viernes, 28 de julio de 2017

CAPITULO 29 (TERCERA HISTORIA)




Casi había olvidado cómo es un maldito calabozo. A través de las rejas, miro al policía leer el periódico sobre su escritorio. Nunca entenderé por qué ponen al policía a punto de jubilarse, que hace años que decidió traerse dos tarteras en vez de una y la pistola, a defender los calabozos.


—Alfonso —me llama un segundo policía abriendo la celda—, sal. Han pagado tu fianza.


Me levanto malhumorado y abandono la celda. El policía me lleva, agarrándome del brazo, hasta la planta de arriba y no tardo en ver a Jeremias firmando unos papales en el mostrador de la comisaría del distrito centro sur. Cuando el agente me suelta a unos pasos de él, mi amigo alza la cabeza, me mira de abajo arriba y vuelve a prestar atención a los papeles que tiene delante.


—Te has ido a un bar, te has partido la cara con cuatro tíos y has acabado en comisaría —dice sin volver a mirarme—. Creía que ya teníamos superado esto.


Me encojo de hombros.


—No ha pasado nada —replico arisco.


—Seguro que no —contesta irónico—. Vámonos —añade dejando caer el boli sobre los documentos—. Damian nos está esperando fuera.No digo nada y lo sigo mientras cruzamos la comisaría hacia la calle. Todavía estoy demasiado enfadado. Normalmente, a estas alturas, después de semejante pelea, debería estar relajado, curándome las heridas en algún otro bar, bebiendo un Glenlivet y a punto de echar un polvo. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en presentarme en casa de Paula y asegurarme de que está bien. Soy plenamente consciente
de que eligió marcharse con él, pero, cada vez que recuerdo cómo lloraba, una corriente eléctrica sorda y desagradable me recorre la columna.


Damian está apoyado en uno de los coches aparcados en la acera frente a la entrada de la comisaría, con los brazos cruzados. Al verme salir, sonríe y se incorpora.


—¿Cuántos tíos han sido esta vez? —pregunta.


—Cuatro —responde Jeremias, bajando los escalones de piedra maciza— y tendrías que verlos. Parecen cuatro putos tanques.


—Ya sabes lo que dicen de los irlandeses —replica burlón, girándose y abriendo la puerta de atrás del Jaguar para que me monte—: que son muy peleones.


Me detengo a unos pasos. Jeremias rodea el vehículo y abre la puerta del copiloto. Damian me observa. Se fija en la camisa remangada y manchada de sangre, en la corbata metida de cualquier manera en mi bolsillo y en la sucia chaqueta que cuelga de mi antebrazo. También se fija en mi pómulo y mi mentón amoratados y en la pequeña brecha de la frente y, sobre todo, se fija en las ganas de pelea que todavía me llenan por dentro.


—¿Estás bien? —inquiere.


Yo me encojo de hombros, otra vez con las manos metidas en los bolsillos.


—No ha pasado nada.


Damian asiente y me hace un gesto con la cabeza para que entre en el coche. Lo hago y cierra tras de mí. Hace mucho que perdí la cuenta de cuántas veces Jeremias o Damian tuvieron que sacarme de comisaría, y hace aún más que dejé de pensar en eso, porque ya ni siquiera podía recordar cuándo fue la última vez.


Vamos a un pequeño pub situado en un callejón cerca de la oficina. Alguna vez hemos comido allí y muchas veces hemos bebido después del trabajo.


Nos acomodamos en una de las mesas y la camarera, e hija del dueño, no tarda en acercarse.


—¿Qué os sirvo, chicos? —pregunta mientras limpia la mesa con una bayeta.


Durante unos segundos, el aire se llena de un intenso olor a limón y desinfectante.


—Tres Glenlivet —responde Jeremias— y busca algo para curarle las heridas.


—Claro —contesta diligente.


La chica se marcha y yo me revuelvo en mi asiento.


—No necesito que nadie me cure nada —me quejo.


—Alégrate de que te las vaya a curar esa monada y no su padre —replica Jeremias.


—¿Cuál de los dos se tiró a esa monada? —inquiere Damian.


—El Pelapatatas.


—Oh, así que ahora vamos a vivir un momento de lo más romántico —continúa el alemán, con esa mezcla de burla, pura ironía y maldad que lo caracteriza—. Seguro que está de lo más emocionada buscando la crema antiséptica y pensando en ti.


Los dos sonríen, yo no. Ni siquiera quiero estar aquí.


—Joder —gruño justo antes de levantarme—. Me largo.


—¿Adónde coño vas? —farfulla Jeremias—. Siéntate y bébete una copa con nosotros. Me has sacado de mi apartamento en plena noche, donde estaba a punto de convencer a mi preciosa novia de muchísimas cosas. Me lo debes.


Yo me freno en seco y me vuelvo malhumorado. Jeremias enarca las cejas.


—Eso es chantaje, capullo de mierda —protesto sentándome de nuevo.


—Llámalo como quieras —sentencia más que satisfecho.


—¿Se puede saber qué te pasa? —interviene Damian—. Hacía años que no acababas en la comisaría.


—No ha pasado nada —respondo mecánico.


No quiero hablar, joder.


—¿Estás así por esa cría que trabaja en Cunningham Media? —pregunta Jeremias—. La que tiene el culo increíble.


—No es ninguna cría —gruño de nuevo— y deja de mirarle el culo o míraselo —rectifico rápidamente—, pero no me lo cuentes.


Jeremias y Damian intercambian un par de miradas y entonces me doy cuenta de que sólo ha dicho eso para ver cuál era mi reacción.


Por la manera en la que me observa ahora mismo, está más que claro que he reaccionado exactamente como esperaba.


—¿Te la estás tirando? —inquiere sin apartar sus ojos de los míos.


Así es Jeremias Colton, un hombre de exquisito tacto.


—No es asunto tuyo.


—Eso es un sí —apuntilla Damian.


—Eso es un «no os metáis en mi vida» —aclaro.


La camarera regresa con nuestras copas. Tras dejarlas en la mesa, abandona la bandeja en otra y se acerca a mí con un bote de crema antiséptica. Miro a los gilipollas de mis mejores amigos, con un par de sonrisas en la cara, y resoplo aún más malhumorado.


—Gracias, encanto, pero no hace falta —la freno.


—De veras que no me importa, Pedro.


Me sonríe y algo dentro de mí se revuelve. Me cabreé con Paula cuando dijo que quería acostarme con su compañera del máster. Me sentó como una patada en el estómago que siquiera lo insinuase, pero en el fondo es lo que soy, ¿no? El sexo indiscriminado es la única manera en la que me relaciono con las mujeres y siempre me ha funcionado. ¿Por qué tengo que cuestionarlo? ¿Por qué no puedo volver a comportarme como siempre?


—Podemos ir al despacho —me propone—. Estaremos más tranquilos.


—Gracias —repito tratando de sonar más amable —, pero no, Leighton.


Todo mi maldito mundo se está tambaleando, joder.


—Como quieras —replica, dejando el pequeño bote de crema sobre la mesa.


La chica se marcha y yo tuerzo el gesto, clavando la vista en mi vaso de whisky.


—Paula te gusta, ¿verdad? —pronuncia Jeremias.


—Paula es increíble —estallo lleno de rabia—. Me vuelve loco. Y no es un maldito halago, joder. No sé por qué tiene que conseguir que me cuestione todo lo que ya funciona en mi vida.


¡Joder!


Me llevo las palmas de las manos a los ojos y me los froto con fuerza. De pronto caigo en la cuenta de algo. Soy yo quien le está permitiendo hacerlo, quien ha decidido que es diferente, especial, que no puedo sentirme con otra chica como me siento estando con ella. Soy yo quien la ha dejado entrar en mi vida.


Me levanto de un salto. Mis costillas se resienten. Aprieto los dientes.


—Tengo que irme —digo con un convencimiento absoluto.


Los chicos protestan, pero no los escucho. Salgo del bar y paro el primer taxi que aparece por la 59. El agua de las aceras se ha transformado en nieve.


Regreso a mi apartamento, voy flechado a la cocina, me sirvo un whisky y me lo bebo de un trago. Ni siquiera he encendido las luces y la casa sólo está iluminada por Nueva York desde el inmenso ventanal. No quiero estar aquí. 


Quiero ir a cualquier bar, volver a pelearme. Si no ha funcionado la primera vez, funcionará la segunda.


Giro sobre mis pasos y cojo las llaves de mi coche del mueble del recibidor mientras abro rápido la puerta. Estoy cruzando el umbral cuando mi móvil comienza a sonar. Mi primer instinto es ignorarlo, pero, no sé por qué, algo me impide hacerlo y acabo sacándolo del bolsillo de mis pantalones. Miro la pantalla. Toda la rabia se recrudece. Es Paula.


Aprieto la mandíbula. Sólo puedo pensar en el gilipollas de Gustavo.


Descuelgo, pero no digo nada.


—¿Hola? —dice ella al otro lado—. ¿Pedro? —añade inmediatamente.


Tiene la voz tomada. Es obvio que sigue llorando. De pronto todo mi enfado se diluye o se transforma en otro distinto, no lo sé. Quiero decirle muchas cosas: que estoy muy cabreado, que me he partido la cara con cuatro tíos en un bar porque no podía dejar de pensar en cómo se había marchado llorando. Quiero preguntarle por qué se largó con ese capullo, por qué eligió irse con él a quedarse conmigo, por qué no me dejó protegerla. Lo único que quiero es protegerla.


Pedro, por favor —solloza—, di algo.


No lo hago. Tengo demasiada rabia dentro. Me revuelvo prácticamente sin moverme del sitio y acabo perdiendo la mirada al frente. Me gustaba mi vida exactamente como era y ella lo ha cambiado todo.


Cuelgo y me llevo el teléfono a la frente.


Por esto me tatué su nombre.


Por esto no puedes dejar entrar a una mujer en tu vida.


—Joder —rujo.


Cierro de un portazo y bajo los veinte pisos por las escaleras. Salgo de mi edificio y el aire frío de enero me recibe en mitad del Upper East Side. Doy una bocanada y el oxígeno helado me atraviesa los pulmones. Sólo puedo pensar en ella, en el gilipollas de Gustavo, en mí.


Necesito protegerla. Necesito saber que está bien. Paula me importa. Me paso las manos por el pelo y acabo tirándome de él. Sé quién soy.


Sé cómo soy. Me subo el cuello de la chaqueta, me meto las manos en los bolsillos y comienzo a caminar. Tengo demasiadas cosas en que pensar.




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