jueves, 15 de junio de 2017
CAPITULO 12 (PRIMERA HISTORIA)
Salgo del despacho y prácticamente corro hasta la parada del bus número 5. Como siempre, no tengo la suerte de que esté aguardándome como si fuera mi carroza y me toca sentarme a esperar. No pienso cederle mi asiento a nadie.
Mi vida es un asco. Hoy me lo he ganado. Pero entonces llega una ancianita con pinta de abuelita de anuncio de galletas cargando una bolsa de la compra que probablemente pesa más que ella y acabo levantándome.
«La vida siempre te tiene preparada una alegría más.»
Sonrío irónica y me apoyo, casi me agarro, a la barra de la parada. A unos metros de mí veo detenerse el jaguar negro y poco después Colton, Fitzgerald y Alfonso salen del edificio y caminan hasta él.
No sé por qué me siento tan mal. ¿Qué esperaba? ¿Escuchar que me procuraba amor eterno a través de la puerta del baño? Supongo que me hubiera conformado con que simplemente hubiese sido un poco amable, aunque tampoco entiendo por qué iba a serlo. No creo que ni siquiera sepa cómo. Los observo murmurar y discutir y finalmente el señor Alfonso comienza a andar hacia mí.
Probablemente le hayan obligado.
—Hola —dice a unos pasos de mí.
Yo finjo no oírle. Será mi jefe, pero no lo es fuera de la oficina y fuera del horario laboral.
Por suerte veo el autobús girando desde la Sexta. Como el resto de las personas de la parada, doy un paso para acercarme al bordillo de la acera. —Vamos, Pecosa —se queja colocándose frente a mí —. No te pongas así.
¿Qué no me ponga así? Esto es el colmo. ¿Qué pretende?
—Ha sido una tontería —continúa—. Es cierto que eres un poco incompetente, pero confío en que puedas aprender y la verdad es que no tendría ningún problema en echarte un polvo.
Antes de que la idea sea un pensamiento claro en mi mente, lo abofeteo. Es un engreído que encima ha vuelto a hablarme con ese tono tan presuntuoso, como si encima tuviera que darle las gracias.
Él se lleva los dedos a la mejilla y se la roza con suavidad, con la expresión sorprendida y la mirada tan endurecida como impertinente.
—Eres tan mezquino que sería inútil tratar de explicarte todas las cosas que odio de ti, ni siquiera sabría por dónde empezar.
Su rostro se mantiene imperturbable, pero algo en su mirada, un destello, me hace comprender que mis palabras le han afectado aunque sólo sea un poco. Me alegro. Las suyas a mí me han dolido mucho más, aunque no vaya a permitirme admitirlo ni una vez más.
Sin mirar atrás, me monto en el autobús que, gracias a Dios, arranca en cuanto entro. Tomo asiento y me concentro en no pensar en él. Ahora mismo me siento como si tuviera a un grupo de música pop cantando una canción triste a mi espalda. No es divertido y lo peor de todo es que ni siquiera sé cómo he llegado al punto de que me importe lo que piense de mí.
«¿Pudo ser la primera vez que te quedaste embobada mirándolo, es decir, a los tres segundos de conocerlo?»
Suspiro brevemente y apoyo la cabeza con brusquedad en el asiento de enfrente. Mi voz de la conciencia es una hija de puta.
Llego puntual al restaurante y me cambio rápidamente. Hoy no me apetece trabajar por demasiados motivos.
Una de las veces que entro en la cocina a buscar un pedido, mi móvil suena avisándome de que tengo un mensaje entrante. Lo saco del bolsillo del mandil y miro la pantalla. Es Pedro Alfonso.
Todo lo que dije esta mañana es verdad.
Suspiro como una idiota y me apoyo en la pared. ¿Qué significa eso?
¿Que le gusto? Esta mañana los dos dijimos muchas tonterías y creo que también tuvimos la misma mala idea. Pero, entonces, ¿por qué después se comportó como si lo hubiese fingido todo sólo para reírse de mí? Dios, este mensaje era lo último que necesitaba o lo único... Ahora mismo quién demonios lo sabe.
—Paula, no te duermas —me apremia Saul sacándome de mi ensoñación.
—Lo siento —respondo guardándome rápidamente el móvil en el mandil y poniéndome de nuevo en marcha.
Me hago el propósito de no darle más vueltas y casi al final del turno, mientras estoy recogiendo la barra con Cleo, me doy cuenta de que sólo he pensado en el mensaje unas doscientas veces. Soy un maldito desastre.
Mi sentido común me dice que debería olvidarme de él antes de que las cosas se compliquen más, pero entonces recuerdo la manera en que me mira, su cicatriz sobre la ceja derecha, y no tengo nada claro que quiera hacerlo.
—¿Qué tal te van las cosas en tu curro nuevo? —me pregunta Cleo mientras rellena la taza de café del señor Cooper.
—Bien.
Miento para evitar el tema. No quiero hablar de lo mismo en lo que llevo pensando toda la tarde.
—No sé cómo lo haces. Yo ya me habría quedado dormida en el autobús —comenta— o en la ducha —añade con una sonrisa.
Yo imito su gesto.
—Sólo tengo que pensar en la palabra factura cada vez que se me cierran los ojos y me espabilo de golpe —le explico burlona.
—Facturas —se queja compungida—. La palabra motivacional de los pobres.
—Gran verdad.
Las dos nos echamos a reír.
—Encanto —me llama uno de los clientes de la barra. Un ejecutivo treintañero que, hasta que ha decidido llamarme encanto, me había parecido de lo más simpático.
—¿Sí? —pregunto acercándome a él.
—¿A qué hora sales de trabajar esta noche? —inquiere sonriéndome.
—Pues —apoyo las dos manos en la barra a la vez que me giro y miro el enorme reloj a mi espalda—, tratándose de ti —su sonrisa se ensancha—, en tres días —contesto divertida al tiempo que me incorporo y comienzo a caminar alejándome de él.
Vuelve a sonreírme. No es la sonrisa más increíble que he visto hoy.
Cuando caigo en la cuenta de lo que acabo de pensar, sacudo la cabeza y acelero el paso. No me puedo creer que haya pensado eso.
—Espera, no te vayas —dice siguiéndome al otro lado de la barra—. Esta noche doy una fiesta. Va a ser alucinante. Además, he oído que tienes problemas de pasta. Podría pagarte trescientos dólares.
¿Qué? Me paro en seco. Camino hasta él y, sin dudarlo, le doy una sonora bofetada. La segunda de hoy y las dos merecidísimas.
—Pero... ¿qué coño haces? —pregunta llevándose la mano a la mejilla.
—No, ¿qué coño haces tú? —pregunto furiosa—. No soy ninguna puta.
¿Pero quién se ha creído que soy? Reviso la barra en busca de algo que tirarle a la cabeza si no se larga ahora mismo.
—Por Dios, relájate —intenta calmarme alzando ambas manos en señal de tregua. Yo, que ya había agarrado el asa de la jarra de agua como precaución, la suelto lentamente —. No me refería a eso. Necesito que haya chicas guapas en la fiesta para crear ambiente. Serás como una especie de figurante. No te voy a pagar por sexo. ¡Joder, qué carácter! —se queja acariciándose la mejilla de nuevo.
Yo lo miro desconfiada.
—Si me tocas un pelo…
—Nadie va a tocarte un pelo —se apresura a interrumpirme—, a no ser que quieras, eso ya es cosa tuya. Entonces, ¿aceptas?
Miro de reojo a Cleo, que observa la escena casi sin pestañear.
Trescientos dólares por pasearme por una fiesta no es un mal plan para un viernes por la noche.
—Está bien. —Él asiente disimulando una sonrisa y se mete la mano en el bolsillo interior de su chaqueta.
—Espera un momento —me corrijo rápidamente.
Saco mi móvil del mandil y le hago una foto.
—¿Qué haces? —pregunta tan confuso como sorprendido.
—Te he sacado una foto y voy a enviársela a una de mis amigas por si acabo muerta en un callejón junto a un club de mala muerte. Quiero que sepan a quién tienen que denunciar en comisaría.
Él vuelve a sonreír y finalmente se saca una tarjeta del bolsillo y un bonito bolígrafo y escribe algo en ella.
—La fiesta es a las once —dice tendiéndome el trozo de papel—. Por cierto, me llamo Franco Stears, por si quieres decírselo a tu amiga — añade divertido.
Ahora la que sonríe soy yo.
—Yo soy Paula.
Nos estrechamos la mano. No parece un mal tío, pero una parte de mí no puede evitar pensar que voy a acabar en una fiesta de gente enmascarada como sacrificio humano.
—Te pagaré allí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Deja unos billetes en la barra por la comida y se marcha. Lo observo a través del ventanal hasta que desaparece calle arriba. Frunzo los labios y miro la tarjeta. Es de un blanco casi inmaculado y sólo pone «Archetype» justo en el centro con letras también blancas en un grueso y elegante relieve.
Franco ha escrito una dirección en el reverso. Nunca he oído
hablar de ese club.
No paro de darle vueltas el resto del turno y de camino a casa de Lola. Conforme el tiempo va avanzado, me parece una locura cada vez mayor.
—¿Vas a echarte atrás? —me pregunta Lola escandalizada tijeras en mano.
—No lo sé. Es un poco extraño. ¿Tú no lo ves raro?
Se pone frente a mí y me estira dos mechones de pelo para comprobar si están igualados.
—Paula, es de lo más normal que un tío con pasta que da una fiesta quiera tener chicas guapas, y es muy común que se pague por ello. Tengo amigos que viven de eso.
Explicado así no parece algo por lo que tenga que preocuparme.
—Lo que no entiendo es por qué yo —continúo argumentando—. Soy de lo más normal.
—No es verdad —me replica tajante—. Tienes unos ojazos azules de escándalo que vamos a resaltar en cuanto te corte ese flequillo y te los pinte ahumados como Kate Moss en el desfile de Gucci de Londres en 1998.
Sonrío. Lola es única levantando ánimos.
—Te vas a poner ese vestido negro que nunca te pones y que he ido a recoger a tu apartamento con unos botines peep toes de infarto, y vas a estar de cine.
Me mira esperando que asienta y, fingidamente displicente, lo hago aunque no puedo disimular mucho y menos de un segundo después estoy sonriendo.
Termina de recortarme el flequillo, tira de mi mano para obligarme a levantarme y me lleva hasta el borde de su cama. Me da el vestido en cuestión y los zapatos y me manda al baño.
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Ayyyyyyyy, qué lindos caps!!!!!! Adoro esta historia.
ResponderEliminarJaja Creo que la fiesta va a estar interesante!!
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