martes, 13 de junio de 2017

CAPITULO 8 (PRIMERA HISTORIA)




En el restaurante, el turno acontece sin mayor problema hasta que, por estar distraída pensando en cosas en las que no debería pensar, como el señor Pedro Alfonso, me hago un corte en el costado con la puerta de la cámara frigorífica. Cleo me lo cura. Tanto Saul como ella misma insisten en que vaya al hospital por si necesito puntos, pero no es demasiado grande ni tampoco muy profundo, así que decido que no es para tanto y continúo trabajando.


Durante los descansos, me leo un manual básico de contabilidad aún más básica que compré en una librería en la 57. No es gran cosa, pero por lo menos me da una idea de las premisas más elementales. Convenzo a Saul para que me explique el programa de contabilidad que él usa en el local y, cuando regreso a casa, ya en la cama y con los ojos cerrándoseme sistemáticamente por el sueño, busco en Google algo más de información.


Me duermo repitiéndome el plan que he perfilado a lo largo del día.


No voy a rendirme con esto. Puedo con el trabajo. Sólo tengo que concentrarme y dejar de lamentarme por lo que no sé hacer. Aprendo rápido. Lola lo dijo y es verdad, aunque lleve dos días olvidándolo.


Le demostraré al señor Alfonso de lo que soy capaz.



****

El despertador suena a las seis en punto. Estoy increíblemente cansada. Es cierto que apenas he dormido y llevo unos días de locos, pero este cansancio es aún peor, más incluso que cuando trabajé con gripe hace un par de semanas. Además, vuelvo a estar muerta de frío. Es urgente que encuentre la manera de arreglar las malditas ventanas.


Después de dos ibuprofenos y una ducha con el agua casi hirviendo, me pongo el vestido nuevo que Lola me regaló ayer, azul oscuro, ajustado y sin mangas, y me subo a mis peep toes negros. Delante del espejo, me seco el pelo cantando a pleno pulmón los grandes éxitos de Sia, imaginando que estoy en un videoclip y el secador es uno de esos ventiladores que les ponen a las grandes estrellas. Cuando termino, tengo la cabeza como el león de la Metro. Me pregunto si esto también le pasará a Beyoncé después de grabar un vídeo.


Soy la primera en llegar a la oficina y no podría estar más orgullosa.


Voy al despacho del señor Alfonso y me pongo en marcha. Archivo las carpetas de todo lo que estuvo viendo en las reuniones de ayer, preparo toda la documentación que necesitará para las de hoy y, gracias al pequeño truco que me enseñó Macarena y al programa que me recomendó Lola, averiguo todo lo que el señor Alfonso piensa pedirme que haga hoy y adelanto más de la mitad.


Poco antes de las ocho oigo ajetreo en la entrada y, apenas un minuto después, la puerta de la oficina se abre. Cuadro los hombros y espero con una sonrisa de lo más insolente en los labios.


Cuando el señor Alfonso alza la mirada, inmediatamente la baja recorriendo mi vestido nuevo. Sin embargo, no es su mirada presuntuosa y arisca de otras veces. Ahora parece sorprendido y sus ojos tan azules como verdes se oscurecen.


—Buenos días, señor Alfonso —susurro.


Todo mi plan de mostrarme impertinente se evapora por la manera en la que me mira. Vuelvo a sentirme nerviosa, con la respiración acelerada y el corazón latiéndome de prisa.


Él no me responde. Me sigue contemplando en la distancia y yo siento un deseo sordo y líquido naciendo en el fondo de mi vientre e inundándolo todo.


Carraspea y en un solo segundo recupera el control de la situación.


Aparta su mirada de mí y se dirige con paso firme hacia la mesa. Ni siquiera entiendo cómo o por qué, pero en ese preciso instante me siento desamparada.


—Hoy tenemos un día complicado. Necesito las estadísticas de negocio de la financiera de Dean Clifford.


—Hecho —respondo de un golpe y no puedo evitar que el orgullo regrese a mi voz.


El señor Alfonso me mira sorprendido.


—También he elaborado las previsiones de ventas de Foster para la reunión de hoy y he investigado un poco sobre la constructora finesa que ha pujado para hacerse cargo de la obra del gaseoducto. Como se reúne con Dan Oliver, pensé que querría poder darle una respuesta si sacaba el tema.


—Muy bien —murmura.


Está atónito. Genial.


—No se preocupe —continúo—. Tengo en cuenta que querrá que revise todo lo que acordó ayer en las reuniones. Ah, y he archivado las carpetas que dejó sobre la mesa. Sé que odia ver esto lleno de papeles — añado señalando vagamente la mesa, imitando el gesto que él hizo ayer —. Voy a buscarle un café.


Sonrío cuando cierro la puerta tras de mí. Lo he dejado sin palabras.


Ni un comentario irónico, ni un «Pecosa».


Sí, señor. Este asalto lo he ganado yo y sienta de maravilla.


En la sala de descanso me paro a charlar con Eva, quien me explica cómo le gusta el café al señor Alfonso, y, tras unos minutos, regreso al despacho.


—¿Cuándo empezaré a trabajar para Mariano Colby? —pregunto dejando el café frente a él.


—Cuando yo lo considere oportuno —responde sin ni siquiera mirarme—. Que por fin hayas terminado tu trabajo a tiempo y sin ayuda y te hayas vestido adecuadamente no significa que ya lo sepas todo, ¿queda claro?


Suspiro con la ira emanando de cada poro de mi piel.


—Clarísimo, pero que sea mi jefe no significa que pueda disponer de mí a su antojo.


Él sonríe. Otra vez esa sonrisa tan insolente y sexy. Estoy empezando a pensar que hacerme rabiar es su deporte favorito.


Vuelvo a suspirar bruscamente mientras camino hacia el sofá, gesto que él ignora por completo a la vez que le da un sorbo a su taza de café.


—Y la próxima vez que te ofrezcas a traerme café —su tono de voz tan insolente me hace detenerme en seco. Creo que esta mañana canté victoria demasiado rápido—, asegúrate de que sea bebible —me tiende la taza, yo me giro resoplando y la recojo. Alza los ojos y al fin nuestras miradas se encuentran: la mía, llena de ira; la suya, absolutamente impertinente—, Pecosa.


¡Ah! ¡Es odioso!


Salgo del despacho echa una furia y regreso con un café nuevo y aún más enfadada. Lo dejo brusca sobre su mesa de diseño exclusivo y malhumorada me dirijo al sofá. Él lo sopla y le da un sorbo.


—Humm... —lo saborea como si fuera el mejor café del mundo—... lleno de odio, deseo reprimido y orgullo malentendido. Me encanta que las mujeres me preparen café por la mañana.


Pero, ¿qué coño? Me quedo mirándolo boquiabierta. No puedo creer que haya dicho eso. Él finge no verme y continúa trabajando.


Más o menos una hora después, se levanta y se ajusta las mangas de su camisa blanca, que le sobresalen elegantemente de su espectacular traje de corte italiano gris marengo. No puedo evitar fijarme en los preciosos gemelos que lleva. Son discretos y muy muy elegantes. Maldita sea, sigo enfadada con él, no puedo quedarme mirándolo embobada, pero es que, cuando hace ese tipo de cosas, parece un modelo salido de un anuncio de colonia cara y, la verdad, no es nada justo.


—Pecosa, levántate. Nos vamos a una reunión.


Lo miro confusa. No me había dicho que tuviera que acompañarlo a ninguna reunión.


—Muévete —me apremia saliendo del despacho.


Yo le pongo los ojos en blanco consciente de que no puede verme, me levanto y lo sigo. Sandra, su secretaria, al verlo también lo hace.


—Sandra, cambia mi reunión de mañana a las dos y arregla todo el papeleo de Brentwood —gruñe.


La secretaria asiente y continúa caminando a su lado a toda prisa.


—¿A qué estás esperando? —pregunta mirándola—. ¿A que te llegue una inspiración?


Ella vuelve a asentir y se marcha. El señor Alfonso repara entonces en mí. Suspira brusco, se frena de golpe y me quita el iPad de las manos.


—¡Sandra! —brama.


La secretaria regresa y el señor Alfonso le entrega la tablet.


—Los iPad se quedan en la oficina, siempre —me avisa, y su tono es incluso algo amenazador.


Asiento. Él gira sobre sus pasos de nuevo y con largas zancadas se encamina al ascensor. Yo le sigo prácticamente corriendo para poder mantener su ritmo.


Parece que es capaz de controlar hasta el edificio, porque, en cuanto pulsa el botón del elevador, las puertas se abren como si ya lo estuviese esperando.


Se apoya en la pared del fondo del ascensor y se cruza de brazos. Yo me quedo de pie en el centro, con la vista fija en la puerta. No sé por qué estar en un espacio reducido a solas con él me pone tan nerviosa. Noto cómo me observa. 


Mi corazón comienza a latir ridículamente de prisa.


Esto es una estupidez. Pedro Alfonso no me gusta. Odio a Pedro Alfonso.


No lo veo, pero sé que está sonriendo. Esa sonrisa sexy y dura diseñada para fulminar lencería. Continúa observándome y yo cada vez me siento más ansiosa. 


¿Nunca vamos a llegar a la planta baja?


Acelerando mi respiración, el señor Alfonso camina hasta colocarse a mi espalda y lentamente se inclina hasta que sus labios casi rozan el lóbulo de mi oreja.


—Parece que sí puedo disponer de ti a mi antojo —susurra con una voz grave e increíblemente sensual.


Suspiro escandalizada y me giro. Mi mirada automáticamente se encuentra con la suya. Y es el peor error que podía cometer. Él sonríe de nuevo y se queda ahí, cerca, muy cerca de mí. Yo quiero reaccionar de algún modo, pero no puedo. Estoy hechizada. Su olor me envuelve y esos ojos, que otra vez soy incapaz de decir si son azules o verdes, me atrapan por completo.


El ascensor emite ese inconfundible sonido, anunciándonos que hemos llegado a la planta baja. Las puertas se abren. El señor Alfonso se incorpora y, sin más, sale. Sin embargo, yo me quedo inmóvil unos segundos. ¿A qué juega? Y lo más importante, molesto y urgente: ¿por qué no soy capaz de reaccionar y, por ejemplo, darle la bofetada que se merece? 


¡Qué frustrante!








No hay comentarios:

Publicar un comentario