sábado, 29 de julio de 2017

CAPITULO 32 (TERCERA HISTORIA)





Con una sonrisa de oreja a oreja, bajo un par de minutos después. Tengo una reunión con Hernan y luego quiero dejar varios asuntos cerrados. La reunión con los socios de Pedro y el comprador está a la vuelta de la esquina, y quiero que todo esté atado y bien atado.


Firmo un par de documentos que me trae una chica de contabilidad, recojo las carpetas de los asuntos que preciso discutir con Hernan y me encamino a su despacho. Todo va bien hasta que pongo un pie en su oficina. Lo primero que veo es a Hernan muy serio, casi cabizbajo, sentado a su precioso escritorio.


Después, a mi hermano Sebastian, frente a él.


—¿Qué haces aquí? —inquiero molesta, cerrando la puerta.


Sebastian lanza un profundo suspiro, se levanta y se gira hacia mí. Sé que odia que siempre esté a la defensiva con él, pero a veces no me deja otra opción.


—Tenemos que hablar.


Sé lo que va a decirme y no quiero escucharlo.


—No.


—Paula, no tomes esa actitud.


Quiere decidir por mí, como siempre. Estoy cansada de esto.


—¿Por qué estás aquí? ¿Por Gustavo o por mi trabajo?


—Paula —me reprende.


—Deberías escucharlo.


La voz de Hernan suena apesadumbrada. Lo miro. Parece abatido y automáticamente mi enfado se recrudece, porque sé que Sebastian es el responsable.


—Me he enterado de que van a comprar la compañía y van a desmantelarla —me explica mi hermano —. Estoy aquí para ofrecerte que te vengas conmigo a la empresa familiar y te ahorres todo esto.Cunningham Media está acabada.


Hernan exhala todo el aire de sus pulmones al oír las palabras de Sebastian y, con todo mi enfado, se mezcla una punzada de culpabilidad y una aún mayor de tristeza.


—No es verdad —protesto volviéndole a prestar toda mi atención a mi hermano—. Esta compañía va a salir adelante.


—Paula, trata de ser objetiva —me pide—. Las cuentas que manejarás en nuestra firma serán mucho más importantes. Es un salto de calidad para ti.


—No voy a moverme de Cunningham Media.


Sebastian suspira y se abotona su elegante chaqueta. Mi padre también hacía ese gesto. Siempre decía que le daba tiempo para pensar y que conseguía que todos a tu alrededor diesen por hecho que eras más importante de lo que en realidad eras.


—¿Sabes quién se encarga de la auditoría? Colton, Alfonso y Brent —se autorresponde—. Son muy buenos y también muy duros. No tenéis ninguna oportunidad.


Pedro Alfonso confía en nosotros —lo interrumpo.


Me prometió que me daría la oportunidad de salvar la empresa. Confío en él.


Pedro Alfonso tiene orden directa del comprador de adquirir Cunningham Media, desmontarla y quedarse con los pocos activos que tengan valor, y eso es lo que está haciendo. No está aquí para ayudaros. Sólo quiere saber qué merecerá la pena cuando nada de esto esté ya en pie.


Cada palabra me ha clavado un poco más al suelo. Puede que Sebastian y yo no nos llevemos muy bien y que odie que se meta en mi vida, pero nunca me ha mentido y, teniendo el poder que tiene, tampoco me extraña que haya obtenido esa información. Cabeceo tratando de reordenar todas mis ideas. 


Pedro no nos traicionaría. No tengo ninguna duda.


—Quizá ése fue su plan inicial —lo defiendo—, pero estoy segura de que ha visto nuestro potencial y mantendrá la compañía abierta.


Estoy convencida. Él mismo impidió que firmáramos aquellos contratos con Talbot.


Mi hermano me observa con la mirada llena de una dulce condescendencia. Nunca me ha gustado que me mire así. Siempre he tenido la sensación de que esa mirada va acompañada de un silencioso «eres demasiado inocente, hermanita» y, lo que es aún peor en esta situación, de un «estás terriblemente equivocada».


—Sólo quiero cuidar de ti.


—Lo sé. —A pesar de todo, eso nunca podría dudarlo—. Podrías dejarnos solos, por favor.


—Como quieras.


Sebastian se acerca a mí, me da un beso en la frente.


—Te quiero, hermanita.


—Y yo a ti.


Sale del despacho.


Me quedo un par de segundos muy quieta, con la mirada clavada en el suelo.


—Deberías aceptar su oferta —dice Hernan.


—No. —Niego también con la cabeza—. No voy a abandonarte.


—Y yo no voy a dejar que te hundas conmigo.


—No vas a hundirte. Conozco a Pedro, Hernan.


—¿Realmente lo conoces? —replica.


—Sí, y tú también. Has confiado en él, has dejado que tome decisiones importantes.


Puede que no empezaran con buen pie, pero conozco a Hernan y sé que aprecia a Pedro de verdad.


—Y a lo mejor me he equivocado, Paula. Quizá luchar por esta empresa ya no tiene sentido.


—¿Por qué te estás rindiendo, Hernan?


No entiendo nada.


—Porque las cosas son como son y, por mucho que intentemos cambiarlas o simplemente fingir y mirar para otro lado, van a seguir así.


Sus palabras me sacuden por dentro en demasiados sentidos.


—Si la compra sigue adelante —añade—, Cunningham Media desaparecerá.


Hernan se levanta y rodea su mesa camino de la puerta. Un peso duro y sordo se apodera de mi estómago y tira de él. Sé lo que tengo que hacer, aunque ahora mismo sea lo último que deseo. Con mi plan malévolo me desharía del comprador, pero también de Pedro.


—Hernan, no sé cómo, pero te prometo que voy a salvar Cunningham Media.


Mi jefe se detiene frente a mí y me agarra por los hombres en un gesto lleno de cariño.


—Levanté esta empresa hace más de treinta años y la mejor decisión que he tomado desde entonces fue darte aquel puesto de recepcionista.


Sonríe lleno de ternura y yo le devuelvo el gesto. Siempre se ha comportado como un padre para mí.


No puedo dejarlo en la estacada.


Regreso a mi despacho con la cabeza hecha un auténtico lío. No puedo dejar que Hernan lo pierda todo, pero tampoco puedo traicionar a Pedro. Además, ¿por qué estoy dando por hecho que Pedro no va a ayudarnos? Quizá vino aquí con la idea de comprarnos y deshacerse de nosotros, pero después cambió de opinión. No va a abandonarnos. Pondría la mano en el fuego por él. Pero lo cierto es que, al final, la decisión depende del comprador. Por muy buenos que sean los resultados de la auditoría de Pedro, si ese empresario misterioso quiere reducirnos a cenizas, lo hará. Resoplo con fuerza y me dejo caer en mi sillón. Apenas un segundo después, estoy tapándome los ojos con las palmas de las manos y resoplando por segunda vez. Tengo que deshacerme de ese comprador.


Me paso el resto de la tarde dándole vueltas a cada idea que se me ocurre para impedir la compra de Cunningham Media sin tener que recurrir a mi malévolo plan. Tanteo otras empresas de inversiones, hablo con Claudio, el hermano de Hernan, y reviso cada subasta pública, OPA o salida a bolsa de grandes compañías buscando un movimiento de compraventa que pudiese beneficiarnos. No encuentro nada.


—¿Todavía estás aquí? —pregunta Amelia, asomando la cabeza por la puerta de mi despacho—. Es tardísimo. Vámonos a cenar.


Observo el reloj en la esquina inferior de la pantalla de mi Mac por inercia. Son más de las ocho.


Miro a mi espalda y tuerzo el gesto al comprender que se ha hecho de noche y ni siquiera me he dado cuenta.


—No puedo —respondo aun así—. Tengo que trabajar.


Abro la siguiente carpeta. Necesito hallar la manera de deshacerme del comprador sin traicionar a Pedro. No puedo traicionar a Pedro.


—¿Decisiones importantes? —inquiere.


—Mucho —prácticamente bufo.


—Pues siento repetirme —replica abriendo la puerta por completo y entrando—, pero sabes que, para tomar decisiones importantes, antes tienes que despejar la mente. Llevas encerrada en este despacho más de seis horas. Por mucho que sigas estrujándote el cerebro, no va a salir nada bueno de ahí.


La miro sopesando sus palabras. Creo que tiene razón.


Cabeceo. De todos modos, no quiero moverme de aquí.


—Sabes que tengo razón —apostilla, sabiendo perfectamente lo que acabo de decirme a mí misma—.
Vámonos a cenar y, si después quieres traer tu culo blanco de nuevo hasta aquí, yo misma te acompañaré.


Refunfuño un poco más, pero acabo aceptando. Vamos a un pequeño gastropub cerca de Madison Avenue. Ya tengo una hamburguesa con queso con una pinta realmente deliciosa delante cuando me revuelvo incómoda en mi silla.


—Me siento culpable —confieso—. Debería estar en la oficina.


—Se acabó —protesta indignadísima Amelia.


En un rápido movimiento, coge mi bolso de la silla entre las dos y comienza a rebuscar frenética en él. No entiendo qué hace, pero entonces saca mis llaves de la oficina y mi BlackBerry y se las guarda en el bolsillo de su vestido estampado de Marc Jacobs.


—¿Qué haces? —me quejo.


—Aquí lo importante es lo que vas a hacer tú —dice devolviéndome el bolso—. Vas a terminarte esa hamburguesa y vas a irte donde quieras, menos a la oficina —me aclara—, y vas a distraerte. Necesitas dejar de pensar cinco malditos minutos o vas a volverte loca.


—No puedo.


—Paula, te conozco. ¿Crees que no sé que, sea lo que sea lo que te está pasando, te tiene muy preocupada?


No sé qué contestar y me siento culpable de nuevo, aunque por unos motivos completamente diferentes. Me gustaría poder contárselo todo. Nunca, desde que nos conocemos, nos hemos ocultado nada, pero implicaría tener que hablarle de todo lo que está ocurriendo con la empresa y el nuevo comprador, preocuparla; sincerarme acerca de Pedro, decirle que nos estamos acostando, pero que no tengo la más remota idea de lo que hay entre nosotros y, sobre todo, confesarle que estoy enamorada de él y preocuparla todavía más.


—Siento muchísimo no poder contártelo.


La expresión de Amelia cambia al instante. Sonríe llena de amor y me agarra las dos manos.


—Lo sé, y también sé que, cuando estés preparada, lo harás —sentencia.


Sonrío. A veces no sé qué haría sin ella y Saint Lake City.


—Tienes que desconectar —me anuncia—, descansar, y mañana verás las cosas muchísimo más claras. Yo me ocupo de todo en tu apartamento —se adelanta a mi siguiente objeción, pero frunzo el ceño. No puedo desaparecer de casa sin más—. Tú sal a distraerte —continúa alzando las manos—, bébete una copa, prueba a ligar. —Enarca las cejas con demasiada efusividad y no tengo más remedio que echarme a reír—. No sé, lo que te apetezca, pero des-co-nec-ta.


La observo sopesando sus palabras y, para qué negarlo, pensando en cómo robarle las llaves de la oficina. Sin embargo, tras poco más de un minuto, me doy cuenta de que tiene razón. Si volviese ahora al despacho, sólo me agobiaría pensando en Hernan y en todos los que trabajan allí... Necesito un poco de aire. 


—Está bien —claudico.


—Genial —sentencia satisfecha.


Le doy el primer bocado a mi hamburguesa y ella hace lo mismo con su sándwich.


Unos veinte minutos después, nos despedimos en la parada de metro de la 50. He intentado convencerla para que, por lo menos, me deje volver a casa, pero, según ella, me metería en la cama con un montón de carpetas y tampoco conseguiría dejar de pensar en el trabajo.


Así que, sola, en mitad de una calle cualquiera de Manhattan, tengo que pensar qué hacer. La respuesta llega casi automáticamente. Pedro ya debe de haber terminado la reunión. Quizá esté en su oficina. Sonrío algo tímida, recorro la manzana que me separa de la Sexta Avenida y comienzo a caminar hasta el 1375.


El portero me deja pasar y subo hasta la planta sesenta. A mi paso, las luces van encendiéndose. La oficina de Claudio Cunningham ya está cerrada y en Colton, Alfonso y Brent todo parece también muy tranquilo. Quizá se haya marchado ya a casa. No sé por qué he dado por hecho que estaría aquí.


—Buenas noches —me saluda una chica con una amable sonrisa desde detrás del mostrador de recepción—, ¿en qué puedo ayudarla?


—Buenas noches, estaba buscando a...


—Yo me ocupo, Eva.


La voz me resulta familiar y me giro para comprobar a quién pertenece. Sonrío cuando veo a Jeremias Colton caminando hacia mí.


—Hola —lo saludo.


—Hola, Paula. —Me sonríe y deja unos documentos sobre el mostrador de recepción—. Tres copias y súbelo a los iPad —informa a su empleada.


Ella asiente y le dedica una caída de pestañas muy cerca del aleteo a la vez que recoge los papeles y sonríe nerviosa. No la culpo. Trabajar en esta oficina tiene que ser como una tortura china. Tienes tres jefes y los tres parece que se han escapado de una convención de modelos de Armani.


—Imagino que vienes a ver al embaucador que tengo por socio.


—Ese mismo —respondo con una sonrisa.


Jeremias me la devuelve y me hace un gesto para que avance delante de él. Al pasar junto al despacho con las paredes de cristal, no puedo evitar bajar la cabeza avergonzada al tiempo que una nueva sonrisa se apodera de mis labios. ¿Sabrán Jeremias y Damian el espectáculo que Amelia y yo montamos aquí?


Espero que no.


—Están en la sala de reuniones —me informa.


¿Están? Imagino que se refiere a Pedro y Damian.


—Si estabais reunidos o algo parecido, puedo volver en otro momento —me disculpo.


¿Por qué no se me habrá ocurrido rescatar mi BlackBerry de manos de mi queridísima amiga y llamar antes de venir?


«Porque estabas un poco... impaciente.»


Jeremias niega con la cabeza.


A unos pasos de la sala se oye un sonido muy rápido, como el de una palmada, y a alguien estallar en risas. —Lara Archer, eres la peor jugadora del mundo —protesta Pedro divertido.


Frunzo el ceño confusa e involuntariamente miro a Jeremias. 


Él sonríe y me indica con la mano la puerta que debemos traspasar. Bajo el umbral, ya puedo ver a Pedro. Está sentado en una enorme mesa de madera con las manos extendidas y, sobre las de él, las de una chica muy guapa y muy joven con un precioso vestido. No puede ser verdad, ¿están jugando a manitas calientes?


—Tienes que intimidarme —la reta Pedro—. Dedícame tu peor mirada.


Ella entorna los ojos, pero apenas un segundo después frunce los labios y acaba echándose a reír.


Damian, sentado en una de las sillas al otro lado de la mesa, sonríe sincero sin levantar la vista de los documentos que revisa.


—¿Ésa es tu peor mirada? —se mofa Pedro entre risas—. Vamos a tener que decirle a tu novio que te enseñe un par.


Jeremias sonríe con una arrogante satisfacción cuando oye la palabra novio. Creo que no me equivoco al decir que él es el dueño de ese título.


—La culpa es tuya —contraataca ella—. Deja de sonreír.


La entiendo perfectamente.


—No estoy sonriendo —replica muy serio.


La chica entorna los ojos de nuevo, pero, cuando más concentrada está, él sonríe enseñándole todos los dientes, ella rompe a reír y él la golpea en las palmas.


—Tramposo —protesta divertida.


—Tres a uno —responde en absoluto arrepentido.


—Mira lo que tengo que aguantar —susurra Jeremias ladeando la cabeza hacia mí. Yo sonrío, él me devuelve el gesto y finalmente entra—. Alfonso, tienes visita —lo avisa dirigiéndose hacia la mesa.


Pedro alza la mirada, y, al encontrarse con la mía, su sonrisa se ensancha. La chica de pronto se pone tensísima. Pedro vuelve a prestarle atención, aparta las manos que aún tenía bajo las de ella y, con una sonrisa enorme, me señala con un leve gesto de cabeza. Ella mira a Jeremias, que también le sonríe y, tras dar un suspiro enorme, comienza a caminar hacia mí con el paso lento e inseguro. Yo los observo sin entender nada. Miro a Pedro por encima del hombro de la chica y él me guiña un ojo.


—Hola, soy Lara Archer —se presenta a punto del tartamudeo.


—Encantada —respondo—, me llamo Paula, Paula Chaves.


Ella vuelve a suspirar. Los tres hombres nos observan en silencio, pero Jeremias lo hace de una manera más intensa, un gesto lleno de protección pero también de un amor casi infinito. Finalmente Lara parece armarse de valor y me tiende la mano. Yo arrugo la frente confusa. Es una situación de lo más simple, una sencilla presentación, y, sin embargo, tengo la sensación de que estamos dando pasos de gigante. 


Cuando se la estrecho, todo su cuerpo parece tensarse hasta un límite insospechado y tan sólo un segundo después sonríe nerviosa, incluso un poco desbocada, pero verdaderamente feliz. No puedo evitar que el gesto se contagie a mis labios y, con ese intercambio de sonrisas, toda la tensión de la habitación se deshace.


—Encantada de conocerte —añade todavía con una sonrisa de oreja a oreja y, feliz, corre hacia Jeremias, que, sentado en el borde de la elegante mesa, la estrecha entre sus brazos tomándola por la muñeca y le da un beso de película en mayúsculas.


Ese beso ha sido una recompensa en toda regla.


—¿Qué haces aquí, Niña Buena? —pregunta Pedro ya frente a mí.


Su voz me distrae y me hace caer de lleno en su red. ¿Cómo puede sonar tan increíblemente masculina?


Abro la boca dispuesta a decir algo, pero la cierro. Vuelvo abrirla y vuelvo a cerrarla. No sé por qué he venido. Sólo quería estar con él.


—No lo sé —digo al fin.


Pedro entorna los ojos, estudiándome.


—Ven —dice al fin, cogiéndome de la muñeca y sacándome de la sala de reuniones.


—Hasta luego —me despido, pero no creo que ninguno haya podido oírme.


Cuando sólo nos hemos alejado unos pasos, su mano se desliza contra la mía y entrelaza nuestros dedos. Cada vez que hace eso, lo hace lleno de familiaridad, como si fuera la opción más natural entre nosotros, y su cuerpo manda un mensaje al mío: estamos conectados.


Cruzamos el pasillo, volvemos a la recepción y tomamos el corredor opuesto. Pedro abre la segunda puerta con la que nos topamos y nos hace entrar. No puedo evitar que un suspiro de pura admiración se me escape. ¡Es un despacho espectacular! Hay dos estanterías blancas envejecidas repletas de libros y lo que parece un centenar de tratados sobre derecho. En la pared opuesta hay un mullido sofá y en el centro, dominándolo todo, un precioso escritorio. A sus lados no hay ningún mueble ni archivador, como si no quisiese que nada lo molestase cuando está metido en su burbuja de números, leyes y prospectos empresariales. Es la mesa de alguien que adora su trabajo y realmente disfruta de él.


Pedro cierra la puerta a mi espalda y me obliga a darme la vuelta. El movimiento, como pasó con su voz hace sólo unos minutos, consigue devolverme de nuevo a su red. A veces me asusta lo sencillo que le resulta que todo lo demás deje de existir para mí.


—¿Qué pasa, Paula?


—No pasa nada —me apresuro a responder.


Pedro enarca las cejas. Está claro que no me cree.


—¿Te he contado alguna vez que, cuando mientes, arrugas la nariz? —comenta socarrón.


—Pues entonces no quiero contártelo, Alfonso —replico insolente, cruzándome de brazos.


—Paula —me reprende con suavidad.


—Estoy preocupada —me sincero al fin—... nerviosa —rectifico—... un poco. Y pensé que quizá tú podrías distraerme —pronuncio al fin en un murmuro.


—¿Distraerte? —repite divertido.


Asiento escondiendo un labio bajo el otro.


—Sí —me reafirmo.


—Distraerte, ¿hablando? —continúa burlón.


Pedro —me quejo—, distraernos desnudos.


Me está torturando y lo está pasando en grande, el Guapísimo Gilipollas.


—Cuando estoy contigo, me olvido de todo —me explico, encogiéndome de hombros, disculpándome. No creo que a él le pase lo mismo, ni siquiera que sea lo que quiere escuchar— y eso es lo que necesito.


Pedro me observa durante un par de segundos que se me hacen eternos.


—¿Desnudos? —pregunta al fin, riéndose de mí.


—Mejor me marcho —replico asesinándolo con la mirada y echando a andar hacia la puerta.


—Ven aquí —sentencia con una sonrisa, cogiéndome de la muñeca, estrechándome contra su cuerpo y besándome—. Por supuesto que voy a distraerte.


Me lleva contra la puerta y sus manos vuelan hasta mi trasero. Una parte de mí quiere seguir pensando, pero con cada caricia de su boca es más y más difícil. He soltado los mandos de la nave y se los he entregado a él.


Fabrica un reguero de besos desde mis labios a mi mandíbula, mi cuello, mi hombro. Me muerde con fuerza y espera a mi gemido para apretar un poco más y sentir cómo mi cuerpo se derrite contra el suyo.


—Pedro —murmuro.


—Quiero llevarte a un sitio —me propone en un ronco susurro, atrapando mi mirada con sus increíbles ojos azules.


Ha sonado misterioso, casi mágico, dejándome claro, sin usar una sola palabra más, que, sea donde sea que pretende llevarme, lo pasaré deliciosamente bien.


—De acuerdo —musito.




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