jueves, 15 de junio de 2017

CAPITULO 11 (PRIMERA HISTORIA)




De repente, la voz de Taylor Swift cantando Style inunda el espacio vacío entre los dos. No puedo apartar mis ojos de los suyos.


—Otra vez llevas uno de esos vestiditos —susurra sensual pero a la vez salvaje, absolutamente indómito—. Eres la cosa más sexy que he visto en mi vida.


Coloca su mano en mi rodilla y suavemente me acaricia con el pulgar. Mi cuerpo se enciende con esa efímera caricia y de pronto me vuelvo más consciente de cada pequeño detalle.


Los rayos perezosos de sol se filtran entre las nubes y el inmenso ventanal e iluminan su rostro.


—Ahora son verdes —murmuro antes de pensar con claridad.


—¿El qué? —pregunta con una sonrisa suave, serena, sexy.


—Tus ojos —vuelvo a susurrar.


Suspiro suavemente y su mano se desliza bajo mi vestido.


—¿Por qué no me besaste ayer? —musito.


No contesta. Durante unos segundos sólo me mira y sus ojos me dominan por completo. Finalmente sonríe y por inercia yo también lo hago. —Porque sólo estaba jugando —susurra—, como ahora.


Su sonrisa se transforma en otra impertinente y endiabladamente sexy y aparta brusco la mano de debajo de mi vestido a la vez que se levanta. Yo lo observo y me siento como si me hubiesen despertado de golpe de un sueño. Ha vuelto a reírse de mí y yo he sido tan estúpida de volver a reaccionar exactamente como él quería.


Me levanto como un resorte y camino hasta el sofá.


—Me alegra divertirle como siempre, señor Alfonso —comento mostrando mi monumental enfado.


Él ahoga una sonrisa malhumorada en un breve suspiro y toda su expresión se endurece.


—Ya te lo dije —me replica presuntuoso—. Para eso estás, Pecosa.


Le dedico una sonrisa fingida y fugaz. ¿Cómo he podido ser tan estúpida de pensar que lo que estaba pasando hace menos de dos minutos era real?


Tiro el iPhone sobre el sofá y voy hasta la puerta.


—¿Adónde vas? —me apremia con la voz endurecida.


—A por su café —contesto arisca.


Salgo del despacho sin darle oportunidad a responder. Es un
gilipollas odioso y yo, la estúpida más tonta, crédula y confiada sobre la faz de la tierra.


Regreso a la oficina y me sorprendo al encontrar a otro hombre charlando con el señor Alfonso.


—Te estaba esperando —me dice el desconocido nada más verme.


Sonríe y yo lo hago por acto reflejo. Es muy muy guapo. Con el pelo castaño y unos ojos verdes que cortan la respiración.


—¿En qué puedo ayudarlo? —pregunto profesional y, la verdad, algo confusa.


El señor Alfonso nos observa sentado en su sillón, pero yo me esfuerzo en fingir que en estos instantes ni siquiera compartimos continente. Dejo su taza en la mesa, frente a él, pero ni siquiera me molesto en mirarlo.


—Soy Jeremias Colton —se presenta.


El socio que me quedaba por conocer.


Me ofrece su mano y yo la estrecho.


—¿Qué te parecería trabajar hoy conmigo?


El señor Alfonso va a decir algo, pero yo me adelanto.


—Me encantaría —respondo con una sonrisa de oreja a oreja.


Aunque no lo veo, sé que ahora mismo me está fulminando con la mirada.


—Todo dicho, entonces —confirma el señor Colton—. Estás al corriente de la cuenta Foster, ¿verdad?


Asiento entusiasmada.


—Pues espérame en la sala de conferencias.


Asiento de nuevo, cojo mi bolso y mi tablet y salgo del despacho.


Soy tan estúpida que, en cierta manera, me siento desilusionada al pensar que no pasaré el día con él.


Soy patética.


«Y necesitas desesperadamente una copa.»


El señor Colton no tarda en llegar a la sala de reuniones. Entra sonriente y me invita a sentarme en la silla frente a la suya a la vez que lo hace él.


—¿Qué tal con Pedro? —me pregunta jugueteando con una estilográfica de platino entre los dedos de la mano derecha.


—Bien; lo normal, supongo.


De pronto me siento increíblemente nerviosa.


—Bien —repite el señor Colton abriendo una de las carpetas que ha dejado sobre la mesa y centrando su mirada en ella.


Frunzo el ceño y sonrío con la sensación de que está diciendo más de lo que parece a simple vista. Tengo mucha curiosidad e incluso abro la boca dispuesta a preguntar, pero hasta yo, la más bocazas entre todas las bocazas, sabe que una no le puede preguntar esa clase de cosas a su jefe, aunque se muera de ganas.


La mañana con Jeremias Colton resulta ser de lo más interesante. Es sencillamente brillante. Como me pasó ayer con el señor Alfonso, creo que sólo con escucharlo ya he aprendido muchísimo. Repasamos todo lo que tengo sobre Foster, pero, como me explica el señor Colton, resultan ser unas inversiones ligadas a otras que también debemos revisar. Por lo tanto, mañana por la mañana también trabajaré con él.


Como con Lola y con Macarena y, justo al salir del ascensor, recibo una llamada del señor Colton ordenándome que vuelva lo antes posible, ya que tenemos una nueva reunión en la sala de conferencias. Acelero el paso y, cuando entro en la enorme estancia, el señor Fitzgerald y el señor Colton ya están allí, charlando animadamente con unos clientes.


—Buenos tardes —saludo discretamente y tomo asiento.


Mis jefes me sonríen amables y continúan hablando de fusiones estratégicas, me parece entender.


La reunión empieza. Me sorprende que Pedro Alfonso no esté. Aún no hemos pasado del primer punto cuando él entra. Parece de un humor de perros. Echa un rápido vistazo a la sala y finalmente se sienta a mi lado.


Yo lo ignoro por completo. Es un capullo engreído y no se merece ni una pizca de mi atención.


Cuadro los hombros profesional y me centro en el señor Colton, esforzándome en ignorarlo a él, sobre todo cuando noto que clava sin ningún disimulo sus ojos en mí. A pesar de mi enfado, no puedo evitar que me afecte. Enciende mi cuerpo absolutamente en contra de mi voluntad.


—Espero que te divirtieras con Jeremias —susurra malhumorado, ladeando la cabeza discretamente.


Su voz está endurecida. Definitivamente está enfadado, y mucho, pero yo también.


—Por supuesto —murmuro furiosa—. Mucho más de lo que me divierto contigo.


—Pecosa, tú no sabes lo que es divertirse conmigo.


Suena exigente y arrogante, aún más molesto que hace unos segundos.


—Ni quiero —farfullo.


—Claro que no —continúa irónico—, pero recuérdatelo la próxima vez que te quedes mirándome embobada.


—Eres, eres… —Un gilipollas, un capullo, un bastardo engreído y presuntuoso que no podría ser más guapo, ¡joder!


—¿Qué? —me apremia desafiante con esa mirada tan presuntuosa.


—La reunión ha acabado —anuncia el señor Colton—. Gracias por su tiempo.


La voz de Jeremias Colton se abre paso en mi mente y decido agarrarme a ella como a un clavo ardiendo. Me levanto y salgo de la sala de conferencias como una exhalación. Con un poco de suerte, Octavio o Jeremias tendrán algo que comentar con Pedro y lo entretendrán lo suficiente como para que yo pueda entrar en su despacho, coger mi bolso y largarme.


No he llegado al sofá cuando oigo pasos acelerados irrumpir en el despacho y cerrarse la puerta de un golpe tras de sí.


—Pero ¿tú quién te crees que eres? —pregunta furioso casi alzando la voz.


— No, ¿quién te crees que eres tú? —replico girándome. ¡Estoy muy cabreada!—. Trabajo para ti, punto. Eso no te da derecho a reírte de mí, ni a comentar mi vestuario, ni a ponerme en situaciones en las que…


Otra vez no sé cómo seguir. ¿Situaciones en las que queda completamente claro cuánto te deseo? Sí, esa sería la respuesta adecuada, pero muerta antes que admitirlo.


—Situaciones en las que... ¿qué? —me apremia arisco y exigente.


Dios, ¿por qué tiene que ser tan rematadamente atractivo y tan condenadamente odioso?


—Situaciones en las que nada —casi grito absolutamente exasperada.


Suspiro con fuerza. Mi frustración parece divertirle, porque su expresión se relaja y me sonríe otra vez de esa manera que parece decir «nunca, jamás, me han dicho que no». 


¿Cómo puede ser tan sexy?


Consigue que me olvide de todo, incluso de lo enfadada que estoy.


Da un paso hacia mí y algo bajo mi piel me dice que ya estoy perdida.


—Normalmente las chicas me lo ponen más fácil, ¿sabes? —susurra dando otro paso.


—Imagino que mucho más fácil.


Otra vez me siento tímida, sobrepasada, inquieta, nerviosa,
acelerada… viva.


—Sí —vuelve a murmurar tan cerca que casi puedo notar sus labios sobre los míos—, por eso aquí el control lo tengo yo, ¿entendido? — pregunta deliciosamente exigente.


—Sí —musito con la voz llena de deseo.


Va a besarme y yo no he deseado nada tanto en toda mi vida.


—Bien —susurra sensual, pero entonces se separa bruscamente y todo mi cuerpo se queja soliviantado—, pues tenlo en cuenta la próxima vez que decidas huir de mí con el primero que te lo proponga.


¡¿Qué?!


Lo observo boquiabierta recoger unas carpetas de su escritorio y dirigirse hacia la puerta como si nada acabase de suceder. Sale del despacho y yo vuelvo a quedarme como una tonta en el centro de su oficina excitada, enfadada y frustrada; menuda combinación.


No entiendo cómo puedo ignorar todo lo que pienso, todas las señales de alarma, sólo por tenerlo cerca. Desde luego mi sentido común huye ante su proximidad. Ahora mismo sólo quiero gritar. Soy una estúpida y otra vez he dejado que se marche de este despacho pensando que me tiene exactamente donde quiere.


«Porque te tiene exactamente donde quiere.»


¡Oh! ¡Cállate!


Después de recuperar la compostura y que mi enfado se calme un poco, continúo con todo lo que aún tengo pendiente. Afortunadamente, el señor Alfonso no ha vuelto a aparecer por su despacho, así que he podido trabajar tranquila.


Estoy peleándome con la impresora láser, tratando de cambiar el tóner, cuando llaman a la puerta.


—Adelante —doy paso.


No me pongo automáticamente en guardia porque sé que no es el señor Alfonso. Él no llamaría a la puerta en su propio despacho.


—¿Cómo va?


Es Macarena.


—Bien, la batalla con la impresora la voy ganando yo.


Ambas sonreímos.


Vuelvo a tirar del tóner y por fin sale, llenándome todos los dedos de tinta. Odio esta impresora y odio a su dueño.


—Espera, que te ayudo —me propone acercándose.


—Pásame el tóner nuevo, por favor.


Macarena asiente y me lo da. Entre las dos conseguimos
engancharlo, aunque ella también acaba manchándose de tinta.


—Lo siento —me disculpo observando cómo se mira los dedos salpicados de borrones azules.


—No te preocupes. Vamos al baño del señor Alfonso —me propone socarrona—. Nos lavamos las manos y te invito a una copa. Tienes pinta de necesitarla.


Sonrío. No podría tener más razón, sobre todo después de escuchar ese «aquí el control lo tengo yo». Lo cierto es que sólo con recordarlo cerca de mí me tiemblan las rodillas.


Soy ridícula.


—¿Qué tal con Pedro? —me pregunta mientras abre el grifo del lavabo.


—Bien, pero... si le dejamos su impoluto baño lleno de tinta en cada rincón, mejor.


Volvemos a sonreír y en ese momento se oye la puerta. 


Entran varias personas y en seguida entendemos que son los chicos. Con rapidez, Macarena entorna la puerta y me chista suavemente.


—Será divertido —me anima en un susurro.


Las dos nos acomodamos sigilosas junto a la madera. Se oyen risas al otro lado.


—Genial. —Es la voz de Pedro. Algo dentro de mí me dice que podría reconocerla en cualquier parte—. ¿Queréis torturarme con otra cena de negocios con esa pandilla de gilipollas ricos e inútiles?


—¿Por qué no te traes a Paula? —propone el señor Fitzgerald.


¿A mí? Antes de que pueda evitarlo, una boba sonrisa se dibuja en mis labios.


—¿A Pecosa? No, ni hablar —responde tajante.


La estúpida sonrisa acaba de evaporarse.


—Esa chica te gusta —sentencia el señor Octavio y parece absolutamente convencido.


—Que haya pensado puntualmente en follármela no significa que me guste. Me saca de quicio. Es insolente, incompetente, patosa y lo peor de todo es que se comporta como si fuera adorable.


—Es adorable —replica su amigo.


—Que rápido te convencen, Jeremias.


Macarena me mira y yo sólo quiero desaparecer. Acaba de superarse a todos los niveles y yo no podría sentirme peor. 


No quiero alargar más la agonía y tampoco quiero estar aquí para escuchar cualquier otra lindeza que tenga pensado comentar, así que, armándome de valor y con la idea de
dimitir para no volver a verle más flotando sobre mi cabeza, trago saliva y empujo la puerta.


Él es el primero en vernos salir del baño. La sonrisa se le borra de golpe, pero no dice nada. Macarena me sigue y por un momento todas las miradas se centran en mí.


—Bueno, ya nos vemos —me despido nerviosa.


Cruzo la sala y recojo mi bolso del sofá. Nadie dice nada y toda la situación se vuelve aún más incómoda.


—¿Nos tomamos esa copa? —intenta animarme Macarena.


—Mejor otro día.


Ella me sonríe llena de empatía y yo sólo quiero desaparecer.


—Buenas tardes, señor Alfonso.


Lo llamo así a propósito, marcando una ridícula frontera que a estas alturas ya no vale de nada pero que por algún motivo mi maltrecha autoestima necesita poner.


—Buenas tardes —susurra sin levantar sus ojos de mí.








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