martes, 13 de junio de 2017

CAPITULO 7 (PRIMERA HISTORIA)




Una hora más tarde tengo toda la documentación lista. Me siento increíblemente orgullosa de mí misma y creo que me he ganado un descanso. Voy a las máquinas expendedoras del fondo de la planta y regreso con una lata de Coca-Cola light y las energías renovadas. Hoy va a ser un buen día.


Mientras se graban las tarjetas de memoria, comienzo a ordenar las carpetas. Tengo que echarles un vistazo una por una para saber cómo archivarlas. Voy abriéndolas y haciendo diferentes montones. Si la información no fuera tan densa o por lo menos estuviera más familiarizada con ella, iría más rápido, pero, con mis conocimientos actuales, prácticamente debo ir papel por papel y ya llevo al menos diez montones porque, como todo me suena a chino mandarín, no sé hasta qué punto qué carpeta podría ir con qué otra.


Sin previo aviso, el portátil hace un sonido de lo más raro, de los que automáticamente hacen que se te suba el corazón a la garganta. Corro hasta él y miro la pantalla.


—No. No puede ser. ¡No puede ser!


La pantalla está completamente en negro con un mensaje de error en lenguaje binario justo en el centro. Eso no puede ser bueno. Tiro las carpetas que aún tengo en la mano sobre la mesa, pero deciden complicarme más el día y caen al suelo, abriéndose y desperdigándose por todo el parqué. ¿Qué más me puede pasar? Me agacho para recogerlas. Se han mezclado todos los papeles, lo que significa que no sólo tendré que ojear los documentos, tendré que leerlos para saber cuál va en cada carpeta. Genial, genial, genial.


Al levantarme, me golpeo la cabeza con la mesa. Uf, qué daño. Me llevo la mano donde me he dado el topetazo y entonces oigo un característico sonido que justo en ese preciso instante me da auténtico pavor. Alzo la cabeza y veo la lata de Coca-Cola light, esa que tan merecida me creía tener, tumbada y el refrescante líquido empapando por completo mi móvil.


«Eso por preguntarte qué más podía pasar.»


Me quedo sentada en el suelo, rodeada de carpetas y papeles y viendo cómo mi smartphone se da un baño de burbujas. Me niego a levantarme.


En ese momento en el que estoy apreciando en todo su esplendor el chiste que es mi vida, la puerta se abre. Desde mi posición no veo quién es.


Sólo oigo pasos acercarse. Unos segundos después observo al señor Alfonso rodear la mesa y detenerse frente a mí.


—¿Qué haces ahí, Pecosa? —pregunta como si la situación fuese de lo más común.


—He tenido un pequeño problema con el portátil.


Asiente y desde su posición mira el ordenador y de paso todos los dosieres esparcidos por la mesa y el suelo.


—¿Y todas esas carpetas?


—No me dio tiempo a archivarlas y estaba intentando organizarlas aquí cuando tuve el pequeño problema.


Vuelve a asentir.


—¿Eso que hay sobre tu móvil es Coca-Cola?


—Light —respondo en un golpe de voz.


—Una mala mañana, entonces.


Sonríe y me tiende la mano. Yo le devuelvo la sonrisa y la acepto. Por primera vez en tres días no me parece el hombre más odioso del universo.


—Bueno, lo primero es deshacernos de este móvil —comenta cogiendo mi viejo Sony Xperia y tirándolo a la basura.


Yo lo miro con los ojos como platos. Tenía esperanzas de resucitarlo de alguna manera.


—Era mi móvil —me quejo.


—Oh, perdona, ¿querías despedirte? —pregunta irónico y odioso.


Suspiro con fuerza. El capullo presuntuoso ha vuelto. Él me ignora por completo y se centra en el ordenador. Comienza a teclear algo y el mensaje binario cambia a uno con el mismo aspecto horrible pero por lo menos en lenguaje legible.


—Encárgate de las carpetas, ya que parece que lo tienes todo tan bien... —hace una pequeña pausa fingiendo que busca la palabra adecuada —... organizado.


Sigue sonando de lo más sardónico. Queda claro que está riéndose de mí.


—Me alegra divertirle, señor Alfonso. —Y yo también sueno irónica.


—Para eso estás, Pecosa —responde sin asomo de duda.


Lo miro escandalizada y con los labios fruncidos, conteniéndome por no cerrar el ordenador de golpe y estampárselo en la cara. Él me dedica una sonrisa fugaz, insolente y que parece decir «sé que soy odioso, pero soy tan guapo que me lo puedo permitir», y todo mi cuerpo suspira como un idiota. ¡No me puedo creer que encima tenga razón!


Malhumorada, cojo las carpetas y me las llevo al archivo. Allí
termino de ordenar las dos que cayeron al suelo y las guardo todas.


De vuelta en la sala de conferencias, descubro que el señor Alfonso ya ha resucitado el ordenador y se están grabando las tarjetas de memoria.


Voy al baño a humedecer unos clínex para limpiar el estropicio del refresco y, cuando regreso, el portátil está cerrado y las tarjetas de memoria están perfectamente ordenadas sobre él. El señor Alfonso está de pie, hablando por teléfono, con la mirada perdida en el gran ventanal. Es tan guapo que por un momento olvido lo odioso que también es.


—No, creo que tendremos que empezar desde el principio… Está claro que no es la solución que pensamos que sería.


Al reparar en mí, me mira durante unos segundos antes de volver sus ojos al skyline de Manhattan.


—Después seguimos hablando… Sí, claro. Adiós.


El señor Alfonso se gira, se cruza de brazos y se apoya en el ventanal.


Posa su mirada de nuevo en mí y por algún motivo comienzo a sentirme tímida y muy muy nerviosa. Es lo último que quiero, pero empiezo a sospechar que es por algo más que lo laboral.


—¿Cómo conseguiste hacer todo el trabajo ayer? —pregunta con la voz tranquila pero algo dura.


Está claro que Macarena tenía razón. Es muy listo. Además, algo en su mirada me dice que no debería mentirle.


—Lola y Macarena me ayudaron —confieso.


Tengo que aprovechar la oportunidad para contarle toda la verdad y acabar con esto antes de que la mentira sea todavía más insostenible.


Él asiente, se incorpora con un movimiento fluido y coge las tarjetas de memoria. Soy consciente de que tengo que seguir hablando, explicarle que no quise mentirle, que todo fue un malentendido, pero las palabras se niegan a abandonar mi garganta.


—Tienes el resto del día libre.


—¿Por qué? —pregunto confusa y algo inquieta—. Creía que quería que estuviera con usted en esas reuniones.


—Cambio de planes —responde lacónico y, sin más, sale de la sala.


Me siento increíblemente mal y, aunque no lo reconocería ni en un millón de años, gran parte es por el hecho de que creo haberle decepcionado. Es ridículo, ni siquiera me cae bien.


Me marcho de la oficina con una sensación de lo más extraña. Los últimos años de mi vida las cosas no han sido del todo fáciles para mí, pero nunca me he rendido y ahora parezco haberlo hecho incluso antes de empezar. Por Dios, un MacBook y una Coca-Cola light han podido conmigo.


Cruzo el pasillo enmoquetado y entro en las oficinas del señor Seseña.


—Lola, ¿nos vamos a comer? —pregunto no muy animada—. Tengo el resto del día libre y no entro en el restaurante hasta las seis.


—¿Y eso? —inquiere extrañada—. Pensé que tenías que asistir a unas reuniones.


—El señor Alfonso ha cambiado de opinión.


Lola hace una mueca y mira de reojo a Macarena. Sí, yo también sé que no da buena espina.


—Pues ¿sabes qué? —comenta levantándose de un salto dispuesta a animarme—. Que si el ogro te da el resto del día libre, habrá que aprovecharlo. Nos vamos de compras —sentencia.


Su efusividad me hace sonreír, pero no me llega a los ojos.


—No tengo un centavo —comento recalcando lo obvio.


—¿Y qué? Vamos a estrenar mi nueva tarjeta de crédito, en la que pone «Señorita Lola Cruz». Eduardo Cruz ya no existe ni para los bancos —continúa pletórica.


Vuelvo a sonreír y esta vez es de verdad. Me alegro muchísimo por ella. Lleva mucho tiempo esperándolo y se lo merece.






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