viernes, 30 de junio de 2017

CAPITULO 60 (PRIMERA HISTORIA)




Me despierta un sonido incesante y molesto. Giro y me acurruco contra el otro lado, tratando de dormirme de nuevo, pero el sonido vuelve con más fuerza. Abro los ojos y por un momento no recuerdo dónde estoy. Parpadeo y me oriento sin ninguna dificultad. El ruido regresa y me doy cuenta de que es la puerta. Miro el reloj despertador sobre la mesita.


Apenas son las siete. ¿Quién puede ser?


Me levanto a regañadientes y cruzo el salón. Extrañada, observo el sofá. Lola no está. Camino del recibidor me asomo por la ventana de la cocina. Tampoco está allí. Qué raro.


El sonido se intensifica. Sea quien sea quien está llamando, se está empleando a fondo.


Giro el pomo y, antes de que abra la puerta del todo, una mano sujeta la madera con fuerza y la abre de golpe, obligándome a dar un paso atrás.


Casi en el mismo instante, esa mano se posa en mi cadera posesiva, brusca, indomable, justo antes de estrellar sus labios contra los míos buscándolos ansioso, casi desesperado.


Pedro cierra de un tosco portazo y me estrecha del mismo modo.


Ni mi cuerpo ni mi mente ni mi corazón necesitan más. Mis manos rodean sus hombros, aferrándome a ellos con fuerza cuando las suyas vuelan hasta mi trasero y me levantan a pulso. Rodeo su cintura con mis piernas y nos quedamos perfectamente acoplados. Sin dejar de besarnos, nos desnudamos veloces. Su sexo choca perfecto contra el mío y mis gemidos se entremezclan con sus gruñidos en nuestros besos.


Nos lleva hasta la habitación y nos tira en la cama. Su cuerpo cubre por completo el mío mientras mis piernas siguen rodeándolo, acercándolo todavía más a mí. Hunde sus labios en mi cuello. Enredo mis dedos en su pelo. Mueve las caderas. Gimo con fuerza. Lo he echado demasiado de menos.


Vuelve a besarme casi desesperado.


Pedro, te…


—No lo digas —me interrumpe con la respiración acelerada,
separando lo justo nuestros labios y apoyando su frente en la mía— o, cuando todo esto acabe, te arrepentirás.


No ha sido una advertencia ni tampoco se está riendo. Me está previniendo. Está preocupándose por mí porque tiene demasiado claro cómo acabará esto. Una presión se instala en mis costillas y casi me impide respirar. Antes de que pueda controlarlo, una lágrima cae por mi mejilla. Toda la situación me está sobrepasando. Yo quiero estar con él.


Quiero ayudarlo. Quiero que sea feliz. No puede venir, besarme, recordarme lo perfecto que es estar entre sus brazos y después dejarme dolorosamente claro que todo tiene una fecha de caducidad. ¿Por qué lo hace? ¿Qué es lo que quiere de mí?


Pedro se separa un poco más, posa sus ojos en los míos pero inmediatamente rompo nuestras miradas girando la cabeza. Él, por un momento, continúa observándome. Puedo notar sus preciosos ojos escrutarme tratando de averiguar cómo me siento.


Alza la mano y, despacio, enjuga con el reverso de los dedos las lágrimas que bañan mis mejillas. No puedo más. Yo le quiero y, si él nunca va a quererme, necesito que se aleje, que me deje respirar una atmósfera donde nada me recuerde a él.


Intento empujarlo y levantarme, pero reacciona en seguida atrapando mis muñecas y llevándolas contra el colchón.


—Suéltame —le pido.


Pedro niega con la cabeza. No está jugando. No está haciéndome rabiar. Algo me dice que está tan asustado como lo estoy yo.


—Esto es una locura y un sinsentido —me quejo con rabia—. Tú no me quieres y está claro que ni siquiera soportas que yo te quiera a ti. Me merezco ser feliz, Pedro, y tengo que ser rematadamente estúpida para seguir pensando que a tu lado puedo serlo.


—Paula —trata de calmarme.


—¡No quiero escucharte! —replico aún más enfadada.


Forcejeo, pero Pedro me mantiene sujeta sin ningún esfuerzo.


—Si no te dejo decirme que me quieres es porque sé cómo va a acabar esto, cómo está acabando, y no quiero que sufras todavía más. Pecosa, tú y yo no podemos estar juntos. Sólo nos haríamos daño — susurra.


Sus ojos se llenan de un millón de emociones que los vuelven aún más verdes. No ha hecho sino confirmarme todo lo que mi devastado corazón ya había dado por supuesto.


—Entonces, ¿por qué estás aquí? —le pregunto con la voz llena de las lágrimas que no me permito llorar.


Pedro permanece en silencio, mirándome.


—¿A qué has venido?—repito.


—Paula…


—Contéstame —le pido desesperada.


—A ser feliz, joder, aunque sólo sean quince putos minutos.


Su sinceridad me desarma. Me vuelvo un poco más loca o quizá un poco más cuerda, ¿quién sabe? Pedro también me echa de menos, también desea estar conmigo, ¿también me quiere? Otra vez la sombra de lo que pasó aquella noche vuelve a planear sobre nosotros. ¿Tan malo fue? A veces creo que, sencillamente, sea lo que sea, lo ha destrozado por dentro y ni siquiera él puede rehacer los pedazos. Esa idea me sacude.


Quiere ser feliz y yo también, y los dos sabemos que sólo hay una manera en la que vamos a poder serlo, por eso está aquí.


Mi mirada cambia por completo y sé que él se ha dado cuenta. Muevo suavemente las manos pidiéndole en silencio que me suelte, que no me marcharé. Sin apartar sus preciosos ojos de los míos, libera mis muñecas pero, antes de que pueda separarse de mis manos, entrelazo nuestros dedos. Sus ojos brillan. Ahora mismo no existe nada más. Y Pedro estrecha nuestras manos con fuerza.


—Bésame —le pido llena de dulzura—. Yo también quiero ser feliz.


Pedro exhala todo el aire de sus pulmones. Está controlando lo indomable que le arrolla por dentro y que se está despertando rugiendo y llamándome.


Se inclina despacio y me besa. Sus labios me conquistan con el primer roce y gimo entregada. Le deseo tanto. Desliza su mano por mi mejilla, perdiéndola en mi cuello, apretando un poco, reavivando todos los recuerdos, activando todo el placer anticipado.


Su mano continúa bajando mientras sus labios siguen el mismo camino. Relía sus dedos en el cordón de mi pijama al mismo tiempo que su perfecta boca baña mis pezones con su cálido aliento por encima de la fina tela de algodón.


Me retuerzo bajo su cuerpo y cierro los ojos llena de placer.


Pedro me besa jugando con su lengua, empapando la tela. Me muerde. Gimo. Su mano se pierde bajo mis pantalones.


Pedro —susurro.


Se recoloca sobre la cama para dominar mi cuerpo por completo, haciéndome sentir demasiadas emociones a la vez. Sobreestimula mi cuerpo, lo agita, lo convulsiona. Sus manos. Su boca. Su lengua. Su voz.


Se separa de mí, dejándome al borde del abismo. Se coloca de rodillas entre mis piernas y se deshace de mi ropa. 


Cuando me tiene desnuda, me observa, y yo me embriago de sus ojos tan azules como verdes llenos de un deseo y una lujuria casi infinitos.


Despacio, empieza a quitarse la ropa, dándome la oportunidad de poder perderme en su cuerpo delgado pero perfectamente definido, aunque, como siempre que he podido, mis ojos vuelan hacia el músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus vaqueros.


Gloriosamente desnudo, saca un preservativo del bolsillo de los pantalones.


—No —le suplico en un susurro—. Quiero sentirte sólo a ti.


Otra vez todo el deseo aumenta, crece, lo inunda todo. 


Pedro se inclina sobre mí. Toma mi mano enredando nuestros dedos de nuevo. La levanta hasta colocarla por encima de mi cabeza mientras nuestros cuerpos se acoplan y, de un solo movimiento, brusco, duro, perfecto, entra en mí. 


La sensación de sentir su piel contra la mía es maravillosa. 


Se mueve salvaje, tosco, haciendo que nuestras pelvis choquen una y otra vez.


Mis gemidos se intensifican. No está teniendo piedad. Pero en mitad de toda esta lujuria destilada en cada centímetro cúbico de aire, Pedro nos levanta de la cama y me acomoda en su regazo. Me inserta en su maravillosa erección y mi cuerpo reacciona abriéndose para él, acogiéndolo entero, profundo y duro.


Sus caderas comienzan a moverse de nuevo mientras sus manos siguen el contorno de mis piernas rodeando su cintura.


Instintivamente mi cuerpo sale a su encuentro una y otra vez. Una de sus manos se ancla en mi cadera y la otra se enreda en mi pelo. Una sonrisa sexy e impertinente se cuela en sus labios justo antes de guiar mi boca contra la suya con un deseo enloquecedor.


Me embiste cada vez más torturador. Nos besamos cada vez más desbocados. Su mano se desliza hasta acomodarse en mi cuello, hasta recordarme quién tiene el control, y, antes de que pueda darme cuenta, todas las sensaciones se funden, se solapan. Mi cuerpo ruge y me pierdo en un orgasmo increíble, devastador, que me arrolla, me incendia, me vuelve absoluta y completamente loca, adicta a Pedro Alfonso, a lo que sabe hacerme, a lo que quiere hacerme.


No me deja apartar mi boca de la suya, disfruta de mis gemidos y de mi respiración acelerada contra sus labios.


El placer me supera. Todo mi cuerpo se acomoda al suyo, a sus movimientos, a todo lo que siento. Sus embestidas son cada vez más rápidas, más duras, más certeras, más perfectas.


¡Dios!


Y en mitad de todo, comienza a girar las caderas absolutamente torturador, expandiendo un placer exquisito e indomable a cada rincón de mi cuerpo. Echo la cabeza hacia atrás. No puedo más. Pedro baja su boca por mi mandíbula, mi cuello, haciendo el placer aún más salvaje. Su aliento me quema, me gusta. Su polla me vuelve loca.


Me embiste con fuerza. Grito. Me aferro a sus hombros. 


Sale. Entra. Me domina. Le quiero. Le pertenezco.


—¡Pedro! —grito corriéndome sobre su regazo una vez más, sintiendo cómo él se pierde dentro de mí.


Me hace feliz.




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