sábado, 29 de julio de 2017

CAPITULO 30 (TERCERA HISTORIA)






El aire acondicionado se ha estropeado. Son las diez de la mañana del sábado y mi apartamento está a más de treinta grados.


—No, el control de temperatura parece haberse quedado colgado —le digo al encargado de mantenimiento por teléfono, mientras pulso varios botones del pequeño panel digital del termostato.


—Debe de ser un problema en la caja de fusibles del sótano. Lo arreglaremos en seguida, señor Alfonso.


—Daos prisa —exijo antes de colgar.


Cualquier otro día probablemente ni siquiera me habría importado; me hubiese largado a entretenerme hasta que hubiese podido volver a mi piso con su temperatura perfecta, pero hoy no quiero salir. Sólo quiero estar en mi maldita casa, beberme una botella de Glenlivet y pensar.


Si quiero volver a ser yo, tengo que poner algunas cosas en su sitio; una cosa, en realidad: Paula.


Llaman a la puerta. Dejo el teléfono sobre la isla de la cocina y voy a abrir. Camino descalzo por el recibidor, sopesando seriamente cambiarme los vaqueros por unos pantalones cortos y directamente quitarme la camiseta. Hace un calor insoportable.


Lo primero que veo es un par de Converse gastadas en el umbral de la puerta, unos vaqueros y el mismo abrigo enorme que recordaba.


Lleva el pelo suelto y algo desordenado, con las puntas casi rozándole el hombro. Sus inmensos ojos marrones están más tristes que nunca y es obvio que no ha dormido, como yo.


Exhalo el aire apretando los dientes. ¿Qué hace Paula aquí? 


Todo mi cuerpo me grita que da igual lo furioso que siga con ella, con la situación en general, quiero que esté aquí.


—¿Podemos hablar? —susurra mirándose las manos.


—No lo sé —replico arisco—, ¿podemos?


Podría ponérselo más fácil, pero no quiero, y no se trata de un estúpido juego para que gane confianza o algo parecido. 


No me importa que se largara con otro tío, no estamos juntos, ¡por el amor de Dios!, pero sí cómo lo hizo. 


Básicamente me miró a los ojos y me pidió que me guardara para mí esa incómoda y acuciante necesidad de cuidar de ella.


Paula pronuncia un sonido a medio camino entre un suspiro y un sollozo, y al fin se arma de valor para levantar la cabeza. Cuando repara en mis heridas, su expresión cambia por completo y da un paso al frente, alzando la mano para tocarme.


—Dios, Pedro, ¿qué te ha pasado? —pregunta realmente preocupada.


—No ha pasado nada —respondo por millonésima vez.


La agarro de la muñeca antes de que pueda llegar a tocarme la mejilla y bajo su mano. En seguida me arrepiento. La corriente eléctrica que me sacude al entrar en contacto con su piel es abismal, dura y, sobre todo, una poderosa advertencia: ella no es como las demás y, por mucho que quiera, no puedo fingir que es así.


Paula se muerde el labio inferior, suplicándome con la mirada que no haga esto, que no la deje al margen, y yo doy una bocanada de aire, tratando de reorganizar mis pensamientos.


—Me peleé en un bar —me explico lacónico, soltando su muñeca para poder pensar con claridad y dando un paso atrás porque necesito marcar las distancias.


—¿Estás bien?


—¿Qué quieres, Paula? —la interrumpo.


No voy a dejar que volvamos a ser ella y yo y fingir que no ha pasado nada. Es una salida demasiado cómoda y, por primera vez, no quiero tomarla.


—Sólo quiero hablar contigo —murmura.


—Hablar, ¿de qué? ¿De cómo te largaste ayer? Porque eso me encantaría. Joder, me encantaría saber en qué coño estabas pensando para largarte con ese tío —le digo lleno de toda la rabia que siento.


—Tú no lo entiendes.


—Claro que no lo entiendo—estallo. ¡Es imposible entenderlo!—. Se comportó como un capullo, te gritó, te hizo llorar y prácticamente te arrastró con él, y tú no hiciste nada.
Y tampoco dejaste que lo hiciese yo.


Paula me mantiene la mirada. Está jodidamente triste, nerviosa, casi sobrepasada, y yo tengo que controlarme para no atravesar la distancia que nos separa y estrecharla contra mi cuerpo.


—Es más complicado.


—¿Por qué?


—No puedo decírtelo —responde.


Ahogo una sonrisa irónica y exasperada en un bufido. No puede hacer esto. No puede pretender que lo acepte sin ni siquiera explicármelo.


—Márchate, Paula.


En cuanto pronuncio esas palabras, me arrepiento. No quiero que se vaya, joder.


Pedro... —me llama, y una lágrima cae por su mejilla.


—¿Qué? —la interrumpo—. ¿Qué vas a decirme, Paula?


Tomo aire. Trato de pensar. No soporto verla llorar. Toda la impotencia de ayer vuelve.


—¿Te haces una jodida idea de cómo me sentí ayer? —prácticamente grito.


—Lo siento, ¿vale? —responde desesperada, contagiándose de mi tono de voz—. No quería que nada de lo que pasó ayer pasase.


—¡Yo sólo quería protegerte!


¿Por qué no puede entenderlo? Sólo necesito saber que, pase lo que pase, estará bien.


Paula suspira, luchando por contener las lágrimas y fracasando estrepitosamente.


—Yo no necesito que me protejan —murmura con la voz llena de tristeza.


Ahora el que suspira soy yo.


—Pues yo necesito hacerlo, Paula. Así que tenemos un jodido problema —sentencio arrogante. Doy un paso hacia ella y, de pronto, mi cuerpo se llena de seguridad, como si llevase dos días luchando por algo y al final pudiese agarrarlo con fuerza—. No pienso permitir que nadie te haga daño. Voy a protegerte del maldito mundo y me importa muy poco lo que cualquiera, incluida tú, tenga que decir al respecto.


Mis últimas palabras las pronuncio tan cerca de ella que ya puedo sentir mi aliento entremezclándose con el suyo, la curiosidad de sus ojos bailando de los míos a mis labios, toda la electricidad maniatándonos contra el otro, reduciendo a cenizas cualquier posibilidad de que todo esto acabe con un apretón de manos y un «nos vemos mañana en la oficina».


—¿No quieres saber quién es Gustavo? —inquiere en un susurro contra mis labios.


—No lo necesito.


Y es cierto, no lo necesito. Es libre de irse a la cama con quien quiera, acostarse con quien quiera, pero más le vale empezar a elegir bien a los gilipollas con los que lo hace porque van a tener que merecérsela de verdad.


Hundo mis manos en su pelo y la beso con fuerza, calmando todas las malditas heridas, toda la rabia. Cierro de un portazo, me deshago de su abrigo, de su camiseta, paseo mis manos por sus costillas, su pecho. La deseo. Estoy hambriento de cada centímetro de su cuerpo.



****


Hace un calor asfixiante, pero no me importa. Necesito tenerla cerca. Después de dos polvos llenos de gemidos y de correrse tres veces, se quedó dormida entre mis brazos. 


Estaba agotada, pero sé que no sólo era por el ejercicio físico y la satisfacción sexual. Paula necesitaba saber que las cosas entre nosotros estaban bien. Estar en esa especie de limbo es lo que no nos dejó pegar ojo la noche anterior a ninguno de los dos.


Le aparto el pelo de la cara y la beso suavemente en los labios. Ella ronronea bajito y se da la vuelta, acurrucándose contra mi pecho.


Sonrío y me levanto con cuidado de no despertarla. Me pongo mis bóxers blancos y camino hasta la cocina.


Después de beberme prácticamente de un trago una botellita de agua San Pellegrino sin gas, saco zanahorias, huevos, algo de carne y todo lo que necesito del frigo y los armaritos para preparar una comida decente. Son más de las cinco. 


Además, apuesto a que ayer tampoco cenó demasiado y se levantará hambrienta.


Una media hora después, oigo algunos ruidos en la habitación y no tardo en ver a Paula salir ya vestida y recogiéndose el pelo en una cola. Tiene un aspecto descansado y feliz, y yo sonrío victorioso.


Al verme, me recorre golosa con la mirada y, cuando se da cuenta de que la he pillado con las manos en la masa, aparta la vista.


—¿Por qué hace tanto calor? —pregunta tratando de cambiar de tema—. Debemos de estar a treinta grados.


—Treinta y dos —concreto—. El aire acondicionado se ha estropeado. Lo están arreglando.


Ella asiente y se abanica con la mano.


—Coge una botella de agua y quítate los pantalones o vas a derretirte —le digo prestando atención a lo que tengo en los fogones.


De reojo puedo ver cómo Paula frunce los labios, sopesando mis palabras. Va hasta la nevera, coge la botella y camina hasta la isla.


Tras pensarlo varios segundos, finalmente se quita los pantalones llena de timidez y rápidamente se sube al taburete para que no pueda verla sin ellos. Yo sonrío. Joder, es adorable.


—¿Normalmente les preparas el desayuno a todos tus ligues? —pregunta impertinente.


—Más bien es un almuerzo —la corrijo—, pero, en cualquier caso, ofrezco una experiencia completa. Les doy algo de comer en el dormitorio y fuera de él.


Paula arruga la nariz con cara de asco y yo no puedo evitar echarme a reír.


—Eres un pervertido —se queja divertida.


—Un chico educado del este de Portland, nada más.


Cojo la sartén, camino hasta la isla y dejo un solomillo de ternera marinado con huevos revueltos y verduras en su plato y otro en el mío.


—Cuéntame más cosas de Portland.


—¿Qué quieres saber?


—No sé —responde llevándose un trozo de zanahoria a la boca—. ¿Te gustaba vivir allí?


—Sí, pero prefiero Nueva York. —Ella asiente—. ¿Y a ti? ¿Te gustaba vivir en ese pueblecito tan mono de... —lo pienso un instante


—... Carolina del Norte?


Niega con la cabeza.


—¿Virginia?


—Te equivocas.


—¿Georgia?


—Soy de Nueva York, idiota —protesta. Mi sonrisa se ensancha—, así que vete de mi ciudad, irlandesucho. Ya hay demasiados sanpatricios aquí.


—Y todos se hacen policías —replico. Los dos sonreímos divertidos—. Por cierto, a Jeremias le va a encantar lo de sanpatricios.


Al pronunciar el nombre de mi amigo, caigo en la cuenta de algo. Hoy tenía la teleconferencia con el presidente de los Astilleros Sutherland e hijos. Me levanto, cojo el móvil del otro extremo de la encimera y reviso los emails. No tardo en ver uno de Jeremias informándonos de que todo ha ido bien, a lo que ha añadido que es lo que siempre pasa cuando él se encarga de las cosas. Le contesto con un «Bien hecho, gilipollas» y vuelvo a dejar el teléfono sobre el granito.


—¿Todo bien? —inquiere revolviendo la comida de su plato. 


De pronto parece muy pensativa.


—Todo bien —respondo sentándome a su lado.


Pedro —me llama, después de meditarlo una eternidad —, si tienes planes...


Sonrío, pero en el fondo no es más que una respuesta refleja.


—No tengo planes —la interrumpo—, y ya te lo dije una vez: deja de pensar que, estando contigo, no estoy donde quiero estar.¿Entendido?


Ella asiente y esa sonrisa feliz vuelve a sus labios.


—Entendido.


—Más te vale —sentencio, imitando su gesto.


Durante el siguiente par de minutos comemos en silencio.


—Sigue contándome cosas de Portland —me pide—. ¿Cómo fue criarte con tus abuelos?


—Estuvo genial. Mi abuelo era increíble. Me enseñó muchísimas cosas.


—¿Por ejemplo? —demanda curiosa.


—Por ejemplo, a no pelearme en los bares —recuerdo con una sonrisa.


Paula tuerce el gesto. La conozco y ahora se siente culpable porque me peleara ayer.


—Fui un mocoso un poco... complicado —le explico—. Cuando tenía quince años, lo único en lo que podía pensar era en ir a los billares y pelearme con el primero que me diese la oportunidad; cuanto más grande fuese, mejor. Estaba enfadado con el mundo. Así pasé los quince, los dieciséis, los diecisiete... —Los dos sonreímos. Ya no me duele recordar aquello, anoche hubiese sido otra historia—. Una tarde, llovía como si fuese el diluvio universal, mi abuelo me metió en el coche y me llevó a un campo de rugby embarrado cerca de la interestatal. Ni siquiera esperó a que dejara de llover. —Recuerdo perfectamente ese día—. Yo acababa de pelearme en los billares. Me habían dado una buena paliza. —Sonrío de nuevo—. Mi abuelo me tiró el balón de rugby, señaló a los otros diez tíos que había allí y me dijo «a ver si ahora eres tan valiente»... y eso hice. Me dio una manera de soltar toda esa rabia.


Ella deja el tenedor con cuidado en el plato y se gira despacio en el taburete, hasta quedar frente a mí.


—¿Por qué estabas tan enfadado? —me pregunta.


Sonrío, pero otra vez lo hago por inercia. Hay cosas de las que no me apetece hablar, salieron de mi vida hace mucho y no van a volver a entrar jamás.


—Por muchas cosas, Niña Buena.


—¿Por tu padre? —contraataca.


Mi sonrisa se ensancha. Está claro que no va a rendirse.


—Sí.


—¿Todavía está vivo? Tu padre, quiero decir.


—Sí. —Lanzo un profundo suspiro—. Debe de estar al borde del coma etílico en el suelo mugriento de cualquier bar, pero sí, aún está vivo.


Recordar eso es un poco más complicado, pero tampoco me afecta. Cada uno está donde elige estar.


—¿Y no has pensado que sería mejor que hablaras con él y lo perdonaras? Así no necesitarías volver a pelearte. —Aparta la mirada al pronunciar las últimas palabras.


—Ayer no peleé por mi padre.


Paula vuelve a mirarme y, cogiéndome por sorpresa, como si la simple idea le quemara en la punta de los dedos, se baja del taburete y me abraza con fuerza. Rodea mi cuello con sus brazos y hunde su preciosa cara entre ellos y mi piel. Su cuerpo se estrecha contra el mío y por un momento creo que he dejado de respirar. Me siento como la primera vez que me abrazó en mitad de la calle, después de que yo arruinara su cita con aquel tío y justo antes de que se marchara precipitadamente en un taxi. Mi cuerpo está sumergido en una extraña tensión.


No puedo permitirme bajar la guardia o, por lo menos, no del todo.


Desoyendo esa vorágine de pensamientos, alzo las manos despacio, las paseo por su cintura aún más lentamente y acabo estrechándola con fuerza contra mí. Su pecho se infla bajo su camiseta de Black Sabbat y choca contra el mío, acercándonos todavía más.


—Lo siento —murmura.


Yo exhalo todo el aire de mis pulmones. Ahora mismo dudo si me lo está poniendo demasiado difícil o demasiado fácil.


No sé cuantos minutos pasamos así. Ni siquiera me importa el asfixiante calor.


Paula se separa, pero no vuelve a su taburete y permanece entre mis piernas. Abre la boca y vuelve a cerrarla. Cabecea y repite el proceso. Se está armando de valor para decir lo que sea que quiere decir.


—Gustavo fue el primer chico con el que me acosté y el único aparte de ti —pronuncia al fin, manteniéndome la mirada.


—¿Qué?


Ella niega con la cabeza y aparta la vista.


—Tú has sido sincero y has confiado en mí contándome lo de tu padre —habla acelerada—. Yo no puedo contártelo todo, así que vas a tener que confiar todavía más en mí, pero sí puedo contarte esto y quiero hacerlo. —Agita las manos sin saber qué hacer con ellas—. Sé que antes me dijiste que no necesitabas saberlo, pero yo necesito explicártelo.


Me humedezco el labio inferior, observándola.


—¿Todavía te acuestas con él?


Mi voz se agrava involuntariamente, como si la pregunta saliese desde el fondo de mis costillas.


—No —responde sin asomo de dudas—, claro que no —añade, alzando la cabeza y mirándome de nuevo—. Sólo me acuesto contigo.


Se encoge de hombros, disculpándose. No es la primera vez que lo hace y yo empiezo a pensar que quizá ella cree que no debe sentirse así por mí, que no es lo que quiero.


—Por favor, dime que estamos bien, Pedro —me pide casi desesperada—. No quiero perderte.


Acabo de sentir que alguien me arranca el corazón del pecho y lo aprieta con fuerza.


—Estamos bien —respondo también sin asomo de dudas, agarrando su cara entre mis manos— y no vas a perderme. 
—La beso con fuerza—. Siempre vamos a ser amigos —pronuncio contra sus labios.


Aunque lo que estamos haciendo, lo que hemos hecho durante toda la mañana en realidad, no pueda entrar exactamente en el cajón de la amistad.


La tumbo sobre la cama e inmediatamente me abalanzo sobre ella. Nueva York reluce tras el cabecero, al otro lado del inmenso ventanal, lleno de diminutas luces, de farolas, del reflejo de los taxis amarillos. Apoyo las manos a ambos lados de su cara y me mantengo a largos centímetros de ella, observándola, devorándola sin ni siquiera tocarla, mientras Paula me contempla a mí.


La beso dejando que mi cuerpo, poco a poco, cubra el de ella. Paula sonríe, enreda los dedos en mi pelo y me acerca más a ella.


Joder.


Paseo mis manos por sus pechos, sus costados, su cintura, sus caderas. Me balanceo entre sus muslos y todo vuelve a empezar. La sed, el hambre, las ganas de ella, que parecen anular todo el mundo a mi alrededor.


Pedro—gime.


Muevo las caderas. Los dos subimos un escalón más.


—Me vuelves loco, Niña Buena —susurro contra la piel de su cuello—. Me vuelve loco tenerte así, en mi cama, sólo con esa camiseta y esas bragas, como si lo hicieses todos los putos días. Éstas también voy a arrancártelas; lo sabes, ¿verdad?


Su respiración se acelera con cada palabra. Sonrío con malicia y su cuerpo se arquea persiguiendo el sonido.


—¿Por qué te gusta tanto arrancarme la ropa interior? —logra pronunciar entre jadeos.


—Porque, cada vez que lo hago, tu cuerpo se estremece —le caliento los pezones por encima de la camiseta con mi aliento. Ella lanza un excitado gemido y se aferra con más fuerza a mi espalda—, te humedeces todavía más y se me pone jodidamente dura sólo con imaginar todo lo que vas a dejar que te haga.


La muerdo. Grita. Sonrío.


—Eres mía, Niña Buena.


—¿Qué me harías? —inquiere de nuevo, con la respiración hecha un caos.


Yo le regalo un último beso en la cresta de su pecho y avanzo despacio hasta que nuestros ojos quedan a la misma altura.


—La boca sucia, Niña Buena, también hay que ganársela.


Ella va a decir algo, pero no es capaz de encontrar las palabras y acaba suspirando frustrada. Yo me echo a reír y acallo todas sus protestas besándola con fuerza.


Agarro el bajo de su camiseta y se la saco por la cabeza. 


Vuelvo a bajar, deslizándome por su perfecto cuerpo, chupando cada rincón, lamiéndola entera y mordiéndola cuando quiero.


Al llegar a sus bragas, me incorporo y me quedo de rodillas, albergando sus caderas entre mis piernas. Ella me observa con su pecho hinchándose y vaciándose de prisa de pura expectación.


—Ahora es cuando tengo que decidir qué voy a hacer contigo.


Paseo la punta de los dedos de una de sus caderas a la otra, asegurándome de que el roce sea mínimo, pero lo suficiente como para que no pueda pensar en otra cosa.


—Puedo besarte —propongo torturador, haciendo un círculo alrededor de su ombligo con el índice—, puedo chuparte —deslizo los dedos bajo la tela de encaje—, puedo follarte.


—Sí —responde extasiada.


Vuelvo a sonreír. Es muy receptiva y eso lo hace todo increíblemente divertido.


—O puedes chuparme tú a mí —replico, dándole un suave tirón del vello púbico.


Paula gime e inmediatamente abre mucho los ojos y yo enarco las cejas en una orden silenciosa.


—¿Quieres jugar? —pregunto. Mi yo más engreído saca pecho, sé de sobra la respuesta—. Pues aquí mando yo y acabo de decirte lo que quiero que hagas.


Ella asiente aturdida y se arrastra despacio hasta salir de entre mis piernas. Sin levantar mis ojos de ella, me muevo hacia atrás y me quedo de pie, casi tocando el colchón. 


Paula recorre la pequeña distancia que nos separa y se arrodilla sobre la cama, frente a mí.


Por un momento se queda muy quieta mirando mi torso y sólo se oyen nuestras respiraciones. Tímida, alza la mano y me acaricia el pecho con dedos temblorosos, siguiendo mi tatuaje del lobo, sin apartar sus enormes ojos marrones del movimiento. Todo bajo mi atenta mirada.


Desliza su mano despacio, casi agónica. Acaricia mi polla de la misma manera al tiempo que baja la cabeza y mi respiración se acelera de golpe. Mueve los dedos, explorando bajo su mirada curiosa. Va a acabar conmigo, joder.


—Agárrala con fuerza —rujo.


Ella obedece y la rodea con una mano. Despacio, comienza a moverla arriba y abajo, apretando un poco más cada vez, abandonándola casi por completo para volver a engullirla.


—¿Así? —murmura tímida contra mis labios, con la vista todavía abajo, demasiado cerca, demasiado dulce, demasiado inocente.


Nuestros alientos se entremezclan.


—Sí, joder.


Paula se desliza sobre la cama hasta que su preciosa boca queda a la altura de mi polla. Se muerde el labio inferior y me mira a través de sus pestañas. No es un gesto ensayado, ni siquiera algo consciente. Se trata de toda su curiosidad e ingenuidad puestas sobre la mesa y van a volverme completamente loco.


Me da un beso suave y efímero en la punta. Yo dejo escapar todo el aire de mis pulmones y el sonido parece armarla de valor. Me besa de nuevo, pero alarga el gesto, dejándome entrar. Gruño y enredo las manos en su pelo. Ella comienza un ritmo constante. Acompaña sus labios con una mano cuando entro y me recorre con la lengua cuando salgo.


Joder, es demasiado bueno. Hago mi agarre más posesivo y comienzo a embestirla. Paula gime extasiada y traga conmigo dentro. La sensación es increíble.


—Otra vez.


Ella obedece. Una media sonrisa se apodera de mis labios.


Bajo la cabeza y me pierdo en su precioso cuerpo estirado sobre la cama, en la curva de su trasero aún cubierto de encaje, en el final de su espalda, en la forma de sus hombros, en mis manos hundidas en su pelo. Cuando llego a su boca y la manera en la que mi polla se pierde en ella una y otra vez, todo el placer se multiplica por mil, llevándome al borde de abismo.


—Ven aquí —ordeno.


Otra vez se arrodilla hasta quedar muy cerca de mí. La recorro con las manos, de prisa, acariciándola con la punta de los dedos. Es una puta delicia.


Paula alza la mirada llena de una renovadora seguridad. 


Busca mis ojos y de pronto me siento al otro lado del maldito tablero. Acaricia el nombre de Evelyn sobre mis costillas. Se muerde el labio inferior. No pienso perder el control.


La empujo contra el colchón, me abalanzo sobre ella y le rompo las bragas como prometí que haría. Paula gime. El sonido aún no se ha diluido en el aire cuando me deshago de mis pantalones, arranco el envoltorio del preservativo con los dientes, me lo pongo y la embisto duro, llegando más lejos que ninguna otra vez, bordeando la frontera del dolor, dejándola en mitad de esta especie de paraíso que sólo nos pertenece a nosotros dos.


—¡Pedro! —grita.


Se aferra a mis hombros desesperada y yo me dejo caer sobre ella. Sin dejar de moverme, sin dejar de entrar, de salir, de hacerla mía, de follármela como si el maldito mundo fuera a acabarse en cualquier momento.


PedroPedroPedro —murmura inconexa, con los ojos cerrados y una fina capa de sudor bañando su cuerpo.


El placer, el deseo, la excitación, todo crece, se multiplica. El calor asfixiante hace el resto y todo vuelve a darme vueltas como cada vez que estoy con ella, como si todo el puto alimento que necesito fuese su cuerpo, como si cada gemido, cada jadeo, me atasen a todo lo que siento cuando estamos juntos.


Salgo de ella, la giro entre mis brazos y vuelvo a embestirla chocando mi pelvis contra su trasero, dejando que mi cuerpo cubra por completo el suyo. Enredo su media melena en mi mano y la obligo a girar la cabeza hasta que su mejilla se aplasta contra el colchón. Mi brazo tenso sostiene el peso de mi cuerpo mientras me inclino un poco más sobre ella, dejando que mi boca esté muy cerca de su cuello, el lóbulo de su oreja, su mejilla, pero sin llegar a tocarla.


—Todavía no he tenido suficiente, Niña Buena.


Quiero que se deshaga de placer. Quiero que lo desee tanto que no pueda respirar. Que sólo haya excitación, sudor y mis manos en todo su cuerpo.


—Dios —gime balanceándose debajo de mí, buscándome—. Dios, Pedro...


Gemidos. Jadeos. Gritos.


Su cuerpo se tensa. La sujeto por la cadera, manteniéndola contra el colchón, obligándola a digerir todo el placer.


—Quiero oír cómo te corres—rujo.


La embisto con más fuerza. Su cuerpo tiembla. No le doy un solo segundo de tregua y obedece gritando y arqueando su cuerpo contra el mío, apretando mi polla, casi engulléndola.


—Joder —gruño.


Una corriente eléctrica me atraviesa por dentro, mi corazón, mi respiración, todo se dispara y, antes de que pueda controlarlo, de que pueda hacerme una jodida idea de cómo me siento estando dentro de ella, me corro con fuerza, embistiéndola una última vez, disfrutando de cada centímetro de su piel.


Sólo dejo de moverme cuando mi cuerpo se estremece. Me dejo caer y apoyo mi frente en su nuca, tratando de recuperar el aliento mientras nuestras respiraciones entrecortadas se entremezclan.


Ella gime bajito, casi un ronroneo, un sonido dulce e íntimo, jodidamente perfecto. Abro los ojos y la observo girarse debajo de mí hasta que volvemos a estar frente a frente. 


Tiene la piel enrojecida por el contacto de la mía, el pelo revuelto y los ojos cerrados, y toda esa suave perfección parece extenderse por todo su cuerpo. Ya he perdido la cuenta de cuántas veces me he dicho que objetivamente no es la chica más guapa del mundo, porque hace mucho tiempo que el «objetivamente» dejó de tener sentido aquí.


La marca de mis dientes resplandece en la piel de su clavícula, casi en su cuello. Quiero que esa marca se quede ahí para siempre, recordándole lo que hemos hecho hoy aquí, un aviso para el próximo gilipollas que tenga la suerte de que ella le deje tocarla.


De repente me doy cuenta de que hay otra Paula, la que estoy viendo ahora mismo, y, por algún extraño motivo, saber que otros hombres podrán llegar a verla, que el imbécil de Gustavo ha visto lo que ahora veo yo, me enfurece, y es algo ridículo e hipócrita. Yo soy el mujeriego, el que tiene un historial sexual más que amplio.


Sin embargo, me vuelve loco pensar que esos tíos vayan a ver esa sonrisa tan dulce, que vayan a escuchar esos sonidos tan sensuales, que vayan a verla vulnerable, entregada, que Gustavo la haya visto ya.


Me levanto como un resorte y me froto la cara con las manos. De pronto estoy furioso conmigo mismo, con ella, con todos esos cabrones.


—¿Ocurre algo? —pregunta Paula, sentándose y tapándose con la sábana—. ¿He hecho algo mal?


Otra vez toda esa inocencia. No puedo más, joder.


—No pasa nada —respondo—. Sólo he recordado que tengo algo importante que hacer.


—¿A esta hora? —inquiere algo incrédula.


—Sí, a esta hora.


Ella ladea la cabeza y ambos miramos a la vez el reloj de la mesilla. Son casi las siete de la tarde de un sábado.


—Es tarde —murmura. No le falta razón.


Me abrocho los vaqueros y me pongo la camiseta prácticamente a la vez.


Paula me observa desde la cama, sin saber qué hacer, y yo me siento como un auténtico cabrón. ¿Está decepcionada? ¿Herida? ¿Me odia? Eso es lo último que quiero.


—Adiós, Paula.


Salgo de mi habitación, cruzo el salón como una exhalación, cojo el abrigo del recibidor y salgo del apartamento. En cuanto pongo un pie en la acera cubierta de nieve, me arrepiento. ¿Por qué me estoy largando? ¿Por qué de pronto estoy celoso? Y, sobre todo, ¿por qué me siento como una basura por tener esa clase de emociones?


Yo no soy así. No soy como mi padre. No quiero esa parte del juego. Nunca en toda mi maldita vida he sentido celos. 


Nunca. Jamás he tenido la primitiva necesidad de que ella hubiese estado metida en una urna de cristal hasta conocerme. Joder, ¡no sé cómo lidiar con todo esto!


Me freno en seco y respiro hondo, con fuerza, dejando que el aire casi helado llene mis pulmones y los vacíe al instante.


No estoy siendo justo con ella.


Giro sobre mis pasos y vuelvo al edificio. En el ascensor, pienso en todo lo que voy a decirle. Se merece una disculpa y una explicación.


Abro la puerta principal y cruzo mi apartamento. Al alcanzar el umbral de mi habitación, me detengo en seco. Ya se ha vestido y está buscando sus zapatos. Aún tiene la piel encendida y la marca de mis dientes en su piel sigue ahí. 


Está preciosa y yo sólo quiero follármela otra vez, como si fuese un mecanismo de defensa: mientras controle el sexo, todos los incómodos sentimientos estarán también bajo control.


Paula repara en mi presencia, pero no me mira.


—No te preocupes, ya me marcho —susurra con la voz quebrada, intentando sonar segura, aunque sé que no se siente así en absoluto—. Sólo necesito encontrar mis zapatos.


—Paula —la llamo dando un paso hacia ella.


—¿Qué? —me responde con rabia, mirándome al fin.


Una lágrima cae por su mejilla en ese preciso instante. Yo trago saliva. ¿Por qué todo se está complicando tanto? ¿Por qué ya no puedo pensar con claridad cuando la tengo cerca?


—Será mejor que me vaya —añade.


Pasa por mi lado. Su olor me sacude. Me importa y no hay ninguna mísera posibilidad de poder dar marcha atrás.


—No —pronuncio con la voz más ronca, más dura.


Paula se detiene en seco.


Sea el camino más complicado o no, no me importa, porque es el que me lleva directo a ella.





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