeceo a la vez que resoplo. Por el amor de Dios, suena incluso indignado. ¿Cómo se puede ser tan hipócrita?


—Señor Sutherland, con todos mis respetos, este departamento le ha hecho favores a sus compromisos políticos, a miembros de su hermandad universitaria, incluso a sus compañeros de golf. No le estoy pidiendo que pase por alto los delitos de Benjamin Foster. Si los ha cometido, yo misma los denunciaré. —Trago saliva. Sólo con decirlo en voz alta, el estómago me da un vuelco—. Sólo le estoy pidiendo un poco más de tiempo.


Él me observa un segundo.


—Pues no lo tienes —sentencia sin asomo de dudas—. Hoy mismo quiero que empieces los trámites de denuncia contra Alfonso, Fitzgerald y Brent.


—No.


No puedo hacerlo y mucho menos voy a hacerlo cuando existe la posibilidad, por pequeña que sea, de que Pedro sea inocente.


—¿Ésa es tu última palabra?


Sé por qué me lo pregunta. El sistema garantista y arcaico del que siempre me quejo hace totalmente imposible que él pueda denunciarlo directamente. Por primera vez me alegro de que la junta directiva no me dejara hacer ningún cambio.


—Sí. —No vacilo, no hay dudas.


—Tú lo has querido, Paula.


El señor Sutherland se marcha de mi despacho cerrando con un sonoro portazo. Yo dejo escapar todo el aire de mi cuerpo y me derrumbo sobre la silla a la vez que me llevo las palmas de las manos a los ojos.


Acabo de arriesgarlo todo por Pedro.


Respiro hondo y busco desesperadamente mi yo práctico. Necesito aferrarme a él. Me levanto de un salto y abro con manos aceleradas la carpeta con los dosieres de Foster. Lo reviso todo rápido, veloz.


—Vamos, vamos, vamos —murmuro pasando las páginas.


Tiene que haber algo, lo que sea, una pista, un indicio, que demuestre que Pedro no tuvo nada que ver.


Reviso una carpeta.


Otra.


Otra.


Otra.


—Joder —pronuncio desesperada, cerrando el último dosier y lanzándolo sobre mi escritorio.


No hay nada.


Descuelgo el teléfono de mi mesa y, temblorosa, marco el número de Pedro. Quizá él tenga una explicación. Espero largos minutos, pero no lo coge. Pruebo otra vez. Ahora más que nunca necesito hablar con él y no es sólo para que me diga alguna impertinencia, como que me he equivocado sumando y él es completamente inocente; nunca pensé que tendría tantas ganas de oír algo así, necesito oír su voz… Necesito sentirlo de alguna manera, pero no lo coge.


Alzo la cabeza y con la respiración trabajosa pierdo mi mirada vidriosa en la ventana. Ya ha anochecido y la luz artificial de los rascacielos infinitos compite con la de la luna nueva. ¿Qué voy a hacer ahora? Ya no hay más papeles que estudiar. No hay más trabajo que hacer. Todas las pruebas apuntan a Pedro. Una lágrima cae por mi mejilla.


Recuerdo todo lo que pasó ayer y es más que probable que ahora sea él quien quiera poner distancia entre nosotros. Un sollozo se escapa de mis labios. Cabeceo. No quiero llorar. 


No sé cómo sentirme. No puedo sentir nada por Pedro. No puedo permitírmelo. Respiro hondo tratando de tranquilizarme, pero es inútil. Mi mente está enmarañada, llena de preguntas que no puedo contestar: ¿qué siento por él?, ¿por qué lo estoy salvando a pesar de todo?, ¿por qué lo necesito a pesar de todo? Pedro no es bueno para mí. 


Necesitarlo, Dios mío, quererle, no es algo bueno para mí.


La impresora multifunción comienza a sonar sacándome de mis pensamientos. Me seco las lágrimas con el reverso de los dedos y me acerco hasta el pequeño mueble. Frunzo el ceño cuando veo un fax imprimiéndose, aunque una parte de mí ya sabe quién lo envía. Agarro el borde de la hoja en cuanto la máquina la deja caer. Es un documento oficial informándome de que el señor Sutherland, y por ende la Oficina del ejercicio bursátil y la Conserjería de Economía, ha decidido retirar su ayuda de mi proyecto. Alega diferencias irreconciliables con la organización.


Resoplo y vuelvo a contener el aluvión de lágrimas que me quema detrás de los ojos. Era obvio que pasaría esto.


Recojo mi bolso y salgo de la oficina.


—Paula, ¿está bien? —me pregunta Luciano levantándose al verme.


Asiento y fuerzo una sonrisa que no me llega a los ojos. Es el único que queda trabajando en todo el departamento.


—Deberías marcharte a casa —le digo a unos pasos de la puerta—. Es tardísimo.


Él me observa lleno de una dulce condescendencia, como si supiese exactamente lo que he hecho y cuánto me he equivocado. Sé que quiere decirme algo, preocuparse por mí, pero, si me siento y le cuento mis problemas, romperé a llorar. Sólo quiero llegar a casa.


Paro un taxi y le doy mi dirección. Rezo para que no tarde mucho y afortunadamente tengo suerte.


Tengo las manos agarrotadas cuando saco un billete de veinte para pagar la carrera.


Sólo necesito aguantar un poco más. Sólo un poco más.


Ya en el portal, todo me da vueltas. El corazón me late demasiado de prisa. Subo las escaleras. Me falta el aire. Los sonidos a mi alrededor se desvanecen.


Todo mi cuerpo se tensa.


Todo vuelve a estar tranquilo.





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