domingo, 25 de junio de 2017

CAPITULO 42 (PRIMERA HISTORIA)




La sangre me hierve. Tengo que calmarme. No somos novios. No tenemos una relación exclusiva. Cierro mi agenda de golpe. ¡Es un gilipollas!


—¡No me puedo creer que haya vuelto a hacerte esto! —le grito indignadísima a Lola, que me mira como si acabase de salirme una segunda cabeza—. ¿Cómo ha podido Pedro volver a engañarte?


La intrusa se vuelve hacia mí con los ojos como platos.


—A ti —añado con ímpetu. Mi amiga me mira sin entender una palabra, apremiándome con la mirada a que me explique—. A su mujer — sentencio haciendo un exageradísimo hincapié en cada letra.


Enarco las cejas de manera muy expresiva. Lola me mira atónita y abre la boca dispuesta a decir algo, aunque no sabe qué. La chica se vuelve alarmada hacia ella y, antes de que vea cualquier atisbo de duda, reacciona.


—¡Oh, Dios mío! —grita Lola melodramática —. ¿Por qué? No me lo merezco —se queja con voz lastimera y llevándose la mano al corazón —. Yo le mantuve, trabajando como camarera en el turno de noche de una cafetería del Bronx, mientras él estudiaba derecho. ¡Me atracaron dos veces! La chica la mira realmente compungida y yo tengo que aguantarme un ataque de risa en toda regla.


—Yo, yo… —tartamudea nerviosa.


—¡Me contagió un herpes! —la interrumpe Lola.


Apoya el brazo en la encimera de la cocina y, gimoteando, deja caer la frente sobre él.


—De verdad que… —trata de explicarse la chica culpable.


—¡Y estoy embarazada! —la interrumpe de nuevo—. ¡De gemelas! — añade fingiendo un llanto propio de las reinas de los culebrones colombianos. Debe de ser su sangre latina.


La mujer de los tacones de infarto está al borde del colapso. Mira a Lola e inmediatamente me mira a mí, que cambio a tiempo mi cara de «cuánto estoy disfrutando con todo esto» por «comparto el dolor de mi amiga».


—Le has perdonado demasiadas cosas —sentencio asintiendo.


—¡Pedro! —grita Lola clavando la mirada en el techo, cerrando el puño con fuerza y bajándolo despacio como si de pronto fuera Madonna interpretando a Evita—. ¿Por qué? ¿Por qué me has hecho esto, Pedro?


—¿Por qué he hecho qué?


Ya no tengo que aguantarme la risa. Se me corta de golpe cuando oigo la voz de Pedro a mi espalda. Me giro y lo veo en la puerta de la habitación, pasándose las palmas de las manos por los ojos para terminar de despertarse, con el pelo revuelto, sólo con el pantalón del pijama, descalzo. El hijo de puta está guapísimo, pero hoy no me importa. No me puedo creer que haya metido a otra chica en nuestra cama, quiero decir, su cama. ¡Maldita sea!


—¿Cómo siquiera puedes atreverte a preguntar? —le suelta la chica indignadísima.


Pedro frunce el ceño y la mira como si ni siquiera entendiese por qué le está dirigiendo la palabra.


—¿Qué haces todavía aquí? —inquiere Pedro con su falta de amabilidad habitual.


—Claro —replica la chica como si de pronto lo entendiese todo—. Eso es lo que pretendías, ¿no? Que me marchara antes de que ella llegara y poder seguir con tus mentiras.


Lola y yo nos miramos cómplices. Tengo que morderme el labio inferior para contener una carcajada.


—¿De qué coño estás hablando? —pregunta confuso, pero sin mucho interés en intentar entenderlo—. Lárgate.


La chica resopla y, sin dudarlo, camina hasta Pedro y le da una sonora bofetada. Yo me llevo la mano a la boca para contener un suspiro y de paso un par de carcajadas más.


—La atracaron dos veces por tu culpa —le recuerda.


Pedro la mira sin poder creer lo que está viviendo. Aprovechando este momento de confusión y, supongo, imaginando que jamás tendrá una oportunidad mejor, Lola anda decidida hasta Pedro y le da una bofetada en la otra mejilla.


—Olvídate de conocer a tus hijas.


—¿Mis hijas? —murmura con una voz amenazadoramente suave tan sorprendido como furioso.


Mi amiga gira sobre sus pies, otra vez fingiendo el llanto más lastimero del mundo. La chica la toma por los hombros y trata de consolarla mientras se la lleva hacia el ascensor. Pedro las fulmina con la mirada, pero no tarda en atar cabos y acaba clavando esos ojos, ahora mismo verdes como un bosque de Oregón, en mí. Soy plenamente consciente de que no debería seguir provocándolo, pero, antes de que me dé cuenta, me encojo de hombros impertinente y sigo a la mujer y a la amante.


Tienes lo que te mereces, Pedro Alfonso.


Lola continúa llorando en el ascensor. Está disfrutando muchísimo con todo esto. En la puerta del edificio, la chica le entrega una tarjeta con su nombre y teléfono y, tras disculparse por enésima vez, se ofrece a llevarle el divorcio. 


Lola abre su minibolso de Chanel, que aún está pagando a plazos en Macy’s, y se guarda la tarjeta mientras promete que, por sus hijas, se lo pensará.


—Bueno y ¿tú qué tal estás? —pregunta Lola mientras observamos cómo la chica se mete en un taxi.


—¿Tú cómo crees que estoy? —inquiero a mi vez malhumorada.


—Furiosa, celosa, molesta e inmersa en el autoengaño.


—¡Lola!


—¿Qué? —pregunta con una sonrisa de lo más insolente.


Tiene razón. ¿A quién pretendo engañar? Ha dado en el clavo con cada palabra.


—Es que seguro que ni siquiera se ha planteado que podría
molestarme —me quejo.


Resoplo con fuerza y la sonrisa de Lola se ensancha. No pienso seguir pensando en esto.


—Vámonos a la oficina —mascullo.


Lola asiente y nos dirigimos a su Vespa, aparcada en la acera.


—Pasamos del autoengaño a no querer hablar del tema. No te creas que no me he dado cuenta —dice subiéndose en la moto y colocándose el casco—. Te lo perdono porque me has dado la oportunidad de darle una bofetada a Pedro Alfonso y eso no tiene precio.


Aunque no quiero, no puedo evitar sonreír mientras me abrocho el casco y me subo yo también a la Vespa.


En cuanto pongo un pie en la oficina, me cubro de trabajo hasta las cejas. Cualquier cosa con tal de no pensar en ese imbécil. Sin embargo, la tranquilidad me dura poco. Apenas llevo media hora en la oficina cuando la puerta se abre y se cierra con brusquedad.


—¿Qué coño te crees que haces? —ruge Pedro deteniéndose al otro lado de la mesa de centro, justo frente a mí.


—Ah, ¿pero te has dado cuenta de que estaba allí? —pregunto displicente—. Pensé que estarías más preocupado por lo que esa chica pensara de ti.


Pedro resopla furioso a la vez que se lleva las manos a las caderas. Está enfadadísimo.


—Pecosa, me importa una mierda lo que esa chica piense o deje de pensar sobre mí, pero no voy a consentir que me montes una escenita y después te largues —masculla apretando la mandíbula.


Maldita sea, enfadado el malnacido está aún más guapo.


—Yo no te he montado ninguna escenita —me defiendo
levantándome del sofá.


No he mentido. Técnicamente no la he montado yo.


—Tú y yo no somos novios —me recuerda malhumorado.


—Eso sería lo último que querría en esta vida —siseo, más bien miento.


Estoy a punto de montar la madre de todos los espectáculos.


—Bien —gruñe.


—Bien —respondo dirigiéndome al baño.


Necesito perderlo de vista.


—¡Bien! —replica furioso.


—¡Bien! —grito justo antes de cerrar la puerta de un sonoro portazo y echar el pestillo.


¡Lo odio! ¡Lo odio! ¡Lo odio!


Suspiro hondo tratando de tranquilizarme. «No puedes asesinarlo, Paula Chaves. Si lo asesinas, irás a la cárcel y, si vas a la cárcel, hay muchas posibilidades de que acabes convirtiéndote en el juguete sexual de una presa asiática de cien kilos, y he visto demasiados capítulos de «Orange is the new black» como para saber que eso no es agradable.


Pedro trata de abrir la puerta. Yo miro el pomo agitándose con fuerza. No pienso salir de aquí. Este sitio es mi fortín antigilipollas demasiado guapos. Puedo poner una placa en la puerta.


—Te estás comportando como una niña malcriada —me reprende al otro lado.


—Y tú no eres capaz de tener un mínimo de empatía o, qué sé yo, inteligencia emocional.


—Y a ti te vendría bien dejar de leer novelas románticas y empezar a darte cuenta de cómo funcionan las cosas.


¿Cómo puede seguir siendo tan arrogante? ¡Incluso ahora!


—¡Era una zorra! —protesto.


—Y tu amiguita y tú estáis locas.


—Y tú eres un capullo.


—Ahora es cuando dices que no te gusto y yo tengo que disimular un ataque de risa.


Cabeceo a punto de sufrir el mayor ataque de ira de la historia.


—Pues yo no he contratado como ejecutiva júnior a una chica de veinticuatro años sin ninguna experiencia sólo porque estaba celoso. En ese momento yo sí que tuve que disimular un ataque de risa.


No aguanto más. Sin dudarlo, me dirijo hacia la puerta dispuesta a abrirla, salir y darle una bofetada. No entiendo por qué yo he sido la única que no le ha soltado una esta mañana. Soy la que más motivos tiene para recurrir a la violencia física con él.


Sin embargo, cuando corro el cerrojo, oigo cómo Pedro lo echa al otro lado de la puerta. Intento girar el pomo pero lógicamente no consigo abrir.


—¡Ábreme! —grito furiosa.


—No te confundas, Pecosa. No lo hice porque estuviera celoso — contesta ignorándome por completo—. Sólo quise evitar poner de mensajera del más incompetente a la más incompetente. ¿Qué puedo decir? —añade irónico y escucho cómo se aleja unos metros de la puerta —. Os tengo cariño, por eso no os echo a la calle.


Un sonido me distrae y veo la esquina de algo blanco y metálico pasar por la hendidura bajo la puerta.


—¡Anda! —comenta tan burlón como sardónico—, es verdad que el iPad es tan fino que cabe por debajo de una puerta. ¡A trabajar!


Yo miro boquiabierta, indignada y furiosa la tablet a mis pies. 


Creo que literalmente estoy echando humo. Cojo el tirador de la puerta con fuerza y comienzo a moverlo violentamente.


—¡Déjame salir! —me quejo llena de rabia.


—No te oigo. Mi inteligencia emocional, mi empatía y yo estamos partiéndonos el culo a tu costa.


—¡Déjame salir!


—Déjame salir, señor Alfonso —dice odioso.


Resoplo. Actualmente la cárcel ni siquiera me parece tan mala idea.


—Déjame salir, señor Alfonso —mascullo entre dientes.


—Lo haré cuando te disculpes por echar a esa chica, que podría ser el amor de mi vida, de mi casa.


Sonrío llena de malicia.


—¿Cómo se llamaba? —pregunto malhumorada.


—Y yo qué coño sé. Me la follé desde atrás. No me dio tiempo de preguntarle el nombre.


Agito las manos absolutamente exasperada. ¡No lo soporto!


—¡Gilipollas!


Oigo abrirse el pestillo. Cojo el iPad del suelo y salgo del baño como una exhalación.


Pedro está sentado tranquilamente en su mesa. Cruzo el despacho con paso acelerado, destilando rabia pura. Ni siquiera quiero mirarlo, pero de reojo lo veo sonreír más que satisfecho mientras desliza el dedo sobre la pantalla de lo que creo es su iPhone.


—¿Pedro? ¿Pedro, estás ahí? —mi voz trabándose por el
alcohol resuena por todo su despacho. Joder. Joder. Joder—. Seguro que ya estás dormido y guapísimo. Me gusta mirarte mientras duermes… Me gusta mirarte siempre… Mirarte es genial. Siento cosquillas cuando te miro… unas cosquillas geniales —le aclaro antes de echarme a reír—. Te echo de menos —digo recuperando mi tono desconsolado—. Me da igual que sólo sea una noche. ¿Tú también me echas de menos a mí? Échame de menos, por favor.


«Si el mundo fuera un concurso de bocazas con mala suerte sumidas en el autoengaño, tu foto estaría en las medallas, Paula Chaves.»


Cierro los ojos con fuerza aún de cara a la puerta, sin moverme un milímetro, esperando desaparecer por arte de magia o que de repente se despierte un terremoto o un volcán en plena erupción emerja de entre la Quinta y la Sexta, un ataque alienígena, Hulk, lo que sea, cualquiera cosa que me libre de este momento. Le mandé un mensaje de voz. ¡Le mande un maldito mensaje de voz!


—La gente dice que el invento más relevante de la humanidad es el ferrocarril —comenta sardónico y presuntuoso, disfrutando de todo mi bochorno—. Yo creo que es la combinación perfecta de margaritas y mensajería de voz.


Resoplo con fuerza y cierro los puños aún con más. Me vuelvo despacio y, cuando lo veo con esa arrogante media sonrisa en los labios, creo que voy a saltar por encima de su escritorio y lanzarlo por la ventana.


—¡Quiero un despacho! —grito justo antes de girar sobre mis talones y salir de su oficina.


No cierro. Si lo hago, daré un portazo que tirará el edificio abajo.


¡No lo soporto! «Échame de menos, por favor.» Él tirándose a otra chica y yo mandándole mensajes como una idiota. 


¡Soy gilipollas!


Estoy tan enfadada que no veo por dónde voy y me estampo contra un bonito traje gris marengo.


—¿Encanto? —inquiere sorprendido el dueño de los brazos que me rodean y han impedido que me dé de bruces contra el suelo.


—¿Franco? —pregunto alzando la mirada, confusa.


Él sonríe y me deja sobre mis pies.


—¿Qué haces aquí? —pregunta divertido.


—Trabajo aquí.


—¿En serio?


Asiento divertida.


—¿Y tú? —pregunto.


He venido a ver a Fitzgerald. Mi jefe tiene algunos negocios con él.


Estamos parados en mitad del pasillo, más concretamente frente a la puerta del despacho de Pedro y, teniendo en cuenta que no cerré la puerta, es más que probable que esté siendo espectador de toda la escena.


Para comprobarlo, me giro discretamente y tengo que esforzarme en ocultar una sonrisilla con malicia cuando lo veo con la vista clavada en nosotros. Tiene la mandíbula tensa y no hay un rastro de esa presuntuosa sonrisa. Me alegro.


—Si ahora trabajas aquí, significa que tienes muchas cosas que contarme. Así que, ¿qué te parece si te llevo a cenar cuando salgas de trabajar?


—¿A cenar? —pregunto para ganar tiempo y pensar la respuesta.


—A cenar —repite Franco divertido.


La verdad es que Franco siempre ha sido amable conmigo. Se ve a kilómetros que es un buen tío y, además, es simpático y guapo... y, sobre todo, Pedro está mirándome. Seguro que él no lo dudó dos veces antes de llevarse a esa chica a su casa.


—Claro —respondo con una sonrisa.


—¿A las cinco?


—Las seis —le aclaro.


Franco me regala una última sonrisa y se marcha en dirección al despacho de Octavio.


Miro a Pedro, pero él ya no está en su mesa. Resoplo. No me importa absolutamente nada. El señor Alfonso hoy se ha cubierto de gloria.


No pienso dedicarle un minuto más.


Me voy a la sala de conferencias y me paso el resto del día trabajando allí. No veo a Pedro y lo prefiero. Sigo muy enfadada.





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