lunes, 24 de julio de 2017
CAPITULO 13 (TERCERA HISTORIA)
El sábado por la mañana me levanto más nerviosa que cualquier otro día de la semana y no tiene nada que ver con Cunningham Media. De hecho, hoy ni siquiera tengo que ir a la oficina.
Resoplo girándome en la cama y clavo la mirada en el techo.
He quedado para comer con Gustavo.
Cuando hablamos ayer por la tarde e insistió en que quedáramos para almorzar, tendría que haber dicho que no, pero no puedo dejar de pensar que quizá quiera empezar a hacer las cosas bien y, si al fin ha entendido eso, no puedo ser yo la que se niegue ahora.
Apenas he puesto un pie descalzo en el parqué cuando oigo la puerta principal abrirse y a Adela, la madre de Amelia, gritar desde la cocina que ha hecho tortitas para desayunar.
Vivir en el mismo edificio que Amelia es genial, pero vivir al lado del de Adela, no tiene precio. Hace las mejores tortitas del mundo.
Me recojo mi media melena en una cola algo desastrosa y voy hasta la cocina. Adela ya está sirviendo el desayuno mientras Amelia y Saint Lake City están poniendo la mesa.
Obviamente ése no es el nombre de mi otra mejor amiga.
Empezamos a llamarnos por nuestras ciudades natales, Saint Lake City, en su caso, y Nueva York, en el mío, para Amelia es Arizona.
Saludo a Adela con un beso enorme en la mejilla y ayudo a las chicas a terminar de prepararlo todo.
En mitad del desayuno, mi móvil suena avisándome de un nuevo mensaje. Me levanto y regreso a la mesa con la vista puesta en la pantalla de mi BlackBerry. Es un mensaje de Gustavo en el que me anuncia el lugar donde quiere quedar.
Por supuesto no hay ni un «buenos días», ni un «por favor», ni un «gracias».
Es un auténtico imbécil.
Respondo con un escueto «sí» y él tiene el valor de responderme quejándose y advirtiéndome de que, si no quiero ir, que no lo haga. Yo resoplo discretamente. Además de un imbécil, es un malnacido. ¿Por qué tuvo que volver?
—¿Con quién te traes tantos mensajitos? —pregunta Amelia, perspicaz, al otro lado de la isla de mi cocina—. ¿No será con cierto Guapísimo Gilipollas?
La miro, pero por un momento me quedo bloqueada. No quiero decirles que he quedado con Gustavo.
No es santo de la devoción de ninguna de las tres, con toda la razón. Y, por otra parte, tampoco entiendo a qué viene ese comentario sobre Pedro. Sólo somos amigos; mejor dicho, compañeros de trabajo. Aunque, siendo sincera, desde la conversación que mantuvimos ayer, quizá haya tenido uno... o puede que unos veinte pensamientos que no podrían encuadrase específicamente en la sección de cosas que piensas sobre tus compañeros de trabajo, a no ser que trabajes en el hospital de «Anatomía de Grey».
—Por supuesto que no —respondo al fin.
No sé qué cree que me traigo con Pedro, así que mejor no darle más leña para ese fuego.
—¿Sabéis? —interviene Saint Lake City —. Me muero de ganas de conocer a ese hombre. Tiene que ser realmente increíble si ha conseguido que recuerdes que tienes vagina —me suelta sin ningún remordimiento.
Yo entorno los ojos y frunzo los labios enfurruñada.
—Claro que recuerdo que tengo vagina —protesto—; quiero decir —continúo cruzando los brazos—, que no necesito recordarlo porque sé perfectamente dónde está, aunque no la use —Resoplo. Maldita sea, acabo de darle la razón—. Sí la uso —rectifico —, mucho... muchísimo... Sois lo peor —me quejo malhumorada, rindiéndome y provocando las risas de Arizona y Saint Lake City.
—Y tú tienes que echar un polvo —replica la primera.
—Chicas —las regaña Adela, salvándome.
Las dos se callan de golpe y yo sonrío satisfecha. Les va a caer una buena.
—Muy bien dicho, Adela. ¿Qué clase de tema de conversación es éste para el desayuno? —la espoleo, sabiendo lo importante que son para la madre de Amelia los modales en la mesa—. Y ella ha dicho vagina —avivo el fuego señalando a Saint Lake.
—Y ya va siendo hora de que asumas que tienes una o acabará pareciendo una cueva llena de murciélagos —me replica Adela.
Las tres la miramos con los ojos como platos.
—Apuesto toda mi pensión a que ese Guapísimo Gilipollas sabe muy bien lo que se hace en la cama —añade—. Si tú no te decides, me presentaré en tu oficina y le explicaré cómo hacíamos las cosas en mi época.
Se hace un segundo de denso silencio en la cocina y acto seguido las cuatro estallamos en carcajadas.
—¿Entendido? —me advierte cuando nuestras risotadas se aplacan, señalándome con el tenedor.
—Entendido —respondo.
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