jueves, 20 de julio de 2017
CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)
Antes de buscar mi nuevo despacho, voy al de Horacio. La irrupción de Pedro Alfonso no ha podido sentarle bien.
Maldita sea, Hernan llegó al centro de Manhattan a mediados de los setenta, cuando aquí sólo había prostitución y microdelincuencia, y levantó una empresa y, con ella, el Midtown de la ciudad.
Todos los riquísimos ejecutivos con despachos con vistas a Times Square deberían darle las gracias por lo que hizo.
—Mónica, ¿sabes dónde está el señor Cunningham? —pregunto a su secretaria al ver su puerta abierta de par en par y nadie en su oficina.
—El señor Cunningham se marchó hace unos minutos. Lo siento, Paula, pero no me ha dicho adónde iba.
Me muerdo el labio inferior, pensativa. No se lo merece. De repente estoy aún más enojada que antes.
Doy media vuelta y regresó prácticamente corriendo a la mesa de Amelia. Teniendo en cuenta la altura de los tacones que llevo, estoy muy orgullosa de no haber dado con mi culo en el suelo.
—Necesito toda la información que hayamos recibido sobre la firma que nos hace la auditoría y también sobre el posible comprador —pido casi en un susurro.
Esa mujer de cincuenta y tantos que vino con Alfonso, y que imagino que es su secretaria, está a unos metros de nosotras, hablando con una de las chicas de contabilidad.
—Dalo por hecho.
Asiento y me alejo sigilosa como un gato. Cada vez tengo más claro el malévolo plan.
Iris Woodson me recibe con una sonrisa —al fin y al cabo, su traslado a contabilidad supone un ascenso— y me explica que me ha dejado el cajón lleno de material de oficina. La observo mientras se marcha. Enciendo el ordenador y me siento a su mesa. No tengo un solo segundo que perder.
Amelia no tarda en llegar.
—Lo que tengo que decirte no va a gustarte —anuncia nada más entrar, cerrando la puerta del pequeño despacho a su paso.
Alzo la cabeza y la miro mitad expectante, mitad desesperada. Esa frase no puede ser el principio de nada bueno.
—Sólo he podido averiguar el nombre de la empresa que realiza la auditoría, Colton, Alfonso y Brent, y, gracias a un favor que me debía Scott, un antiguo ligue que trabaja en la Oficina del ejercicio bursátil, que está especializada en capitalización e inversiones de riesgo, aunque no es lo único que hacen.
Tuerzo el gesto otra vez e inmediatamente escribo el nombre de la compañía en Google. Un segundo después, frunzo el ceño, extrañada.
—¿Qué clase de empresa no tiene página web hoy en día?
—Una que gane tanto dinero que no lo necesite. Eso te lo aseguro —sentencia Amelia.
Cuadro los hombros, pensando el siguiente paso. No puede ser tan difícil descubrir algo más de ellos.
Además, ese nombre me suena muchísimo.
—¡Claudio! —digo al fin.
Amelia me mira como si me hubiese salido una segunda cabeza.
—Hace unas semanas, cuando fui a ver a Claudio, el hermano de Hernan —le explico, descolgando el teléfono y tratando de recordar el número del despacho de ese Cunningham—, me equivoqué de oficina y acabé en la de enfrente... y recuerdo haber leído un rótulo con el nombre de Colton, Alfonso y Brent.
—Ahora que lo mencionas, a mí también me suena muchísimo ese nombre —replica Amelia, llevándose la mano a la barbilla.
Aún no han descolgado cuando la puerta se abre y tres hombres, vestidos con tres uniformes idénticos de mantenimiento, entran seguidos de la secretaria de Alfonso.
—Buenos días, señorita Chaves.
Yo la miro sin saber qué contestar. ¿A qué viene esto?
Uno de los hombres me quita el teléfono de las manos, a pesar de mis protestas, sigue el cable y, de un acertado tirón, lo desconecta de la línea telefónica. Entorno los ojos, escandalizada, y, apoyando las palmas de las manos sobre la mesa, me levanto como un resorte.
—¿Qué creen que están haciendo? —gruño—. Me da igual cómo el señor Alfonso haya dado por hecho que son las cosas. Soy la vicepresidenta de Cunningham Media. No puede dejarme incomunicada sin más.
—El señor Alfonso considera que, dado el cargo que ocupa en esta compañía, es la persona más adecuada para ejercer como su asistente mientras dure la auditoría.
—¿Qué? —inquiero absolutamente atónita—. Por encima de mi cadáver —suelto en un bufido.
—Y dado que deberán estar en permanente contacto —continúa, ignorando por completo mis palabras —, el señor Alfonso ha pensado que necesitará uno de éstos.
Los hombres se retiran tan rápido como entraron. Ella, impecablemente ataviada con un traje chaqueta burdeos, señala algo en mi mesa y se marcha sin esperar respuesta.
Yo veo la expresión de America llena de incredulidad y de inmediato miro donde ella tiene clavada la vista. ¡Ha hecho que me instalen un maldito intercomunicador digital! ¡Yo no soy su secretaria!
—Está muerto —siseo, rodeando mi mesa, y salgo como un huracán de mi oficina.
Creo que nunca había estado tan cabreada y, sobre todo, nunca había sentido tantas ganas de recurrir a la violencia física con alguien. La puerta de su despacho, es decir, ¡¡el mío!!, está abierta; mejor. No pensaba llamar ni por todo el oro del mundo.
—No pienso ser tu asistente, ni tu secretaria, ni nada que des por hecho que voy a ser, Alfonso.
Él está apoyado, casi sentado, en el mueble bajo que recorre toda la pared bajo los ventanales. No levanta la vista de los papales que tiene en la mano, pero sé que me ha oído. Sus labios se han curvado, impertinentes, en una media sonrisa.
¿Por qué tengo la sensación de que he reaccionado exactamente como esperaba?
—¿Ya nos tuteamos? —pregunta burlón—. Eso me gusta, Chaves.
—No voy a dejar que hagas lo que te dé la gana —le advierto.
Sonríe otra vez.
—Tampoco es que puedas impedirlo —me reta arrogante, cerrando la carpeta y dejándola sobre el mueble, para a continuación cruzarse de brazos —, pero me muero de ganas de ver cómo lo intentas.
—¡Deja de comportarte como si todo esto te divirtiera!
¡No puedo más!
Sin embargo, ni siquiera parece escucharme. Alza la mirada y la pierde en el ventanal a su espalda, a la vez que se echa hacia atrás.
—¿Arriba hay otra planta? —pregunta, ignorándome por completo—. Ésta es la última, según los botones del ascensor.
—¿Qué? —inquiero, confusa.
¿A qué viene eso?
—Sí, tiene que haberla —se contesta a sí mismo, mientras se incorpora girándose y mira de nuevo por la ventana y seguidamente al techo—. Quiero verla.
Sin esperar respuesta, sale de mi despacho. Resoplo y lo sigo.
—¿Las escaleras? —demanda con una sonrisa enorme, deteniéndose frente a la mesa de Emily, una de las redactoras publicitarias.
Ella alza la cabeza y, al encontrarse con él, tartamudea un inicio de respuesta y acaba sonriendo nerviosa. Debe ser la historia de la vida de Pedro Alfonso. Él diciendo «salta» y todas las chicas a su alrededor preguntando «cómo de alto».
—Al fondo de la sala, junto al pasillo de los baños.
—Gracias, encanto.
Le sonríe de nuevo y Emily Hooks se queda al borde del desmayo. Seguro que siempre utiliza esa sonrisa para el mal.
«No lo dudes», conviene mi voz de la conciencia.
De prisa, atraviesa el espacio que le queda hasta la puerta que da a las escaleras y la cruza con largas zancadas y el paso seguro. Yo tengo que acelerar el ritmo para no perderlo de vista. Aun así, cuando piso el primer peldaño, él ya me saca dos tramos de ventaja.
—No hay nada, ni siquiera una triste mesa —trato de explicarle, mirando por el hueco de la escalera a la barandilla superior—. Además, no vas a poder entrar —continúo subiendo—, la última planta está clausurada.
Termino de pronunciar esas palabras a la vez que llego al último escalón, justo a tiempo de ver cómo Pedro Alfonso está tratando de forzar la pequeña cerradura de la puerta de metal que dejaron los obreros para indicar lo obvio: no se puede pasar.
—¿Tú nunca escuchas? —me quejo.
—Quiero ver lo que hay ahí detrás —responde descarado—, y siempre tengo todo lo que quiero.
—Eres un crío con un traje caro —replico.
Pedro me mira unos segundos y, finalmente, sonríe encantado por mi salida de tono. Mientras, yo me revuelvo discreta, pero muy incómoda. Por un momento el filtro entre mi boca y mi cerebro se ha evaporado. Es cierto que se comporta como un crío, pero decirlo implica entrar en un terreno personal, y yo soy una profesional. No me gusta mezclar ambas cosas.
Oigo un metálico «clic», y la puerta se abre frente a él. La sonrisa de Pedro se ensancha e inmediatamente echa a andar. Yo me cruzo de brazos, observándolo.
—Vamos, Chaves —me llama—. No seas cobarde.
Entorno los ojos.
—No soy ninguna cobarde —protesto, dando un paso hacia delante y cerrando los puños con fuerza junto a mis costados.
—Lo sé. Una chica cobarde jamás se pondría ese vestido.
¿A qué ha venido eso?
Sin dudarlo, salgo tras él.
—¿Qué tiene de malo mi vestido?
Es precioso. Me lo compré en Macy’s, en las rebajas de verano del año pasado.
Cuando llego hasta él, Pedro ya está esperándome. Me repasa de arriba abajo sin ningún disimulo y se detiene un segundo en mis labios antes de atrapar mis ojos marrones con los suyos azules. Es demasiado atractivo para tramar nada bueno.
—Es rojo —responde al fin, y algo me dice que su media sonrisa traviesa esconde mucho más.
—¿Y? —replico, confusa.
¿Cuál es el problema?
Pedro se mete las manos en los bolsillos. Esa pose, fingidamente desinteresada, debería volverlo más inofensivo, pero, de alguna manera, el efecto es exactamente el contrario, como si estuviese diciéndome «ven aquí y gánate mi desdeñoso interés».
—También es lo suficientemente ajustado como para insinuar sin que parezca que eso es lo que quieres.
Carraspeo y vuelvo a cruzarme de brazos, aunque rápidamente deshago el gesto. No quiero que piense que estoy a la defensiva. Mis movimientos no le pasan por alto y vuelve a sonreír de esa manera tan canalla.
—Sólo es un vestido bonito.
—Ninguna mujer diría que un vestido es sólo algo —objeta.
—Y tú pareces saber muy bien lo que cada vestido significa para cada chica.
Pedro vuelve a sonreír. ¿Alguna vez piensa dejar de hacerlo?
—Sé lo suficiente como para darme cuenta de que, ponerte vestidos elegantes y sofisticados, te hace sentir más segura de ti misma —afirma dando un peligroso paso hacia mí—. Pero no quieres que nadie piense que no eres profesional, y por eso no usas ninguna joya, sólo esa pequeña pulsera de platino en la muñeca derecha —continúa diciendo, sin levantar sus ojos de los míos, sin dudar de que esa pulsera es exactamente así y está justamente ahí.
De pronto el ínfimo y mal iluminado pasillo se hace aún más pequeño y aún más oscuro, pero mucho más apetecible.
¿Qué me pasa?
—El maquillaje suave, el escote sutil —su voz se agrava y reverbera ronca— y unos zapatos con los que apuesto a que te sientes victoriosa cada vez que das una carrera por Cunningham Media y no te caes.
Le mantengo la mirada. No sé a qué está jugando, pero, si cree que me conoce, está muy equivocado... aunque haya acertado de lleno con el vestido y con el maquillaje, y con los zapatos... ¡Maldita sea!
—Aún no me has dicho cómo sabes tanto de moda —suelto impertinente—. ¿Eres modista en tus ratos libres o te tiraste a una?
Pedro rompe a reír sincero y yo frunzo los labios, molesta.
Quiero enfadarlo como él me está enfadando a mí y no lo estoy consiguiendo.
Por sorpresa, me coge de la muñeca y tira de mí a la vez que camina unos pasos. Me agarra de las caderas, me levanta y me estrecha contra su cuerpo. No entiendo qué está haciendo, pero todo pasa tan rápido que no tengo tiempo de protestar. Su olor me sacude una vez más. Pedro Alfonso huele demasiado bien y el corazón ahora mismo me late demasiado de prisa. Mis Manolos tocan el suelo despacio y Pedro se separa de mí, regalándome una última sonrisa. Me siento como Barbra Streisand intentando no sucumbir a la sonrisa de Robert Redford en Tal como éramos. Cuando se aleja un paso más, mi cerebro vuelve, arrepentido por estas minivacaciones en villa Alfonso, y me doy cuenta de que me ha cogido para que pasáramos una gruesa cadena metálica de la que cuelga una señal de stop, la última advertencia de que no podemos estar aquí.
—Vamos a divertirnos mucho, Chaves —afirma, mientras echa a andar y sale del pasillo definitivamente.
Ya a solas, miro mi vestido, miro la cadena y finalmente miro el pasillo desierto. Welcome to New York, de Taylor Swift, suena de fondo, atenuada por la distancia que hay hasta la planta de abajo. Me obligo a parar con cualquier línea de pensamientos, cuadro los hombros y lo sigo hacia el interior.
—¿Eres hiperactivo o algo parecido? —farfullo.
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Ya me atrapó. Seguro que me divierto jajaja.
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