martes, 13 de junio de 2017

CAPITULO 9 (PRIMERA HISTORIA)




Un elegante jaguar negro nos espera junto a la acera. El chófer nos abre la puerta y nos acomodamos en la parte trasera.


La primera cita es el Upper West Side y a partir de ahí el día es una auténtica locura. 


Cuando nos montamos en el coche tras la última, me sorprende ver una bolsa de la Apple Store en el asiento. Miro al señor Alfonso confusa y él me devuelve una sonrisa arisca y fugaz.


—Ábrela, Pecosa. Tú puedes.


Vuelve a sonar odioso, pero simplemente lo ignoro. Cojo la bolsa de papel y sonrío, casi río, nerviosa al ver un iPhone 6. 


¡Es increíble! ¡Acaba de regalarme un móvil! ¡Un último modelo! Tiene la carcasa de atrás rosa chicle y, no sé por qué, ese simple detalle me hace sonreír de nuevo.


—No lo tenían con pegatinas de estrellas y unicornios. Espero que no te importe.


Divertida, le hago un mohín y él sonríe otra vez; breve, pero es una sonrisa sincera.


Sin embargo una lucecita se enciende en el fondo de mi cerebro. No puedo aceptarlo. Él es mi jefe y ése es sólo uno de los motivos. El resto de ellos prefiero no planteármelos.


Haciendo un increíble esfuerzo, vuelvo a meter el teléfono en su estuche y el estuche en la bolsa.


—No puedo aceptarlo —digo dejando la bolsa de nuevo sobre el asiento vacío entre los dos.


—¿Por qué? —pregunta displicente.


—Porque eres mi jefe y no se aceptan este tipo de regalos de un jefe. Eso no es profesional.


Me preparo mentalmente para dar un elaborado discurso. He visto muchas películas de sobremesa sobre oficinas.


—Es un móvil de empresa —me interrumpe con cierto tono de exigencia, como si le cansara tener que dar este tipo de explicaciones.


Ahora mismo sólo quiero que la tierra me trague. Tengo la boca más grande del mundo.


El chófer arranca y nos incorporamos a Lexigton Avenue. Ya son más de las seis y afortunadamente el tráfico ha mejorado bastante desde esta mañana.


El señor Alfonso no ha vuelto a decir una palabra y yo me sigo sintiendo la persona más estúpida del universo. Sin embargo, caigo en un pequeño detalle. Es rosa chicle. Los móviles de empresa no son rosa chicle. —Es rosa —comento escuetamente.


Él suspira exasperado y echa la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el respaldo del sillón.


—Es una carcasa, Pecosa.


De pronto parece enfadado. No le está haciendo ninguna gracia todas las vueltas que le estoy dando. Quizá debería aceptarlo y ya está.


—Si es de empresa, obviamente no es mío. Es sólo un préstamo — sentencio.


—Como quieras —responde malhumorado perdiendo su vista en la ventanilla—. Además, necesitas tener un móvil, porque, si no, cómo voy a encontrarte un domingo por la mañana cuando, por ejemplo, tengas que recoger mi ropa del tinte.


Vuelve a observarme, me sonríe impertinente y yo le dedico la peor de mis miradas. Antes muerta que recogerle la ropa de la tintorería. Bajo su atenta mirada, pierdo la mía en mi ventanilla y, a pesar de todo, sonrío disimuladamente. 


¡Tengo móvil nuevo!


Cuando regresamos a la oficina, estoy totalmente agotada, más cansada de lo habitual incluso. Quiero irme a casa, pero, gracias al odioso de mi jefe, que no ha vuelto a dirigirme la palabra, el único día que no tengo que ir a trabajar al restaurante lo voy a pasar prácticamente hasta la noche en la oficina.


El señor Alfonso se marcha a hablar con Jeremias Colton, el socio que aún no conozco, y me deja sola en el despacho. 


No me lo pienso dos veces. Me quito los zapatos y me siento en el suelo apoyándome en el sofá.


Estoy muy muy cansada. Sólo quiero meterme en la cama y dormir dos días seguidos. Cojo mi móvil nuevo y sonrío otra vez. Me encanta.


También saco mi chocolatina de emergencia del bolso.


El señor Alfonso regresa antes de lo que esperaba, pero no me levanto.


Sé que me tiene aún aquí sólo para torturarme y lo peor es que el bastardo disfruta sabiendo que lo sé.


Lo miro mal, pero parece darle igual; incluso tengo la sensación de que le hace gracia. Es un gilipollas presuntuoso.


Con una sonrisa de lo más insolente, pero para mi desgracia de lo más sexy, se detiene junto a mí, se acuclilla y me roba la chocolatina. Sin apartar sus ojos de los míos, se la come de un bocado, consiguiendo que toda mi atención se centre en su boca perfecta.


—No deberías comer chocolatinas o esas piernas flacuchas pronto dejaran de estarlo —me dice sin que esa impertinente sonrisa lo abandone.


Oh, venga ya. Esto es el colmo.


Todo el enfado de esta mañana vuelve a mí como un verdadero ciclón y me levanto de golpe.


—¿Sabe? Es usted un imbécil. —Mi cariñoso calificativo le hace sonreír y eso me enfada aún más—. Aún no me ha llamado por mi nombre ni una sola vez y encima ahora me dice esto. Pues, para su información, a lo mejor el que debería preocuparse de no comer chocolatinas es usted, porque no es tan guapo ni tan irresistible.


Vale, he mentido, pero se merece cada palabra que le he dicho.


¿Cómo se ha atrevido a hablarme así? Es sencillamente increíble.


Enfadada como lo he estado pocas veces en mi vida, giro sobre mis talones y me dirijo hacia la puerta, pero en un rápido movimiento el señor Alfonso me coge de la muñeca y me gira hasta que mi espalda se apoya contra la pared. Atraviesa la ínfima distancia que nos separa con un solo paso mientras sus increíbles ojos aguamarina atrapan sin remedio los míos y clava sus brazos a ambos lado de mi cabeza.


Lo único que se oye en toda la habitación son nuestras respiraciones aceleradas.


—Me encanta esa naricita —susurra indomable y sensual—. Me gusta cómo la arrugas cuando te enfadas conmigo. —Sonríe endiabladamente sexy y sus ojos me dominan por completo. Tengo la sensación de que no podría escapar de ellos de ninguna manera—. Y tus labios me vuelven loco.


¡Dios, está tan cerca!


Mis ojos bailan de los suyos a su boca. Él se inclina un poco más.


Noto su cálido aliento entremezclándose con el mío. Suspiro, casi gimo.


—Lástima que no te parezca guapo ni irresistible —sentencia.


Y, sin más, se separa de mí y camina hacia la puerta.


¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! ¿Qué acaba de pasar aquí?


«Que tienes la boca muy grande, Paula Chaves.»


Un suspiro decepcionado se escapa de mis labios y provoca una nueva sonrisa presuntuosa y sexy en los suyos.


—Hasta mañana, Pecosa —se despide insolente ya en la puerta—. Que duermas bien —concluye cerrándola tras de sí.


Yo grito frustrada y pataleo. Es el hombre más insufrible y odioso, el capullo más gilipollas y presuntuoso que he conocido en toda mi vida.


«Y hace un escaso minuto te morías por que te besara.»


Me pongo los ojos en blanco exasperada. Voz de mi conciencia, te odio.








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