lunes, 24 de julio de 2017

CAPITULO 14 (TERCERA HISTORIA)




El desayuno fue genial, como siempre que estoy con las chicas, pero ahora vuelvo a estar nerviosa, mucho, de pie en la esquina de la 28 Oeste con la Octava, muy cerquita del Madison Square Garden, esperando a Gustavo.


Miro mi reloj de pulsera una vez y vuelvo a girar sobre mis pies. Ya he perdido la cuenta de cuántos paseos absurdamente cortos he dado.


Mi teléfono comienza a sonar al fondo del pequeño bolso que llevo cruzado. Miro la pantalla y frunzo el ceño, confusa. Es Gustavo.


—Hola —respondo—. ¿Dónde estás?


Echo a andar de nuevo y una ráfaga de viento helado me sacude al acercarme a la intersección entre las dos calles. Hace un frío que pela.


—Creo que es mejor que nos olvidemos de la comida, Paula —suelta de un tirón.


Yo arrugo aún más la frente. ¿Cómo puede pedirme eso?


—Fue idea tuya, Gustavo —le recuerdo molesta.


—Ya lo sé —se apresura a interrumpirme—, pero lo he estado pensado y no me parece bien. No estaríamos actuando de la manera más correcta.


Esa frase, no lo que ha dicho, sino las palabras que ha utilizado, llaman mi atención e inmediatamente mi enfado se multiplica por mil.


—Has hablado con mi hermano Sebastian, ¿verdad?


Gustavo guarda silencio al otro lado de la línea. No me lo puedo creer. Estoy cansada de revivir la misma situación una y otra vez.


—Tiene razón, Paula. Deberíamos hacer las cosas de otra forma.


—Pues ven a comer y hablémoslo —replico exasperada.


Me paso las manos por el pelo y cierro los ojos tratando de recordar por qué hago esto a pesar de que Gustavo no merece la pena en ningún sentido.


—Has estado desaparecido prácticamente diez años, hasta que un día llegaste prometiendo cosas que no has cumplido —le espeto cabreada—. Aun así, cada vez que me has pedido una oportunidad, te la he dado y ¿ahora me sales con éstas?


—Ya he tomado una decisión —me informa altivo.


—Pues, cuando cambies de opinión, no vengas a buscarme.


Sin decir nada más, ni darle oportunidad de que él lo haga, cuelgo. ¡Estoy harta! Cómo me gustaría poder borrarlo de mi vida de un plumazo. Es un cobarde incapaz de hacer lo que quiere hacer, ni siquiera lo que cree que es correcto. Rebufo y, antes de que la idea cristalice en mi mente, llamo a mi hermano Sebastian. Él también tiene mucha culpa de toda esta situación.


—Tienes que dejar de meterte en mi vida —siseo en cuanto descuelga—. Maldita sea, no soy ninguna niña. 


—Esa comida no era buena idea, Paula —rebate pausado.


—¿Por qué? —prácticamente vocifero. Ya no aguanto más—. ¿Porque tú lo has decidido? ¡Es mi vida y son mis decisiones!


—¿Y qué buena decisión podrías tomar con Gustavo? Es un maldito idiota.


—Ya lo sé. Si alguien sabe lo imbécil y miserable que es, ésa soy yo, pero no puedo echarlo de mi vida sin más, aunque lo esté deseando. Por favor, entiéndelo de una vez.


Sebastian guarda silencio un segundo.


—Quizá tú no puedas, pero yo sí —sentencia.


¡Dios! Es como vivir en un maldito bucle.


—Yo no quiero que lo hagas.


—Paula...


—Me da igual todo lo que vayas a decirme —me adelanto.


No quiero escuchar otra vez la cantinela de siempre sobre que sólo quiere cuidar de mí. Es injusto y llega demasiado tarde, concretamente diez años tarde.


—Sólo estoy haciendo lo que papá hubiese querido que hiciese.


Aprieto los labios con fuerza y siento el llanto detrás de mis ojos. No quiero pensar en mi padre ahora. 


—Tengo que colgar, Sebastian —murmuro.


—Podemos ir a comer juntos —me propone, tratando de sonar todo lo dulce que es capaz.


Suspiro. Es mi hermano y lo quiero, pero no me gustaría aceptar quedar con él, estar bien los cinco primeros minutos y acabar discutiendo por Gustavo y todo lo demás. Me merezco un descanso.


—Gracias —respondo serenando también mi tono de voz—, pero prefiero irme a casa.


—Paula... —me llama.


—Adiós, Sebastian.


Cuelgo y contengo el aluvión de lágrimas. Me gustaría decir que son de pura rabia, pero hay muchas más cosas... Cabeceo y cuadro los hombros. No quiero pensar en eso, es lo último que necesito. Giro mi BlackBerry entre mis manos. 


Llamaré a las chicas, podemos almorzar juntas y después irnos de tiendas o a dar una vuelta por el parque. Lo intento con Amelia, pero salta el contestador y en ese momento recuerdo que se iba con su madre a pasar la tarde a Jersey, a casa de su abuela. Vuelvo a marcar.


—Hola, Nueva York —descuelga cantarina al otro lado.


—Hola, Saint Lake —respondo con una sonrisa—. ¿Te apetece que comamos juntas?


—Lo siento, no puedo —se disculpa.


Toda mi esperanza de pasar un día de chicas se apaga. 


Parece que al final sí que tendré que volver sola a mi apartamento.


—He quedado con... con alguien.


En cuanto oigo sus palabras, sonrío de oreja a oreja.


—Eso es genial. ¿Quién es el afortunado? ¿Lo conozco? ¿Lo conoce Amelia? Si se lo has contado a ella antes que a mí, pienso dejar de hablarte —bromeo.


—No le he dicho nada —responde entre risas—. Sólo estamos... quedando —me explica—. No es nada serio.


Apuesto a que ahora mismo la sonrisa que tiene es tan grande que va a partirle la cara en dos. Me alegro mucho por ella. Se lo merece.


—Sea lo que sea, quiero detalles —le exijo—. Sube a verme cuando termines.


—Cuenta con ello.


—Diviértete.


—Lo mismo digo.


Cuelgo y frunzo los labios mirando a mi alrededor. Me he quedado sin comida con las chicas. Por lo menos ahora estoy de mejor humor y creo que por eso una idea bastante absurda cruza por mi mente.


Cabeceo desechándola automáticamente y atravieso la calle para llegar a la parada de metro de la 28. Sin embargo, aún estoy a unos pasos de la estación cuando me detengo en seco y simplemente sopeso el descabellado pensamiento. 


Puedo llamarlo y podemos almorzar juntos. En la oficina lo hemos hecho algo así como un millón de veces. No es nada raro, somos amigos, quiero decir, compañeros de trabajo.


Saco el teléfono una vez más y deslizo el pulgar sobre su nombre.


Cuatro tonos después, responde.


—¿Diga?


De pronto mi cuerpo se tensa hasta el último centímetro. Es sábado. Lo más probable es que se haya levantado en la cama de una chica con pinta de supermodelo y ahora piense tirársela en la ducha.


Qué idiota puedes llegar a ser, Bluebird.


—¿Audrey? —me llama algo confuso.


—Paula —digo al fin, y acto seguido me golpeo en la frente con la palma de la mano.


Durante unos segundos eternos se hace el silencio en la línea telefónica.


—Hola —repite con la voz ronca.


Sin quererlo, me quedo callada. Estoy en blanco. ¡Por el amor de Dios, esto es ridículo! ¡Habla, mema!


—A lo mejor te parece un poco extraño —me disculpo por adelantado—, pero había quedado para comer y me han dado plantón, y he pensado que quizá te apetecía que almorzáramos juntos. ¿Qué me dices? —añado, e inmediatamente me doy cuenta de lo impaciente que he sonado.


Soy un absoluto desastre.


Otra vez un silencio de lo más angustioso se apodera de la línea. Vamos, Guapísimo Gilipollas, di que no para que pueda colgar, dejar que la tierra me trague y seguir adelante con mi vida en el inframundo.


—Así que plantón —pronuncia socarrón—. ¿Significa que soy tu plan B, Chaves?


—En realidad eres el plan D —respondo encogiendo los hombros.


Pedro rompe a reír y yo consigo relajarme un poco.


—¿Dónde estás? —quiere saber.


—En la 28 Oeste, cerca del Madison Square Garden.


Oigo algunos ruidos al otro lado de la línea que no consigo identificar y a Pedro tarareando You only live once, de The Strokes. Sonrío. Siempre que está pensando, tararea alguna canción muy bajito. A veces creo que ni siquiera se da cuenta de que lo hace.


—Hay una cafetería cerca de Herald Square, a unas pocas de manzanas de la estación. Se llama Daisy’s. Nos vemos allí en veinte minutos.


Espero algo impaciente y algo nerviosa. Han pasado exactamente veinte minutos cuando Pedro aparece caminando por la Séptima. En seguida su atuendo llama mi atención. Nada de elegantes trajes a medida de tres piezas ni camisas impecablemente remangadas. Sólo unos vaqueros gastados, una camiseta gris y un marinero con el cuello levantado. A unos metros de mí, me mira de arriba abajo y sonríe. Hago memoria sobre mi atuendo: unos leggins oscuros, un jersey de punto color crema y un abrigo que me está dos tallas grande. Yo tengo aspecto de haberme escapado de una clínica de rehabilitación, mientras que él parece salido de un catálogo de moda de náutica. 


Qué injusto.


—Hola —lo saludo cuando aún está a unos pasos—. Gracias por venir —añado rápidamente—. No tienes que quedarte por pena —suelto de un tirón—. Es sábado y debes de tener un montón de planes con chicas... guapas.


Una buena manera de decir «chicas que no se hayan vestido en dos minutos, después de darse una ducha de cinco mientras se terminaban las tortitas porque, como siempre, a su día parece que le faltan horas desde que suena el despertador».


Pedro me observa un par de segundos.


—¿Insinúas que sólo salgo con chicas guapas?


—No —me apresuro a responder—. Está claro que tú sabes encontrar el atractivo a cualquier cosa... chica —rectifico—... cualquier chica que te guste —concluyo.


¿Qué demonios me pasa? Pedro sonríe divertido, viéndome hundirme más y más.


—¿Qué tengo que hacer para que olvidemos esta conversación? —inquiero al fin.


Definitivamente rompe a reír mientras yo no tengo más remedio que dejar que mis labios se curven hacia arriba.


Menudo desastre estás hecha, Bluebird.


—¿Alguien te ha dicho alguna vez que hablas muchísimo?


Le dedico un mohín.


—Sí, alguna vez —confieso. La misma idea vuelve a torturarme—. En serio, si tienes otro plan...


—Estoy aquí, ¿no? —me interrumpe con una sonrisa.


Yo asiento sin dejar de mirarlo y por primera vez esa sonrisa que tantas veces he visto me parece un poco más sincera y mucho más bonita.


—Vamos a comer —propone echando a andar, cogiéndome de la mano y tirando de mí para que lo siga—. Me muero de hambre.




No hay comentarios:

Publicar un comentario