jueves, 13 de julio de 2017

CAPITULO 34 (SEGUNDA HISTORIA)





Abro los ojos a las siete de la mañana y esta vez no es culpa del despertador. Estuvimos en la fiesta de Teo hasta la madrugada, y, cuando por fin decidimos volver al apartamento y meternos en la cama, no conseguí pegar ojo. 


No dejo de pensar en Pedro y en las inversiones de Foster y, sobre todo, no dejo de pensar en Pedro, en Christian y en mí. Toda esta situación se me está yendo de las manos.


No quiero despertar a las chicas, así que me visto en el más absoluto silencio, me aseguro de que lo llevo todo en el bolso y salgo del apartamento. No quiero volver al mío, ni tampoco a la oficina.


Por suerte estoy en el campus y, a pesar de ser domingo, hay tres bibliotecas abiertas.


Me compro un café para llevar y vuelvo a encerrarme con todos los archivos de Foster. No sé qué espero encontrar que no haya encontrado ya, pero no puedo quedarme de brazos cruzados.


A eso de las diez, mi móvil comienza a vibrar sobre la enorme mesa de madera. Una chica a unas sillas de distancia me mira mal, pero no me afecta. Actualmente tengo una vida demasiado complicada como para que unos ojos acusatorios me hagan sentir culpable.


—Hola, Elisa —contesto saliendo al pasillo principal.


—Hola, tesoro. Te llamaba para saber si tienes planes para hoy.


Pensaba quedarme en la biblioteca hasta que cerrasen, quizá parar para comer algo y mordisquear el capuchón de mi bolígrafo con la mirada perdida mientras me autocompadezco cada diez o quince minutos. En definitiva, el plan que toda madre, biológica o no, quiere escuchar para su hija.


—No tengo nada en mente —respondo al fin.


—Perfecto, porque me apetece muchísimo que vayamos al club de campo a comer. Ya tengo a Ernesto convencido —se vanagloria.


Sonrío. A Ernesto nunca le ha gustado ir al club de campo los domingos. Mantiene, con muchísima razón, que no quiere tener que verle la cara a todos los ejecutivos con los que se pelea a diario, ni siquiera con los que se lleva bien.


Yo, por mi parte, sopeso la idea. Estar con Elisa y con Ernesto, una comida deliciosa, aprovechar los últimos días de sol… 


Miro la puerta por la que acabo de salir. He repasado esos archivos un millón de veces. Ya no tengo nada que hacer con ellos. No voy a sacar más información de la que hay.


Respiro hondo.


—Cuenta conmigo.


—Pasaremos a buscarte en dos horas. Adiós, tesoro.


Recojo mis cosas y voy en taxi a mi apartamento. Necesito darme una ducha y cambiarme de ropa. Cuando atravieso mi portal y subo hasta mi rellano, temo encontrarme a Pedro esperando en mi puerta, pero casi inmediatamente cabeceo y me pongo los ojos en blanco. Pedro Alfonso no es de la clase de hombres que te espera en la puerta. Él te da una oportunidad y, si la pierdes, pasa a la siguiente chica que hace cola a sus pies para hacer absolutamente todo lo que él desee. Cabeceo de nuevo. Esa idea me ha gustado todavía menos. Pero ¿y si es lo que ha ocurrido? ¿Y si he sido una estúpida marchándome a casa de Sofia cuando él ha pasado toda la noche en el Archetype con Natalie, por ejemplo?


Meto y giro la llave en la cerradura malhumorada y cierro de un portazo. No quiero volver a pensar en Pedro en lo que queda de día, ni de mes, ni de año, ni de calendario solar.


Paula Chaves: 0; mente perversa que no pierde la oportunidad de imaginar a Pedro desnudo y a Pedro desnudo con otra mujer: 1.


Ernesto y Elisa me recogen puntuales y llegamos al club relativamente rápido. Estamos disfrutando del delicioso postre cuando veo a varios hombres con el mismo uniforme de polo que Pedro llevaba hace unos días cruzar la terraza de madera y dirigirse a las cuadras. Trago saliva instintivamente y todo mi cuerpo se tensa. ¿Estamos aquí porque hay partido de polo? ¿Pedro juega ese partido?


—¿Hoy hay partido de polo? —pregunto tratando de sonar indiferente, pero me atraganto con un trozo de la masa de galletas del fondo de la tarta y acabo tosiendo como una histérica.


«Eso es, Chaves. Tú siempre tan discreta.»


—Sí —responde Elisa, comiendo con mucha más elegancia que yo sus profiteroles de chocolate —. Empezará en unos minutos. Juegan Alejandro y Pedro.


No. No. No. Necesito pensar y ver a Pedro con el uniforme de polo no va a ayudarme en lo más mínimo.


Sin embargo, no tengo opción y, prácticamente unos pocos segundos después de que pregunte, Elisa me pide que nos levantemos y, mientras Ernesto saluda a unos clientes, las dos nos encaminamos hacia la enorme pérgola blanca que, como siempre, el club prepara para ver el polo.


—Sentémonos aquí, tesoro —me indica Elisa señalando una de las mesas de latón blanco.


Asiento y me acomodo a su lado. Un camarero llega prácticamente al mismo tiempo que nosotras y deja sobre la mesa dos limonadas con muchísimo hielo y unas hojas de hierbabuena. Si no tuviese los nervios burbujeando en la boca del estómago, sería una tarde de lo más agradable, como de novela de Scott Fitzgerald.


Los jugadores comienzan a salir y mis nervios se recrudecen. Me revuelvo incómoda en la silla y comienzo a golpear el césped rítmicamente con mis sandalias.


—¿Estás bien, tesoro? —pregunta Elisa.


Yo fuerzo una sonrisa y asiento.


—Sí, claro que sí. Me encanta el polo —añado estúpidamente nerviosa.


En ese momento Pedro aparece a galope de un precioso caballo marrón chocolate por el otro extremo del campo. 


Está sencillamente increíble, con sus deliciosos pantalones blancos, unas relucientes botas de montar y un polo azul marino cruzado por una raya diagonal blanca. Tiene el pelo castaño revuelto por la brisa y sus ojos verdes se distinguen intensos y salvajes incluso a esta distancia. Sus músculos se armonizan perfectamente cuando se alza sobre los estribos sin detenerse.


Si ahora mismo escuchara suspiros y desmayos entre las mujeres del público, lo entendería sin asomo de dudas.


Se detiene a unos metros de mí. Mira a su alrededor y, cuando nuestras miradas se encuentran, frunce el ceño. Está claro que no esperaba encontrarme aquí y no sé si le ha gustado hacerlo.


En ese momento Alejandro sale al campo y se acerca a nosotras trotando suavemente.


—Mamá ha conseguido convencerte —me dice socarrón.


Sus palabras me distraen, pero tardo un segundo más de lo estrictamente necesario en dejar de mirar a la tentación y centrarme en Ale.


Mi hermano frunce el ceño perspicaz y yo me bajo las gafas de sol que llevaba a modo de diadema para tener alguna defensa frente a esa mirada inquisitoria.


—Eso parece —respondo disimulando que mi cuerpo ahora mismo no es más que un saco de hormonas calientes gracias a Pedro.


Ale sonríe y caigo en la cuenta de que su polo no es azul sino rojo.


—¿Por qué Pedro y tú no jugáis en el mismo equipo?


—Porque es tan arrogante como parece —responde con una sonrisa maliciosa—, y en el polo lo es todavía más.


Ahora la que sonríe soy yo. No podría tener más razón.


—Diviértete, marinera —se despide.


—Lo mismo digo, capitán.


Levanta su mazo de polo y se aleja hablando con otro jugador.


El partido comienza pocos minutos después. Respiro hondo y me acomodo en la silla luchando por mantener mi libido a raya. Sofia llamó a Pedro empotrador salvaje y no lo había visto jugando.


Me estoy pensando seriamente hacerle fotos y enviárselas para que me dé su opinión de socióloga profesional. 


Probablemente sólo conseguiría que invirtiera todos sus ahorros en hacerse socia del club y no se perdería ni siquiera los entrenamientos. Desde luego, yo no la culparía. Para colmo de mis males, Pedro es increíblemente competitivo, pelea cada bola hasta el final y no le preocupa lo más mínimo tener un encontronazo con otro jugador, y eso sólo hace que su halo de puro atractivo brille todavía más.


Sin embargo, el primero en marcar un tanto es el equipo de Ale. Elisa y yo nos levantamos y aplaudimos la jugada.


—¡Genial! —grito cuando Alejandro pasa a mi lado.


—Os lo he dedicado —replica burlón.


Sonrío pero el gesto se borra de golpe de mis labios cuando, sin ningún motivo en especial, observo el resto del campo y mi mirada se encuentra con la de Pedro. Está furioso, y mucho.


En la siguiente jugada, una pelota queda dividida. Un jugador del equipo de Alejandro va a atraparla, pero, a falta de unos metros, Pedro aparece galopando a toda velocidad y se la roba. El primer jugador tiene que hacer relinchar el caballo y frenarlo justo a tiempo de no arrollar a Pedro, que ha caído del suyo. Literalmente ha puesto su integridad física en peligro con tal de conseguir la bola.


Elisa y yo nos levantamos de un salto. El primer jugador se aleja despacio y toma las riendas del caballo de Pedro. Él se levanta manchado de tierra y se sacude las manos. Suelto el aire de una bocanada y sólo entonces me doy cuenta de que había contenido la respiración hasta ver a Pedro sano y salvo. ¿Se ha vuelto loco? Es un partido amistoso, no la final de las Olimpiadas.


El árbitro corre hasta él y comienzan a hablar. Desde mi posición no puedo oír lo que dicen, pero, por los gestos de Pedro, por cómo se echa el pelo húmedo hacia atrás con la mano y el «joder» que pronuncia entre dientes, está claro que están teniendo una conversación de lo más acalorada.


El juez acaba expulsándolo y Pedro se marcha del campo con cara de pocos amigos.


Yo me cruzo de brazos en la silla y trato de ignorarlo; se ha ganado que lo expulsen, pero, por mucho que lo intento, mi atención está en las cuadras y no en el campo. Resoplo furiosa conmigo misma por no poder mantenerme alejada de él y, tras ponerle una excusa bastante pobre a Elisa, me dirijo disimuladamente a la zona de descanso de los caballos.


Cuando al fin llego, Pedro está junto a una cuadra individual. Tiene el pelo aún más alborotado, es obvio que ha debido de pasarse las manos por él una docena de veces, y está concentrado en quitarle la silla de montar a su caballo. Con su carácter casa perfectamente que no tenga buen perder e imagino que, que le quiten la posibilidad de jugar, es mucho peor.


—Hola —lo saludo tratando de que mi voz suene lo más amable posible—. ¿Estás bien?


Pedro alza sus ojos verdes, me observa de arriba abajo y vuelve a concentrase en su animal. Le quita la silla, la deja sobre una grupa de madera y lo mueve hasta el bebedero.


—Siento que te hayan expulsado.


Sigue en silencio.


—Sólo quería ver si estabas bien.


Exhala brusco todo el aire de sus pulmones y niega una sola vez, como si algo le enfadara muchísimo por dentro.


—Y a ti qué te importa —gruñe.


Esto es sencillamente increíble. Soy una estúpida por venir hasta aquí y preocuparme por él.


—Vete a la mierda, Pedro —siseo girando sobre mis pasos.


—Tú y yo no somos amigos —dice cuando estoy a punto de salir del establo.


Río entre dientes.


—Y ni siquiera nos caemos bien —añado girándome—. ¿Vas a recordarme alguna otra cosa que tenga clarísima? —concluyo mordaz.


¿Qué demonios le pasa?


Los dos nos quedamos en silencio durante unos segundos. 


Finalmente Pedro se humedece el labio inferior y suelta las riendas del caballo.


—¿Dónde coño estabas, Paula? —inquiere acercándose a mí.


La pregunta me pilla fuera de juego. Su mirada sigue siendo igual de fría, igual de exigente, pero al mismo tiempo parece preocupado, desconcertado. Una parte de mí tiene clarísimo que es porque quiso la muñequita y no la encontró. La otra empieza a dudar de que fuera sólo por eso. Y las dos me dan un miedo terrible.


—Necesitaba pensar —me explico en un suave murmuro—. ¿Tú nunca necesitas pensar?


—Eso no es asunto tuyo.


¿Cómo puede decir algo así?


—Maldita sea, Pedro. Sí lo es —protesto—. Esto nos incumbe a los dos.


—Basta —masculla entre dientes—. No hay ningún «esto».


Sé que está furioso, pero yo también. No puede escudarse siempre en los «no es asunto tuyo». Las cosas ya son demasiado complicadas.


—¿Fuiste a buscarme a mi apartamento?


—Paula —me reprende.


Pedro, por favor —prácticamente le suplico.


Necesito saberlo.


—Sí, fui porque quería castigarte —responde furioso, dando un amenazador paso hacia mí—. No puedes desaparecer sin más, joder.


—Tenía que hacerlo —trato de hacerle entender.


—¡Yo no necesitaba a nadie, Paula!


Su frase cae entre los dos y vuelve a silenciarnos, pero Pedro rápidamente se pasa la mano por el pelo y da los primeros pasos hacia atrás para terminar girándose y regresando a las cuadras.


—Márchate, Paula.


Yo abro la boca dispuesta a decir algo, pero no sé el qué. Su confesión me ha removido por dentro de más maneras de las que puedo siquiera explicar. ¿Siente algo por mí? ¿Me necesita? ¿Lo necesito yo? Lo observo detenerse de nuevo junto a su caballo y, bajo toda la confusión, comienzo a sentirme muy culpable. No quiero que piense que simplemente fue un capricho.


—Tenía mis motivos —trato de explicarme.


Pedro no contesta, ni siquiera me mira, y algo dentro de mí estalla. Siento que lo haya pasado mal, pero no me merezco que me trate así.


—¿Tanto te molestó haber tenido que ir a buscarme? —le pregunto furiosa caminando hacia él.


Otra vez silencio.


—¿Tanto te molestó haberte preocupado por alguien? —alzo la voz. No es justo. ¡No es nada justo!—. ¡¿Tan duro fue?!


—¡Basta! —me interrumpe.


Al fin alza la cabeza y nuestras miradas se encuentran. La suya por primera vez no es impenetrable y una decena de emociones asoman en ella. Está furioso, frustrado, dolido. Cada una de ellas me desarma un poco más, pero yo también me siento exactamente así. Me ha puesto entre la espada y la pared en el trabajo. Me ha puesto entre la espada y la pared en mi vida. Yo tampoco quiero necesitarlo.


Giro sobre mis pies y salgo de las cuadras antes de que ninguno de los dos diga nada más.


Ya no me apetece seguir viendo el partido y regreso al edificio principal. Paseo por la planta baja tratando de ordenar un poco mis ideas, dándole vueltas a todo por millonésima vez en lo que va de día.


Me topo de frente con un mesa redonda llena de fruta perfectamente lavada y cortada y decenas de botellas de Evian. El club debe de haber preparado un pequeño refrigerio para los espectadores del partido. Dios no quiera que a una rica riquísima de Glen Cove le dé un rayo de sol de más y acabé deshidratada. Una sonrisilla de malicia se me escapa ante mi propia broma y cojo un par de cerezas.


No les he dado el primer bocado cuando una mano me agarra con fuerza de la muñeca y tira de mí hasta meterme en la habitación contigua. Es Pedro. Sé que es Pedro.


Me zafo de un tirón y miro a mi alrededor desorientada. 


Estoy en los vestuarios masculinos.


—¿Qué haces? —me quejo.


Pedro no responde. Me toma de las caderas y me lleva contra la pared dejando que sus ojos verdes, toda su arrogancia y su magnetismo me envuelvan. Un suspiro se escapa de mis labios y él me estrecha contra su cuerpo un poco más. Esto se le da demasiado bien. No tengo ninguna posibilidad, pero inmediatamente mi sentido común me recuerda que me está tratando como a una muñequita, algo que mueve a su antojo, exactamente como quiere y donde quiere.


Lo aparto de un empujón y le doy una bofetada.


Pedro se lleva la mano a la mejilla y gira la cara despacio. Es la misma actitud desafiante que tuvo la primera vez que lo abofeteé y, como entonces, me deja claro con su cara de perdonavidas que sólo llegaré donde él me permita llegar.


—No soy tu muñequita —siseo manteniéndole la mirada.


Da un paso hacia mí, yo lo doy hacia atrás y vuelve a acorralarme contra la pared.


—Sí lo eres —ruge—. Siempre.


Yo quiero protestar, decirle que se aparte, gritarle que jamás habrá un «siempre» entre nosotros, pero nuestros cuerpos se acoplan demasiado bien. Es mi bendición y mi castigo. Le empujo y alzo la mano dispuesta a abofetearlo otra vez, pero Pedro la atrapa antes de que pueda rozarle y la retiene con la suya contra los inmaculados azulejos. Hace lo mismo con mi otra muñeca y acabo inmovilizada con mis dos manos sujetas por encima de la cabeza por una de las suyas.


Jadeando en contra de mi voluntad, excitada en contra de mi voluntad, deseándolo, como siempre, en contra de mi voluntad.


Su mano se pierde bajo la falda de vuelo de mi vestido. Se deshace de mis bragas con un brusco tirón, libera su erección y me embiste sin piedad.


Joder, todo se llena de placer.


No quiero querer esto, pero mi cuerpo lo necesita como si fuese su único alimento.


Pedro se detiene dentro de mí. Me quita las cerezas de la mano y, sonriéndome sexy y con malicia, coloca el extremo de la pequeña ramita que une los dos frutos entre mis labios.


—Si se te caen —me amenaza en un susurro con su voz más ronca, más sensual, más salvaje, más todo—, no dejaré que te corras.


¡¿Qué?!


Todo da vueltas y la excitación caliente, húmeda y rápida se multiplica por mil. Agarro la ramita entre los labios y Pedro me embiste. Una sola vez. Deslizándome por la pared, haciéndome sentir toda su increíble longitud. Éste es su maldito castigo por haber desaparecido dos días, porque es imposible que te follen de verdad, no gemir y no morir en el intento.


Comienza a moverse sin piedad, brusco, consiguiendo que un delirante placer me recorra de pies a cabeza. Yo sostengo la ramita, haciendo un titánico esfuerzo por no emitir ningún sonido. Si separo los labios, las cerezas se caerán y él cumplirá su amenaza. Es lo suficientemente malnacido como para dejarme a medias.


Voy a gritar. Quiero gritar. ¡Necesito gritar!


Sus ojos verdes me miran satisfechos y arrogantes mientras mi cuerpo se estira, se arquea y se tensa deslizándose arriba y abajo por la pared.


Ancla su mano en los azulejos. Cierro los ojos. Me embiste más fuerte.


Dios.


Dios.


¡Dios! ¡No puedo más!


Pedro se detiene quedándose dentro de mí. Abro los ojos confusa y los suyos me están esperando. Mi pecho se hincha y se desinfla preso de mi respiración más convulsa. Con una sonrisa llena de alevosía, Pedro libera mis manos, baja despacio la suya y con dos dedos deja caer las cerezas al suelo ante mi atónita mirada.


—Será que no quiero que te corras —dice sin más.


Suspiro absolutamente escandalizada. ¡Es un malnacido!


Pedro sonríe satisfecho por haber provocado en mí exactamente lo que quería. Sale de mi cuerpo y se aleja unos pasos mientras vuelve a guardarse la polla aún dura en sus pantalones de polo y recoge mis bragas deshechas del suelo.


—Piénsatelo mejor la próxima vez que decidas animar a Alejandro —me advierte arisco, caminando hasta su taquilla.


¡No puede ser verdad! Me pongo bien el vestido y me separo de la pared.


—¿Te has enfadado porque animé a Ale? —inquiero atónita.


He formulado la pregunta, pero algo dentro de mí no para de gritarme que no sea estúpida, que no me quede sólo en lo que él quiere que vea.


—Me importa una mierda a quién animes, Paula —responde abriendo la pequeña puerta metálica, lanzando mis bragas en ella y de alguna forma dándome la razón.


Pedro se gira, se lleva las manos a la espalda por encima de los hombros y se quita la camiseta.


La tela deja al descubierto ese torso perfecto e, involuntariamente, me distraigo con cada centímetro.


Deberían prohibirle desnudarse.


—Pero animarlo no me da derecho a correrme —replico impertinente reconduciendo la conversación, cruzándome de brazos llena de una dignidad ensordecedora, sobre todo teniendo en cuenta que no llevo bragas.


—No te da derecho a ir en el equipo ganador —responde cerrando la taquilla de golpe y caminando hacia mí—. Y ahora mueve el culo y sal de aquí —dice muy malhumorado, pasando a mi lado y dirigiéndose a las duchas—. Los otros jugadores están a punto de llegar.


¡Estoy furiosa! ¡No puede tratarme siempre como le dé la gana!


—A lo mejor alguno de ellos me deja jugar en el equipo ganador. —Mi voz suena insolente; mejor, es un desafío en toda regla.


En un microsegundo su mirada cambia y se recrudece hasta un límite insospechado. Camina hasta mí con paso decidido y, sin decir una palabra, me carga sobre su hombro.


—¡Pedro! —grito, pero no le pido que me suelte. No quiero. Estoy demasiado excitada desde las malditas cerezas.


Me deja de pie en una de las duchas y cierra la puerta de metacrilato blanco. Abre el grifo sin ninguna contemplación y el agua nos empapa al instante. Grito por la sorpresa. Está helada, aunque rápidamente se vuelve tibia y después caliente.


Pedro se desabrocha los pantalones, libera de nuevo su increíble polla y, sin mediar palabra, me embiste levantándome a pulso contra la pared húmeda y resbaladiza. Está más que enfadado, está verdaderamente furioso… está celoso, como yo lo estoy cada día. ¿En qué lío nos estamos metiendo?


Ya no utilizo el singular porque es más que obvio que lo estamos haciendo los dos. Toda esta locura va a acabar destrozándonos.


Quiero hablar. Quiero decir lo que mi sentido común me implora que diga, pero no puedo… sus embestidas son perfectas, deliciosas, y una a una me empujan exactamente donde mi cuerpo y mi corazón se mueren por estar acallando todas las alarmas.


Oímos la puerta abrirse y un murmullo grueso y escandaloso toma el ambiente. El partido debe de haber acabado. 


Pedro me dedica una media sonrisa dura y sexy y me embiste con fuerza, profundo, una vez más, quedándose dentro de mí.


Me muerdo el labio para contener un gemido y la rabia y la arrogancia brilla con fuerza en sus ojos verdes.


—Ahora vas a tener que estarte muy calladita si no quieres que alguno de esos tíos abra la puerta y nos descubra —me amenaza.


—También te descubrirían a ti —murmuro con la voz jadeante.


—Yo quedaría como el rey del mambo follándome a una chica en las duchas. De la chica, no sé si dirían lo mismo.


—Eso sólo es porquería machista —me quejo.


—Vivimos en un mundo machista —replica embistiéndome de nuevo una sola vez.


¡Dios!


Me muerdo el labio con más fuerza. Su brazo anclado en la pared se tensa soportando todo el peso de su movimiento.


Ha sido realmente increíble.


—Alejandro también está ahí fuera —susurro entre jadeos a punto de cerrar los ojos y simplemente dejar de protestar.


—¿Sabes? —contraataca arisco—. Cada vez me importa menos que Alejandro nos descubra.


¿Se ha vuelto completamente loco?


Sin embargo, otra vez no tengo opción. Pedro comienza a moverse otra vez duro, implacable, y mis reticencias poco a poco van disolviéndose en lo bien que se mueve y en lo bien que sienta.


Mi cuerpo se arquea contra la pared buscando el contacto con el suyo, disfrutando de él.


Suenan puertas, taquillas, risas, voces, pero nosotros estamos en otra realidad, en otro mundo. No tengo ninguna posibilidad de escapar del placer que Pedro crea para mí... sintiendo cada embestida, cada mordisco, sus labios en todo mi cuerpo, sintiendo todo lo que él quiera darme.


Sus dos manos se anclan en mi culo y aprietan con fuerza. 


Escondo mi cara en su cuello. Se mueve aún más rápido.


Todo mi cuerpo se arquea de nuevo.


Llevo mi cabeza con fuerza hasta la pared.


Ya no pertenezco a esta ducha, a este baño, a este universo.


El placer lo arrasa todo y alcanzo un orgasmo de película.


Pedro ralentiza sus movimientos hasta detenerse y se separa lo suficiente como para atrapar mi aturdida mirada.


—Te has corrido —susurra admirado.


Al principio no entiendo sus palabras, pero no tardo en darme cuenta de que éste era su castigo.


Follarme en un sitio donde podrían descubrirnos, ser tan brusco conmigo que no consiguiese correrme. Lo que no sabe es que a veces creo que podría hacerlo aunque ni siquiera me tocase.


—Podría hacerlo sólo con la manera en la que me miras —musito.


—Joder —ruge.


No dice nada más y comienza a moverse de nuevo. Sus manos, sus labios, sus embestidas se sincronizan y su cuerpo llama a gritos al mío. Mis piernas se encaraman con más fuerza a su cintura.


Su contacto se hace más posesivo.


Pedro se inclina y su mano sube por mi costado hasta perderse en mi cuello. Otra vez busca su boca con la mía y otra vez se detiene en el último microsegundo. Se separa, resopla entre dientes y vuelve a acercarse a mí. Entreabro los labios desesperada por sentirlo, pero se detiene de nuevo. No puedo más. Y levanto la cabeza en busca de su boca. Pedro hace su mano más posesiva en mi cuello y me frena, devolviéndome a la pared y siguiéndome en el movimiento hasta que apoya su frente en la mía, deteniéndose dentro de mí, llenándome por completo.


—No —murmura con la voz segura pero entrecortada por su respiración acelerada.


Sin embargo, cuando abro los ojos me doy cuenta de que él los tiene cerrados, de que su cuerpo está tenso más allá del sexo, y entonces comprendo que ése «no» no era para mí.


Pedro abre los ojos en ese preciso instante y nuestras miradas se encuentran. Toda esta locura es mayor y más intensa de lo que creía y nos ha envuelto a los dos. Yo puedo leerlo en sus ojos, como estoy segura de que él puede leerlo en los míos.


Pedro —murmuro.


Pero él no me da opción a decir nada y comienza a moverse otra vez aún más fuerte, aún más rápido, aún más duro.


El placer. El deseo. La excitación. Todo crece. Aumenta. Estalla. Lo domina todo.


¡Joder!


Mi cuerpo explota y se convulsiona con la corriente eléctrica de un segundo orgasmo sencillamente maravilloso. Pedro sigue moviéndose y dos embestidas después se pierde en mi interior reavivando mi piel en llamas.


No nos deja tiempo para pensar qué hemos hecho ni cómo lo hemos hecho. Ha sido algo diferente y los dos lo sabemos, aunque no vaya a concedernos la posibilidad de hablar de ello.


Sale de mí y mi cuerpo se estremece. Me baja despacio hasta que mis sandalias tocan el suelo y se aleja un par de pasos. Se quita los pantalones y, como si nada hubiese ocurrido, comienza a ducharse.


Yo lo observo sin entender qué quiere que haga. En un par de minutos cierra el grifo y se envuelve una toalla blanca a la cintura. Se pasa las dos manos por el pelo húmedo y da el paso definitivo hacia la puerta.


—Yo no puedo salir ahí —trato de hacerle entender—. Todos van a verme.


El murmullo aún es fuerte, debe de haber al menos una veintena de personas y Alejandro probablemente esté entre ellas.


Pedro me observa unos segundos. Sus ojos han vuelto a llenarse con su frialdad habitual y otra vez parecen inalcanzables. Otra vez él parece inalcanzable. Y, sin decir una sola palabra, sale de la ducha cerrando tras de sí.


Yo observo la puerta de metacrilato cerrada mientras una lágrima cae por mi mejilla. ¿Tan poco le importo? Me dejo caer en una esquina de la ducha y mi vestido se pega aún más a mi cuerpo, recordándome el agua que hace un par de minutos caía sobre él, el cuerpo de Pedro contra él.


Suspiro con fuerza y me tapo la boca con la palma de la mano para amortiguar mis sollozos. No le importo absolutamente nada. La cabeza me va a mil kilómetros por hora y el corazón me martillea con tanta fuerza que creo que va a escapárseme por la garganta en cualquier momento.


Los jugadores poco a poco van marchándose y cada vez percibo menos voces en los vestuarios.


Suspiro aliviada cuando ya no queda ninguna. Estoy a punto de levantarme y salir cuando vuelvo a oír la puerta. Alguien ha entrado. Un pequeño y metálico sonido inunda el ambiente y comprendo que ha echado el pestillo. Frunzo el ceño, pero toda la confusión se traduce en nerviosismo cuando oigo pasos acercándose. La puerta se abre. 


Contengo el aliento… y Pedro aparece al otro lado.


Ya no hay rastro del uniforme de polo y luce un espectacular traje negro con la camisa también negra.


Por un momento sólo nos miramos a los ojos. Los suyos me recorren entera como cada vez que nos encontramos, pero por un momento también el alivio brilla en el fondo de ellos. 


Se merece que me levante, vaya hasta él, lo abofetee y nunca más vuelva a mirarlo a la cara. Se merece todo eso y más, pero yo soy tan estúpida de estar aquí mirándolo porque no entiendo lo que tenemos y ahora mismo me da pánico que se termine.


Pedro camina hasta mí sin liberar mis ojos vidriosos, desliza sus manos bajo mis rodillas y mi espalda y me saca en brazos de la ducha. Yo rodeo su cuello con mis manos y escondo mi cara en él.


Me deja sobre el enorme banco de madera en el centro de los vestuarios. Me quita los zapatos.


Agarra con suavidad el bajo de mi vestido mojado y me lo saca por la cabeza. Se deshace de mi sujetador y me quedo desnuda frente a él. Sin embargo, los dos sabemos que no es algo sensual, es algo mucho más íntimo, está cuidando de mí, está preocupándose por mí. Me envuelve con una toalla blanca de algodón y me seca paciente. Sus manos y la suave tela me dan toda la calidez que perdí en la ducha.


Saca un uniforme de polo limpio de una bolsa de papel a mi lado, no había reparado antes en ella, y con la misma paciencia y cuidado comienza a vestirme. Podría decirle que parase, que puedo hacerlo sola, pero no quiero romper este momento por nada del mundo. Por primera vez tengo la sensación de que está dejando de ser tan hermético, tan impenetrable, por primera vez me está dejando creer que significo algo más para él.


Pedro se acuclilla frente a mí y me pone una de las botas de montar.


—¿Por qué haces esto? —murmuro.


—Porque no pienso permitir que ningún otro hombre cuide de ti —sentencia con su voz más ronca, más salvaje.


—¿Ni siquiera si eres tú quien me ha hecho daño? —pregunto mientras me calza el otro pie.


Nuestras miradas vuelven a encontrarse. No he ocultado el dolor que siento en mi voz y sé que él lo ha notado.


—Sobre todo si es así, Paula.


Pedro se incorpora y me tiende la mano sin liberar mi mirada. Yo alzo la mía despacio y contengo un suspiro cuando, ya de pie, entrelaza nuestros dedos. Todo se está complicando demasiado, pero renunciar a lo que tenemos, sea lo que sea, ni siquiera es una opción.



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