lunes, 24 de julio de 2017
CAPITULO 15 (TERCERA HISTORIA)
La cafetería me recuerda a esas que salen en las pelis de los años cincuenta. Cada mesa de metal está flanqueada por dos sofás de cuero rojo y la kilométrica barra está acompañada por una fila de mullidos taburetes.
Pedro nos guía hasta una de las mesas junto a los inmensos ventanales. En cuanto tomo asiento y me deshago del abrigo, abro la carta, pero, antes de que pueda haber leído dos líneas del menú, un camarero se acerca.
—¿Qué van a tomar? —pregunta.
Lo miro e inmediatamente vuelvo a la carta. No tengo ni la más remota idea.
—Dos Budweiser y dos sándwiches de pollo —pide Pedro, que ya se ha quitado su marinero.
El chico asiente y se retira anotando la comanda. Yo lo miro a la vez que frunzo los labios. No tengo claro que me haya gustado que haya pedido por mí sin ni siquiera preguntarme.
—A lo mejor soy alérgica al pollo —comento cruzándome de brazos sobre la mesa— o a lo mejor lo odio a muerte —agrego insolente—. ¿No lo habías pensado?
Pedro imita mi postura con cierto aire misterioso que poco a poco va transformándose en la sonrisa más canalla del mundo.
—Todo lo que te dé de comer te encantará. Puedes estar segura, Niña Buena —sentencia.
Entorno la mirada y cuadro los hombros.
—Eres un sinvergüenza, Alfonso —me quejo a punto de echarme a reír, pero creo que no es más que un extraño mecanismo de defensa recién adquirido y es como si, muy en el fondo, o quizá no tanto, mi cuerpo y mi mente tuviesen clarísimo que cada palabra que ha dicho es cierta.
Pedro sonríe de nuevo sin una pizca de arrepentimiento y se deja caer contra la espalda del mullido sofá. El camarero llega con nuestras cervezas.
—¿Así que te han dado plantón? —pregunta cogiendo la suya.
Yo asiento mientras le doy un trago a la mía. Está helada.
—Sí —respondo sin más.
De cualquier otra persona me molestaría la falta de tacto, lo directo que puede llegar a ser, pero, de Pedro, no. No quiero tener secretos con él, aunque tampoco pretendo contárselo todo. Es muy confuso. Lo que sí tengo claro es que no me apetece perder un segundo hablando sobre Gustavo.
La campanilla de la puerta suena y casi al mismo tiempo Pedro sonríe con la mirada fija en esa zona de la cafetería. Extrañada, me vuelvo y veo a una chica pelirroja devolverle la sonrisa y acercarse a nosotros. De inmediato una sensación que no me gusta y que nunca había experimentado se concentra en la boca de mi estómago.
La chica alza una mano a modo de saludo a la vez que Pedro se levanta.
—¿Qué haces aquí? —pregunta sorprendida.
Tiene la nariz llena de pecas y unos preciosos ojos azules.
—¿Qué haces tú aquí? —inquiere él a su vez, burlándose de lo expresiva que ha sido.
Ella lo golpea en el hombro y en ese mismo instante repara en mí. Yo sonrío nerviosa.
—Karen, te presento a Paula —comenta Pedro—. Paula, está es Karen.
Me obligo a relajarme y me levanto.
—Hola —nos saludamos.
—¿Dónde está Damian? —demanda.
—En la oficina —responde la chica—. Quería pasar a recoger unos archivos. He quedado con él allí. Vamos a ir a comprar algunas cosas para el bebé.
Sonríe encantadísima y el gesto de Pedro se ensancha.
—¿Por qué no te quedas a comer con nosotros? —propongo, no sé si porque quiero caerle bien o porque necesito decir algo.
Pedro asiente.
—Muchas gracias, pero no puedo —se excusa—. Sólo he entrado a saludar. —De pronto parece caer en la cuenta de algo—. Ahora que lo pienso, tú no deberías estar... Déjalo —se interrumpe a sí misma alzando la mano—. Creo que prefiero no saberlo.
Alfonso sonríe algo incómodo y, sin quererlo, yo comienzo a hacerme un montón de preguntas.
¿Quién es Karen? ¿De qué se conocen? Y, ¿dónde se supone que debía estar Pedro?
—La oficina está algo lejos, ¿quieres que te pida un taxi? —le ofrece.
Ella niega con la cabeza.
—No, me apetece dar un paseo.
Pedro sonríe.
—Os dejo que comáis tranquilos —se despide—. Encantada de conocerte, Paula.
—Lo mismo digo, Karen.
Los dos la observamos hasta que sale y Pedro un poco más mientras se aleja por la Séptima.
—Esa chica parece muy simpática —comento tras coger con los dedos la patata más pequeña del plato y comérmela—. ¿Dé que la conoces? —indago antes de que siquiera haya sido un fugaz pensamiento en el fondo de mi cerebro.
Pedro deja de mirar por la ventana y se toma unos segundos para contestar, mientras yo me estoy muriendo lentamente de la vergüenza por preguntar lo que claramente no es asunto mío.
—Es la prometida de uno de mis mejores amigos.
—¿Tenéis mucha confianza? —Suena como una pregunta, pero no lo es. Es obvio que la tienen.
—Sí, así es —replica misterioso.
Yo asiento y clavo la vista en mis dedos, que perezosos cogen otra patata.
—¿Os habéis acostado? Antes de que fuera la prometida de tu mejor amigo, quiero decir.
No levanto la mirada. No quiero. Pero ¿qué me pasa? Desde luego tengo que tomar algún medicamento para que el filtro entre mi boca y mi cerebro no se largue cada vez que le apetezca. Estoy seriamente tentada de llevarme el pulgar a los dientes y mordisquearlo, pero no quiero dejarle tan cristalinamente claro que estoy nerviosa y, sobre todo, todas las ganas que tengo de saber la respuesta a esa pregunta por mucho que me autoengañe.
—¿En serio? —inquiere Pedro, separándose el botellín de Budweiser de los labios, al borde de la risa—. ¿Cómo has podido siquiera pensarlo? —me reprende divertido.
—Y a ti, ¿cómo te parece tan raro? —protesto alzando la cabeza.
Es un auténtico mujeriego. Tengo razones de sobra para pensarlo.
—No me he acostado con ella —niega arisco—. No me he acostado con todas las mujeres del planeta —añade como si fuese capaz de leerme la mente—. Yo jamás me iría a la cama con la chica de un amigo.
Está enfadado y yo automáticamente me doy cuenta de que he metido la pata. Cada vez tengo más claro que, más allá de las bromas y la tranquilidad y el control con los que parece tomarse la vida, Pedro Alfonso es un hombre de principios.
—Entre Nueva York y Portland hay unos ciento cincuenta millones de mujeres —comento tras cuadrar los hombros y mirar al techo, fingiendo que realmente estoy haciendo unos cálculos complicadísimos. Quiero hacerle reír para redimirme por ser una completa idiota—. Nos quedamos con las más menos diez años con respecto a tu edad en un plazo de... —lo observo con mi actitud más científica, tratando de discernir cuándo el mujeriego dio el primer paso para serlo—. Seguro que empezase pronto en el sexo. ¿A los diecisiete?
Aunque trata de disimularlo perdiendo su mirada por la cafetería, cuando sus ojos vuelven a atrapar los míos, está sonriendo.
—Seguro que fue con una mujer mayor que tú —apunto, entornando los ojos para llenar mi afirmación de misterio y peligro.
Se humedece el labio inferior sin dejar de sonreír.
—Una profe joven y divorciada del instituto —continúo—, que fumaba cigarrillos mentolados junto a la ventana los días de calor, apoyando una pierna en la otra, dejando que su vestido de tirantes de algodón y estampado de flores permitiera ver el borde de su muslo despacio.
—Me la has puesto dura —me interrumpe divertido.
Frunzo los labios y le tiro una servilleta convertida en una bola.
—Eres lo peor.
—Has empezado tú —contesta encogiéndose de hombros—. Y para que quede claro —me desafía cruzándose de brazos otra vez sobre la mesa e inclinándose de nuevo sobre ella. Guarda silencio unos segundos, consiguiendo que mi expectación crezca sin control—, no era profesora —añade con un sonrisa traviesa, con un poco de malicia y mucha seguridad en sí mismo.
Yo trago saliva sin apartar mis ojos de los suyos.
—¿Te liaste con alguien mayor?
Sé que he sido la primera en insinuarlo, pero sólo bromeaba.
Pedro vuelve a sonreír, un gesto lleno de atractivo.
—Fue increíble. Yo salía con Elaine, una chica preciosa de mi instituto. Los dos estábamos en el último año. Cada vez que iba a su casa, su madre me ofrecía un cigarrillo mientras esperaba a que Elaine bajase. Yo aceptaba y me lo fumaba con ella en el patio. Una noche, después del cigarrillo, me invitó a pasar y se preparó un whisky. Era una mujer increíble, muy sensual. Yo no podía dejar de pensar en todas las cosas que sabría hacer.
Asiento suavemente, siguiendo cada palabra que parece revivir mientras la pronuncia. Está siendo un poco más sexy, un poco más misterioso, casi peligroso, y yo estoy hechizada por completo.
—Me dijo que Elaine no estaba en casa. Se acercó a mí sabiendo perfectamente que las presillas de su ligero asomaban bajo su vestido. Al llegar hasta mí, yo estaba hipnotizado y muy muy excitado. Sólo tuvo que empujarme con uno de sus suaves dedos para dejarme caer en el sofá. Levantó la pierna, apoyó la punta del pie en la mesa y me dejó ver el liguero con el que yo no había dejado de fantasear ni un solo segundo desde que la vi por primera vez.
Cierro los muslos y los aprieto suavemente. La sangre me corre rápida y caliente y toda mi atención se centra en sus labios. Maldita sea, nunca había estado tan excitada.
—Me echó el polvo de mi vida —sentencia.
Contengo un suspiro.
—Seguimos viéndonos a escondidas. Yo sólo podía pensar en tocarla. Lo necesitaba tanto como respirar. Elaine me dejó y conoció a otro tipo, pero, cuando se prometió, me di cuenta de que realmente la quería y comprendí que tenía que dejarlo con la señora Robinson.
Pedro sonríe y yo tardo un segundo más de lo que me gustaría en salir de mi ensoñación. ¡Qué cabronazo! ¡Es el argumento de la peli El graduado! ¡Se ha estado riendo de mí todo el tiempo!
—¡Eres un idiota, Alfonso! —protesto.
Mi cerebro emplea un momento en reanalizar la situación y por qué lo he llamado Alfonso en vez de Pedro, como me han pedido todos mis impulsos.
Sonríe encantado, además de con toda la suficiencia del mundo. Sí, te has quedado conmigo, pero no te recrees, capullo.
—Mentiroso.
—Me divierto. Eso que tú no sabes hacer —comenta cogiendo una patata.
¿A qué ha venido eso?
—Por supuesto que sé divertirme —me quejo indignada.
Pedro frunce los labios. Está claro que ni siquiera va a molestarse en fingir que me cree.
—Sé divertirme —repito sin asomo de dudas—... cuando es necesario.
—¿Y cuándo no es necesario? —replica al borde de la risa.
—Obviamente cuando trabajo.
Alfonso niega con la cabeza.
—¿Alguna vez dejas de ser una niña buena?
Sus ojos se vuelven aún más traviesos y se llenan con un poco más de malicia cuando pronuncia esa frase. Tengo la temeraria sensación de que quiere que le diga que sí.
—No soy ninguna niña, así que deja de llamármelo.
Es la respuesta más adulta y, desde luego, la que va a meterme en menos líos.
—¿Cuándo fue la última vez que tuviste una cita? —me pregunta.
Maldita sea, ni siquiera me acuerdo. Alzo la mirada tratando de recordar.
—Joder, Chaves, ¿tienes que pensarlo? —exclama—. Eso quiere decir que hace muchísimo tiempo...
—Puede que no tenga citas —lo interrumpo—, pero es sólo porque no tengo tiempo con el...
—Trabajo —dice conmigo al unísono, riéndose claramente de mí.
Lo asesino con la mirada.
—Sí, el trabajo —me reafirmo— y otras muchas cosas que no son asunto tuyo, Alfonso —aclaro alzando la barbilla—. No tengo citas, ¿y qué? Eso no significa que vaya a morir sola... o, por lo menos, no lo significa todavía.
—No te preocupes, no dejaría que murieras sola.
—¿Acaso quieres hacer uno de esos pactos por el que, si a los cuarenta ninguno de los dos tiene una relación, nos casaremos?
—No, quiero regalarte un gato —responde burlón.
—Idiota —replico, otra vez al borde de la risa.
Le lanzo otra arma de destrucción masiva, esta vez una patata.
—Deja de tirarme comida. Estás en la mesa, jovencita —me reprende con una sonrisa producto de su propia broma.
—Ha sido divertido.
—¿Ves como no sabes divertirte?
—Sí que sé.
Vuelve a negar con la cabeza.
—De eso nada.
—Claro que sí.
—Cuéntame un chiste —me reta.
¿Qué?
—No voy a contarte ninguno.
—Además de todo, eres una cobarde, Chaves —replica resignado.
—No soy ninguna cobarde —protesto alzando las manos.
—Quiero un chiste.
—Pero...
—Un chiste —me interrumpe.
—No pienso...
—Un chiste —repite como el adolescente insufrible que es.
—Un gato entra en un restaurante —comienzo a decir, sólo para que se calle.
Sonríe encantado por haberse salido con la suya y yo resoplo sin poder evitar que su gesto se entremezcle con el mío y acabe contagiado en mis labios.
—Hay una gatita blanca y delgada junto a su dueña al fondo del local. El camarero se acerca al gato y le pregunta «¿mesa para uno?» y el gato responde «¿por qué? ¿No puedo montármelo con las dos en la misma mesa?».
Empequeñezco la mirada hasta casi cerrar los ojos a la vez que me muerdo el labio inferior. Pedro se queda observándome muy serio y muy callado... y de pronto rompe a reír, consiguiendo que automáticamente yo también lo haga.
—Joder, Chaves. Ha sido el peor chiste del mundo.
—Prometo que los próximos serán mejores.
—Creo que me inquieta saber que hay más —contesta cogiendo su botellín de cerveza y dándole un trago.
Nuestras carcajadas se van calmando hasta que sólo nos queda una suave sonrisa en los labios.
—Te dije que no era ninguna cobarde. Además, ¿una chica cobarde estaría pensando en hacerse un tatuaje? —lo desafío.
La cara de Pedro cambia por completo y su sonrisa se vuelve diferente.
—¿De verdad quieres hacerte uno?
Asiento.
—Lo que pasa es que no sé dónde.
—Eso depende del tatuaje.
—Es que tampoco sé qué tatuarme —respondo haciendo énfasis en el qué.
—Ven aquí.
Alzo la cabeza, pero por un momento su orden deja clavado el resto de mi cuerpo. Creo que ha sido la manera en la que ha pronunciado esas dos únicas palabras con su voz grave, casi ronca, y el toque exacto de sensualidad... o quizá ha sido cómo ha cambiado su mirada desde que hemos empezado a hablar de tatuajes.
No aparta sus ojos de los míos. Yo trago saliva y, despacio, me incorporo y camino hasta sentarme a su lado. Nerviosa, lo hago prácticamente en el borde del asiento. Cuando me tiene donde quiere, Pedro sonríe y de nuevo parece marcar un antes y un después con ese gesto.
—Yo tengo cuatro tatuajes.
Al oírlo, me giro e inconscientemente me deslizo por el sillón hasta quedar más cerca de él. Nunca habría imaginado que tuviese tatuajes.
Mi cara de sorpresa debe parecerle de lo más divertida, porque vuelve a sonreír al tiempo que se humedece el labio inferior. Sus ojos azules, por un momento, dibujan mi cara, posándose en cada centímetro hasta que vuelven a atrapar mi mirada.
Sin previo aviso, ni un solo segundo para mentalizarme, coge mi mano. Sus dedos se desperezan contra mi palma, llenando mi estómago de unas mariposas que ni siquiera entiendo, y lentamente la guía hasta llevarla contra la parte superior de su brazo izquierdo, casi en el hombro. Aún más despacio, dibuja una figura. Yo no puedo dejar de observar sus dedos manejando los míos, alzar la mirada y sentirme
diferente con la forma en la que él también me mira, y darme cuenta una vez más de que es uno de los hombres más guapos que he visto nunca.
—Es el escudo del regimiento donde mi abuelo luchó en la segunda guerra mundial.
Asiento torpe y nerviosa, con el corazón latiéndome cada vez más de prisa. Kiss me,de Ed Sheeran, comienza a sonar bajito.
—Aquí —dice moviendo mi mano hasta que recorremos su pectoral derecho y descendemos unos centímetros por su brazo— tengo un lobo.
Sonrío y casi al mismo tiempo me muerdo el labio inferior, recordando cómo Amelia y yo hablamos de su despacho como la guarida del lobo. No podíamos tener más razón.
—Te pega mucho —murmuro.
La sonrisa de Pedro se ensancha. Sus dedos vuelven a entrelazarse con los míos y tira de mí, brusco, tomándome por sorpresa y consiguiendo que mi cuerpo otra vez vuelva a quedarse dulcemente inmóvil.
Mi respiración ya es un caos. Mueve mi mano otra vez poco a poco hasta dejarla sobre su hombro izquierdo.
—Muévela —me ordena en un susurro increíblemente sexy y masculino.
No pienso, sólo obedezco. Creo que nunca había dejado de pensar. Bajo la mano despacio por su espalda y siento su armónico cuerpo tensarse con suavidad bajo la punta de mis dedos.
—Es una cruz de san Patricio —dice cuando llego a su omoplato.
—Es el patrón de Irlanda, ¿verdad? —prácticamente musito.
—Digamos que tiene el difícil cometido de cuidar de los irlandeses por todo el planeta.
Su sonrisa aparece suave y sensual, poniéndome las cosas aún más difíciles. Debería dejar de mirarlo. Debería hacerlo urgentemente.
Pedro atrapa de nuevo mi mano y la lleva hasta sus costillas. Bordea la primera de la derecha con mis dedos y vuelve a sujetarme la mano con fuerza.
—Aquí me tatué «Evelyn».
—¿Te tatuaste el nombre de una chica una noche de borrachera?
—Algo así.
Asiento. No quiero seguir preguntando. Muevo mi mano bajo la suya. Él la separa apenas unos milímetros, lo justo para dejarme emprender mi propio recorrido. Subo por su perfecto torso hasta llegar a su corazón. Sus latidos retumban serenos, llenos de todo el control que me gustaría sentir, mientras la palma de su mano calienta el reverso de la mía.
—¿Por qué no tienes nada tatuado aquí?
Sonríe de nuevo, suelta mi mano y alza la suya. Suavemente me mete un mechón de pelo tras la oreja, con los ojos fijos en el movimiento, y se humedece los labios.
—Porque es la piel del corazón —sentencia volviendo a clavar sus ojos en los míos —. Cuando lo haga, tiene que ser algo que realmente valga la pena.
Sus palabras están llenas de seguridad y de la idea de que nunca hace nada si no es lo que quiere hacer, que nunca pierde el control. Nadie me había parecido tan atractivo jamás.
—Esa Evelyn tuvo que ser una mujer increíble para que decidieras llevar su nombre para siempre.
Su mirada se endurece.
—No quiero hablar de eso —sentencia sin dejar un solo resquicio para la réplica
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Bueno, va mejorando la relación parece. Muy buenos los 3 caps.
ResponderEliminar