sábado, 29 de julio de 2017

CAPITULO 31 (TERCERA HISTORIA)





Debería salir corriendo sin mirar atrás, pero no puedo.


Se ha marchado de su propio apartamento con una excusa barata. Y en el fondo no sé de qué me quejo. Pedro Alfonso es un mujeriego y, aunque sea capaz de prepararte el desayuno y dejarte dormir en su cama, en el fondo no quiere a una mujer ahí más allá del sexo, y tampoco lo necesita.


Estoy enfadada, dolida, triste. Estoy asustada. Sé que no puedo permitirme colarme por él, que me haría daño y saldría mal, pero, da igual lo claro que lo tenga, no quiero perderlo, no puedo, todavía no.


—No vas a irte a ningún sitio —sentencia a mi espalda.


Debería volver a ser una chica lista, pero creo que tampoco tengo ya esa opción.


Me giro despacio y allí está, el hombre más atractivo que he conocido nunca. El único que ha conseguido que me tiemblen las rodillas, pero que también me ha hecho reír, me ha hecho sentir valiente, especial.


—Me he comportado como un imbécil —pronuncia sin asomo de dudas, clavando sus increíbles ojos en los míos—, pero voy a ganarme que me perdones.


Sé que lo hará y sé que yo acabaré perdonándolo. 


Cabeceo. 


Creo que todo esto se me está yendo de las manos. ¿Qué pasará la próxima vez? ¿Y si esa próxima vez incluye a una chica en su cama? No somos novios. Él mismo ha dicho que algún día conoceré a otro hombre. Debería salir corriendo. 


No debería mirar atrás jamás.


—¿No tienes la sensación de que todo esto se ha complicado demasiado? —murmuro.


—Sí —responde casi en un susurro, con el tono aún más grave.


Aparto la mirada y me muerdo el labio inferior, tratando de contener las lágrimas.


—¿Crees que es posible encontrar a la persona perfecta para ti pero no poder estar con ella?


Porque estás demasiado asustada, porque ha destrozado más corazones de los que ni siquiera recuerda, porque no quieres cometer los mismos errores.


—Sí —susurra de nuevo, todavía más cerca, con la voz llena de todo lo que está sintiendo, de la rabia, de la frustración.


Pedro me besa y yo lo recibo casi desesperada. Sé que va a acabarse y que ese momento llegará pronto, pero ahora necesito vivir todo lo que él quiera darnos, porque, aunque sé que es el mayor error que podría cometer, estoy enamorada de él.


—Por favor, no me hagas daño.


La súplica ha cambiado, porque todos los sentimientos también lo han hecho. El delirante salto al vacío sigue siendo el mismo, pero la altura se ha multiplicado por mil.


—Nunca haré nada que te haga daño, Paula.


Daría todo lo que tengo por poder creerlo.


Regresamos a su cama, a toda la pasión y el placer. Soy plenamente consciente de que no hemos hablado de nada, ni siquiera sé qué tenemos, pero volvemos a ser solamente él y yo, y nada más importa.


Las dos semanas siguientes son una divertidísima locura. 


Pedro y yo no nos despegamos un solo instante y tengo que hacer uso de todo mi sentido de la responsabilidad, además de verme obligada a aceptar todo tipo de pervertidos chantajes sexuales, para no quedarme a dormir cada noche en su casa.


Mi momento preferido es la hora del almuerzo. 


Prácticamente todos los días la hemos pasado en nuestro privilegiado rincón de moqueta verde con vistas al Rock Center, con Pedro sentado en el suelo y yo, a horcajadas sobre él, besándonos, acariciándonos, pero sin hacer nada más, sólo disfrutando de toda la excitación, la sensualidad y lo bien que se le da devorarme despacio.


—Definitivamente esto se parece mucho a tener diecisiete años —bromea contra mi boca, justo antes de atrapar mi labio inferior entre sus dientes y tirar de él.


Gimo bajito y sonrío a la vez. Las manos de Pedro en mi cintura me estrechan contra su cuerpo y volvemos a fundirnos en un beso largo y profundo. Si Robert Doisneau nos viese, ya nos habría hecho medio centenar de fotos.


—Me gusta volver a tener diecisiete años otra vez contigo.


—Mañana vamos a cumplir la mayoría de edad y voy a volver a follarte contra esa ventana.


Sonrío encantada. Hemos tenido sexo en mi despacho, en el suyo, en las escaleras de emergencia, y ayer me sugirió lo divertido que sería ir a comer algo al cuarto de la fotocopiadora. Acepté pensando en chocolatinas y la verdad es que salí mucho más satisfecha.


—¿Me estás acosando laboralmente? —pregunto divertida.


—Realmente no trabajamos en la misma empresa, así que, técnicamente, no podría llamarse acoso laboral.


Me muerde el mentón y se desliza por mi cuello, marcando una cálida línea con su experta lengua.


Estoy a un delicioso beso más de cerrar los ojos y pedirle que sea ya nuestro cumpleaños.


—Y, entonces, ¿cómo se llamaría esto?, técnicamente hablando —especifico sin poder dejar de sonreír.


—Tenerla dura todo el santo día —contesta sin una pizca de remordimiento—, técnicamente hablando.


Se me escapa una carcajada y frunzo los labios para contener otra.


—Desde luego —replico divertida.


—Soy abogado —añade socarrón, separándose apenas unos centímetros para que volvamos a estar frente a frente—. Tengo muchos recursos lingüísticos.


—Y siempre la tienes dura.


Pedro se humedece el labio inferior, tratando de ocultar una sonrisa y fracasando estrepitosamente.


—Oírtelo decir a ti no ayuda, ¿sabes?


—Puedo imaginarlo —contesto asintiendo.


Los dos nos echamos a reír. Antes de que nuestras carcajadas se diluyan, Pedro me besa de nuevo, estrechándome otra vez con fuerza.


—Olvídate de esa reunión con Hernan y vamos a echar un polvo.


—No puedo —replico sin dejar de besarnos— y tú tampoco puedes. Tienes una reunión muy importante con Clarence Nagori.


—Te prometo que va a ser muy divertido. Tengo algo muy grande para que juegues —susurra entrecerrando los ojos, como si fuese a darme el mejor regalo del mundo.


—¡Pedro! —lo regaño entre risas.


Pero otra vez vuelve a besarme, acallando mis risas y mis protestas.


Sólo han pasado unos minutos cuando el móvil de Pedro comienza a sonar. Corta la llamada sin separarse de mí y deja el smartphone en el suelo.


—Deberías haberlo cogido.


—No, de eso nada —replica.


Su teléfono vuelve a sonar.


Pedro —lo llamo.


Él me ignora por completo y mete sus manos debajo de mi blusa. Me acaricia el estómago, las costillas. El muy tramposo está intentando distraerme... y lo está consiguiendo.


—Podría ser Beatrice con algo importante —digo agarrándome a mi último atisbo de cordura— o el señor Nagori.


Pedro resopla, saca sus manos de golpe y se separa. Por un momento me siento como si me hubiesen sacado de un sueño. Él me mira y sonríe con malicia mientras recupera su iPhone.


—Tú te lo has buscado —me espeta.


Le dedico mi peor mohín y él me sonríe por respuesta.


—Alfonso —contesta—... dime, Beatrice...


Yo suspiro y me concentro en arreglarle el nudo de la corbata. Se la aflojó cuando subimos y ahora está hecho un desastre.


—... Sí —continúa—, si el señor Nagori necesita adelantar su reunión, no tengo ningún problema...


Sonrío impertinente sin apartar la vista de mis manos sobre su corbata azul. Yo tenía razón y debía coger el teléfono. Pedro se da cuenta y me pellizca la cadera. Suelto un lastimero «ay» sin dejar de sonreír y él lo hace más que encantado.


—Quiero que salgas ya para la oficina y te asegures de que Eva y la secretaria de Damian lo tienen todo listo... Perfecto, adiós.


Cuelga y me observa en silencio mientras le hago un nuevo nudo a la corbata.


—Cuando éramos críos, mi hermano Sebastian y yo siempre nos peleábamos por hacerle el nudo de la corbata a mi padre. Nos encantaba pasar tiempo con él por las mañanas, antes de que se marchara al trabajo y nosotros tuviésemos que irnos al colegio. Siempre me llamaba Bluebird —recuerdo con una tenue sonrisa—, como ese pájaro azul.


Pedro sonríe y continúa contemplándome. Alza la mano y enreda los dedos al final de un mechón de mi pelo.


—¿Qué le pasó a tu padre?


—Murió —murmuro—. Un ataque al corazón. Hace diez años.


—Lo siento —me dice sincero.


Yo niego con la cabeza y me obligo a sonreír.


—No te preocupes. Está todo bien.


Pedro imita mi gesto, lleno de ternura. Yo termino de hacerle el nudo y meto la corbata bajo su chaleco.


—Estás perfecto. Eres el lobo de Madison Avenue —añado parafraseando el título de la peli de Scorsese, adaptándola a la vecinísima avenida. De pronto caigo en la cuenta de algo y sonrío—. ¿Recuerdas cuando Amelia y yo nos colamos en tu oficina?


Pedro alza la mirada y se rasca la barbilla fingidamente pensativo.


—¿Escenas del Kamasutra en las paredes y una delincuente preciosa y algo borracha armada con un rotulador?


Frunzo los labios luchando por no sonreír por enésima vez, ¿acaba de decir que soy preciosa?


—Sí, efectivamente —replico alzando la barbilla altanera—. Ya te dije que no soy una niña buena, Alfonso —Me dedica su media sonrisa más sexy y por un momento nos miramos cómplices—. Si fuimos hasta allí, fue para conocer la guarida del lobo —digo llenando las palabras de expectación— y también tienes tatuado uno. —Vuelve a sonreír más que satisfecho y yo me doy cuenta de que he sonado más admirada de lo que me gustaría, dejándole absolutamente claro que pienso en su cuerpo desnudo todos los días, cosa que es verdad pero que no tiene por qué saber. Pedro Alfonso no necesita que le inflen más ese ego—. Va a resultar que es un animal que te va —me explico displicente—... por lo del tatuaje —añado rápidamente—, no porque seas tan seductor como un lobo o tan enigmático... —Su sonrisa se ensancha. ¿Por qué tengo la sensación de que estoy haciendo mi fosa más honda con cada palabra? —... No eres nada de eso... nunca... jamás.


—Eres adorable.


Me da un último beso y me pone en pie. Yo me aliso la falda y lo observo de reojo, no quiero echar más leña a ese fuego, mientras se pone la chaqueta.


Recolocándose los gemelos, camina hacia mí. Ese gesto es tan masculino y a la vez tan sensual, denotando una aplastante seguridad, que por un instante pierdo el hilo. 


Decido dejar caer la última barrera y lo miro de arriba abajo sin ningún disimulo. Si quiere reírse de mí, que lo haga, el recuerdo de un modelo de la portada de Esquire caminando hacia mí va a hacer mis noches más cálidas el resto de mi vida. Pedro sonríe. Cuando mis ojos se concentran en su boca, su gesto se ensancha y se inclina sobre mí.


Me muerdo el labio inferior, absolutamente hechizada. Ya casi puedo saborear sus besos. Entreabre sus labios y su suave aliento calienta los míos.


Lo deseo. Lo deseo. Lo deseo.


—Te tengo donde quiero, Niña Buena —susurra a escasos centímetros de mi boca.


Me dedica su espectacular sonrisa y, sin más, sale de la habitación.


¿Qué? ¿Dónde está mi beso?


¡Qué cabronazo!


Corro tras él y me asomo desde la barandilla para poder verlo.


—Te lo tienes demasiado creído —replico insolente.


Pedro se detiene en mitad de la escalera, alza la cabeza y vuelve a dedicarme esa sonrisa tan sexy por la que cualquier mujer cambiaría de peluquero y de religión. Sus ojos azules, su pelo revuelto y todo su atractivo hacen el resto para que sencillamente tenga que tragarme mis palabras. Me tiene donde quiere y ni siquiera ha necesitado decir una palabra para demostrarlo.


Se marcha encantadísimo consigo mismo y yo tengo que suspirar un par de veces para recuperar el control de mi cuerpo.


Guapísimo Gilipollas: 1; Paula: 0.


«Más bien, Guapísimo Gilipollas: 21.487; Audrey: 0.»



No hay comentarios:

Publicar un comentario