Esta vez no juega a besarme y a separase. Esta vez sólo hay un deseo desbocado, casi desesperado.
—Ríndete —repite separándose de mí y volviendo a unir nuestras frentes, como si necesitara una parada para reunir fuerzas antes de alejarse definitivamente de mí.
—Yo sólo quiero ayudarte, Pedro —trato de hacerle entender—. Sólo quiero que estés bien. Sea lo que sea lo que pasó, podemos arreglarlo entre los dos.
—Ojalá fuera tan fácil, Pecosa.
Pedro se separa y me sonríe de una manera triste, apagada. De verdad desea que las cosas sean de otra manera.
—Lo que pasó no se puede arreglar —susurra—. Yo ya no tengo arreglo.
Y en ese preciso instante me doy cuenta de que lleva una carga sobre sus hombros demasiado grande. «Lo que Pedro vivió ayer no debería vivirlo nadie.» Recuerdo las palabras de Jeremias y mi corazón se encoge un poco más. ¿Qué fue lo que ocurrió?
—Pedro…
El sonido de la puerta al abrirse me interrumpe. Estoy a punto de girarme, pero el repiquetear de unos tacones contra el suelo me dice que me haga un favor y no lo haga.
—Cielo, ¿estás listo?
Odio haber oído su voz. Ahora tengo algo más con lo que
martirizarme.
Por un instante, antes de contestar, Pedro me mira a mí y yo a él.
No sé lo que pasó, no sé cómo de horrible fue, pero, sea lo que sea, podemos superarlo.
—Sí —responde, y sus ojos siguen sobre los míos azules—. Paula, por favor, termina ese balance y entrégaselo a Jeremias.
Yo asiento y salgo procurando no mirar a ninguno de los dos.
Me ha llamado Paulay no Pecosa. Nunca imaginé que me dolería no escucharlo.
No es que me guste, pero que no lo haya hecho significa que se ha deshecho de esa pequeña parcelita de intimidad y complicidad que teníamos, y lo ha hecho por ella.
Regreso a mi pecera y me dejo caer en mi silla. ¿Cómo puede besarme de esa manera, pedirme que deje de luchar por él y un par de segundos después elegirla a ella?
«A ella la eligió hace mucho.»
Resoplo y me hundo un poco más en el asiento. Soy Ana Steele, sólo que mi Christian Grey ha decidido que es más fácil rendirse e irse con otra. Cabeceo. Éste es precisamente el problema. Esta absurda visión romántica que tengo de Pedro, de la vida en general. Christian Grey, tú eres el culpable de todas mis desgracias.
Después de pasar toda la tarde trabajando, estoy despejando mi mesa cuando Sandra llama a la puerta.
—Paula, tengo algo para ti —dice cantarina.
Frunzo el ceño confusa con una sonrisa que ella me devuelve. ¿Qué está pasando aquí?
Se saca la mano de la espalda y me muestra un iPhone reluciente.
Sigo sin comprender.
—Tu móvil —me dice como si fuera obvio—. El señor Alfonso me ha dicho que lo olvidaste en su despacho. Si yo hubiese perdido el mío, estaría como pollo sin cabeza.
Miro el smartphone. Es completamente negro. El que Pedro me dio y yo dejé en su casa era rosa chicle. En ese preciso instante lo entiendo todo. Él ha cambiado la carcasa. Ya no es rosa chicle porque ahora es un móvil de empresa y nada más. Sólo trabajo. Esas dos palabras van a perseguirme toda mi vida.
—Aunque... claro... —continúa hablando Sandra—... imagino que perder un móvil de empresa debe de ser hasta un poco liberador, sobre todo si el señor Alfonso tiene el número.
Sonrío por inercia y cojo el móvil austero y formal. Le agradezco el favor y Sandra se marcha con una sonrisa.
Con el gesto torcido, observo el iPhone. Recuerdo cómo me quejé cuando me lo dio, diciéndole que no podía aceptarlo porque era rosa y los móviles de empresa nunca son rosas. Sonrío triste. Debería haberme quedado calladita y disfrutar del momento. No podría haber un mensaje más claro que éste. Carcasa negra: fría e impersonal. Giro el teléfono en mis manos y frunzo el ceño absolutamente atónita cuando veo una pequeña pegatina de un unicornio en la parte inferior.
Ahora mismo sólo quiero ir a su despacho y tirarle el móvil a la cabeza. ¡Deja de mandarme mensajes contradictorios, maldito cabronazo!
Dejo el iPhone sobre la mesa de malos modos, asesinándolo con la mirada, pero en ese momento comienza a sonar sobresaltándome y diluyendo mi ataque de furia. Miro la pantalla y la cara de Lola lanzándome un beso se ilumina intermitente. Vuelvo a fruncir el ceño. Van a salirme unas arrugas monstruosas en la frente.
—¿Cómo sabes que he recuperado mi móvil? —le pregunto antes siquiera de decir hola.
—Nunca dudes de que yo me entero de todo —sentencia—. Además, Sandra ha estado aquí hace quince minutos.
Eso lo explica todo.
—¿Y me llamabas para algo más que para reinaugurar la línea? — inquiero socarrona.
—No te dediques al humor. No es lo tuyo —replica.
—Ja, ja —le respondo sarcástica, ya que no puede ver el mohín que le dedico.
Deberíamos empezar a hacer videollamadas.
—Esta noche vamos a salir —me advierte—. Así que deja todo lo que estés haciendo y baja al vestíbulo. Nos vamos ya.
—Estoy de acuerdo —murmuro sin más.
No me apetece salir, pero tampoco quiero estar aquí o, en su defecto, en el apartamento de Lola, dándole vueltas a todo.
—La predisposición es tu punto fuerte —me asegura.
—Y lo que te ha hecho famosa en el barrio gay —replico burlona.
—Ésa me la vas a pagar —me amenaza, pero prácticamente no la oigo. No puedo dejar de reír encantadísima con mi propia broma.
****
A las nueve en punto estamos increíblemente vestidas y perfectamente maquilladas. Lola me ha dejado un minivestido dorado muy elegante. Se ajusta a mi cuerpo a la perfección y, en lugar de escote, un sencillo encaje adorna la parte superior. Lo combino con mis salones de plataforma nude y un fantástico clutch de Edie Parker que Lola me entrega con el mismo fervor y cuidado que si me estuviese dando las tablas con los diez mandamientos
—Sigo sin entender cómo puedes meterte dentro de este vestido — comento mirándome en el espejo del recibidor.
Me encanta cómo me ha recogido el pelo a pesar de tenerlo corto.
—Pues metiéndome —contesta como si fuera obvio, ordenándose su larga melena negra con los dedos.
—Tiene que estarte pequeño.
Lola es altísima y tiene un cuerpo espectacular lleno de preciosas curvas a lo Jennifer López. Yo, en cambio, soy más bien menudita. Si a mí me está ajustado, es imposible que a ella le quede perfecto, y conozco demasiado bien a Lola: jamás se pondría nada que no le estuviese exactamente como le tiene que estar. Todavía recuerdo cuando lanzo unos tacones por la ventana porque le hacían las piernas gordas. Después tuvo que asomarse y pedirle perdón al taxista en cuyo techo del coche aterrizaron los zapatos. Se disculpó diciendo que era una persona muy
carismática y se libró porque el taxista no tenía muy claro el significado de esa palabra.
—Me está divino, como toda mi ropa —sentencia.
Lola abre su máscara de pestañas scandaleyes rockin’ curves y se la pone con mucho cuidado.
—Es imposible —digo pellizcando el vestido a la altura de la cadera y tirando de él. Ahí no cabe un centímetro de aire.
—¿Me estás llamando gorda? —pregunta ofendidísima dirigiéndose hacia mí.
—Claro que no, idiota —contesto sin dudar—. En todo caso te estoy llamando tía buena.
Ella sopesa durante un par de segundos mis palabras.
—Mejor así —sentencia divertida cerrando el pequeño tubo de rímel rojo y negro.
Se marcha cantarina a la habitación, imagino que a ponerse los zapatos, y yo sonrío mientras me sigo observando en el espejo. Me encanta mi peinado.
Llaman al timbre. Extrañada, doy un paso hacia la puerta. En
cualquier otra circunstancia apostaría a que es Ana, pero Lola ya me ha comentado que, inexplicablemente, hoy no le apetecía salir y se quedaba en casa.
Estoy a punto de llegar cuando Lola, dándose la carrera de su vida, me adelanta por la derecha, agarra el pomo antes que yo y abre la puerta con la sonrisa más grande del mundo en sus labios. ¿Qué está tramando?
Todas mis preguntas se contestan cuando veo a Franco en el rellano.
Él me mira de arriba abajo un momento e inmediatamente lleva su vista hacia mis ojos, disculpándose en silencio por lo que acaba de hacer.
—Hola —nos saluda con una sonrisa.
—Hola —respondo sorprendida.
¿Qué hace aquí?
—Hola, Franco —añade pizpereta—. Verás —continúa llamando mi atención—, le he llamado esta tarde para que saliéramos todos juntos. Franco prometió traer un amigo.
Lola da un paso hacia delante y mira a derecha e izquierda.
—Humm —pronuncia fingidamente triste—, supongo que no has encontrado ninguno para mí. Una lástima. Me quedaré aquí.
Mi amiga, que no sé si pronto continuará siéndolo, ante mi atónita mirada, coge rápida mi clutch del pequeño mueblecito del recibidor, mi abrigo del perchero, me lo pone todo entre las manos y me empuja para que salga del apartamento.
—Pero… —trato de protestar.
—Que os divirtáis —dice ignorándome por completo y, sin más, cierra la puerta.
—¡Lola! —me quejo.
—Que os divirtáis —repite sin ningún remordimiento por la
encerrona que acaba de prepararme.
Con una sonrisa nerviosa, me giro hacia Franco. Él se encoge de hombros con las manos metidas en los bolsillos.
—Tal y como yo lo veo, tenemos dos opciones —comenta divertido.
—Di mejor una —le replico contagiada de su humor—. No creo que Lola me deje volver a entrar.
—Crees bien —sentencia a través de la puerta.
—No me lo puedo creer —protesto al borde de la risa sin girarme—. ¿Estás en la mirilla?
—Que os divirtáis —repite.
Alfonso y yo sonreímos y él extiende su brazo, animándome a que echemos a andar. Asiento y salimos del edificio.
Me lleva a cenar a un precioso restaurante cerca del parque. La comida está buenísima y, como siempre, consigue sacarme más de una sonrisa.
—No querrás irte ya a casa, ¿verdad? —pregunta y de nuevo me ofrece una sonrisa de anuncio de pasta de dientes.
Yo asiento tratando de no sonreír, aunque no puedo contenerme mucho. Su sonrisa es de lo más contagiosa. Llevamos así toda la noche.
—Hace un frío que pela —me quejo dando saltitos en mitad de Columbus Circus.
—Pues, si tienes frío, claramente lo mejor es una copa —dice sin asomo de duda.
Franco me mira de arriba abajo un segundo, pero, tal y como pasó en la puerta del apartamento, inmediatamente lleva su vista hacia la mía, disculpándose. No puedo evitar pensar en todas las veces que Pedro me ha mirado así. Él lo hacía con descaro, impertinente, lleno de arrogancia; jamás se disculpó, y no podría haberme parecido más atractivo.
—Lo mejor es estar debajo de mi nórdico —replico y yo sí que no tengo ninguna duda.
Franco tuerce el gesto fingidamente pensativo.
—¿Eso es una proposición, Chaves?
Me lo pregunta tan serio que por un momento me deja fuera de juego, pero, entonces, como si no pudiese disimularlo más, sus labios se curvan hacia arriba.
—Qué idiota —me quejo golpeándole en el hombro.
—Vamos a tomar esa copa —sentencia.
Franco me propone ir al club y, aunque en un principio dudo, acabo aceptando. El Archetype no es sólo un lugar donde dejarse llevar por todo tipo de fantasías, también es un club genial con música increíble y un ambiente de lo más increíble.
Además, Franco sabe exactamente hasta dónde puede llegar. Sólo somos amigos y nunca vamos a ser nada más que eso.
Entramos en el Archetype y nos acomodamos en la barra. Hay música en directo. Un hombre impecablemente vestido canta, casi susurra, una canción muy suave sentado en un taburete mientras otro más mayor y afroamericano lo acompaña al piano. Tardo un segundo de más en darme cuenta de que es Sam Smith. ¡Sam Smith! Desde luego en este club el concepto de exclusivo alcanza otro nivel.
—¿Qué te apetece beber? —me pregunta Franco sacándome de mi ensoñación.
Sonrío. Creo que soy la única persona del local que estaba mirando embobada al cantante.
—Humm… —Sé lo que quiero beber. Sólo tengo que atreverme a pedirlo—. Glenlivet con hielo.
Franco se gira hacia la camarera y pide nuestras copas. Estamos charlando tranquilamente cuando empiezan a sonar los primeros acordes de Stay with me.Poco a poco, voy prestándole más y más atención a la letra. Es la historia de alguien que siempre tropieza con la misma piedra, pretendiendo convertir los encuentros de una noche en amor de verdad. Le doy un sorbo a mi Glenlivet y el sabor me traiciona y me despierta de una manera demasiado cruel.
Echo de menos a Pedro. Quiero a Pedro.
—¿Estás bien? —me pregunta amable Franco.
Tardo un segundo más de lo necesario en contestar y ese pequeño detalle no le pasa por alto.
—No debí proponerte que viniésemos aquí —se disculpa.
—No te preocupes —respondo obligándome a sonreír—. Estoy bien.
En realidad no lo estoy, pero no quiero arruinarle la noche.
Franco da un largo trago de su vodka con hielo y juguetea por un segundo con la copa de nuevo apoyada en la barra. Parece que trata de armarse de valor.
—Paula, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro —respondo sin dudar.
Sonríe antes de atreverse a hacerlo. Es una sonrisa preciosa y todo sería mucho más fácil si despertara en mi todo lo que despierta otra. Si la encontrase sexy, serena, sincera, dura, sensual.
—¿Pedro Alfonso y tú aún estáis juntos?
Oír su nombre me sacude por dentro.
—No —contesto en un golpe de voz.
Franco sonríe aliviado, pero por primera vez en toda la noche el gesto no se refleja en mis labios.
—Mañana la fundación benéfica de mi jefe da una fiesta en la azotea del Empire State y había pensado que a lo mejor te apetecería venir.
—Franco, me pareces un chico increíble —es la verdad—, y es cierto que ya no estoy con Pedro, pero todavía está todo demasiado reciente y yo…
No soy capaz de sacármelo de la cabeza porque no dejo de pensar que, en el fondo, me está pidiendo ayuda... y él no me lo pone nada fácil besándome y siendo tan increíblemente guapo.
—... necesito tiempo —sentencio.
Una respuesta mucho más sana.
Franco sonríe y se inclina ligeramente hacia mí a la vez que asiente.
—Mañana la fundación benéfica de mi jefe da una fiesta en la azotea del Empire State —repite con una sonrisa— y había pensado que a lo mejor te apetecería venir, como amigos.
Está siendo un encanto, pero ahora mismo me siento muy incómoda.
Nunca podría tener nada con él; en realidad, creo que no podría tenerlo con ningún otro chico. Resoplo con fuerza mentalmente. Estoy condenada a una vida sin sexo y mesas para uno.
—Me lo pensaré —me obligo a responder.
No quiero darle un no rotundo. No quiero que él también se sienta incómodo.
Poco después regreso a casa. Subo al apartamento y, frente a la puerta, busco mis llaves con paciencia. No entiendo dónde demonios están.
El clutch es diminuto. Finalmente consigo abrir y, al ver la tele encendida y a Lola dormida en el sofá, cierro con cuidado. Se merece que la despierte con un baile con platillos después de la cita-encerrona, pero decido perdonárselo. Me bajo de los tacones y disfruto un segundo de los pies descalzos sobre el parqué. Apago la tele e intento que se levante y vaya a la cama, pero es una misión imposible, así que le acomodo la cabeza entre los cojines y la tapo con una manta.
Recojo mis zapatos del suelo y voy hasta la habitación. Voy a quitarme el vestido cuando mi iPhone, en mi bolso sobre el colchón, comienza a sonar. Con el ceño fruncido, me siento en la cama y saco el móvil. Cabeceo nerviosa y respiro hondo cuando veo el nombre de Pedro escrito en la pantalla.
No debería cogerlo, pero me conozco demasiado bien y, si no lo hago, me pasaré toda la noche dándole vueltas y acabaré llamándolo yo.
Francamente prefiero tener la ventaja de ser quien recibe la llamada en plena noche y no quien la hace.
—Hola —respondo nerviosa.
—Hola.
Sólo ha sido una palabra, pero su voz me traspasa y activa todo mi cuerpo.
—¿Qué quieres, Pedro?
—¿Te estás acostando con Franco?
Suspiro brusca. Se merece que le diga que sí sólo para que entienda lo injusto que es que él, con novia, me esté llamando a la una de la madrugada para preguntarme eso.
—¿Eso es lo único que te interesa? —inquiero y, sin quererlo, mi voz se ha llenado de dolor.
—Contéstame—me apremia impaciente.
—Eres un hijo de puta, Pedro. —Estoy furiosa—. Y no, no me estoy acostando con Franco.
Lo odio por llamarme sólo para saber si la pobre tonta enamorada sigue colada por él. Aunque la culpa es sólo mía. Él no me quiere. Lo dejó muy claro. Sólo le interesa comprobar que sigue teniendo su juguetito.
—¿Por qué? —pregunta sin suavizar un ápice su tono de voz.
La pregunta me pilla fuera de juego, pero en seguida me recupero.
—No pienso contestarte a eso —siseo.
—Paula —me reprende.
—¡Porque sé que no me sentiría con él como me sentía estando contigo! —respondo llena de rabia, cansada de él y de esta situación—. ¿Eso es lo que querías oír?
Voy a colgar, pero mis manos se niegan a colaborar y, a pesar de su silencio, sigo al teléfono.
—Paula…
—Paula, ¿qué?, Pedro. —Un sollozo se escapa de mis labios y, sin quererlo, las lágrimas vuelven a caer—. Tienes novia. Tú eres el que se acuesta con otra persona.
—Necesito estar con otra chica para poder mantenerme alejado de ti.
Sus palabras me enmudecen y aceleran mi corazón aún más. Le oigo suspirar con fuerza y durante unos segundos vuelve a guardar silencio otra vez. Las lágrimas siguen rodando por mis mejillas y otro sollozo inunda la línea. Inmediatamente me tapo la boca con la mano porque no quiero que se dé cuenta de que estoy llorando y decida que esta conversación no es buena idea.
—Ella es una válvula de escape, una manera de olvidar la idea de que, cuando me gire en mi cama, tú no vas a estar, de imaginarte con Franco, de querer tocarte cada día y no poder hacerlo.
Su voz sigue sonando tan increíblemente masculina como el día que lo conocí, pero ahora también está rota, como yo.
—Te echo de menos, Pecosa —susurra y mi mundo se destroza un poco más.
—Si me echas de menos, ven —murmuro entre lágrimas.
Sé que no debería pedírselo, que no me hará ningún bien, pero no puedo evitar quererlo.
—No puede ser.
Tengo la sensación de que no necesita convencerme sólo a mí.
—Pedro—lo llamo y es casi una súplica.
—Estabas preciosa en el club. Eras la única chica a la que podía mirar. Y antes de que pudiese darme cuenta, estaba recordando todas las veces que estuve en el Archetype contigo.
Me dejo caer en la cama despacio, acurrucándome, sin despegar un sólo instante el teléfono de mi oreja, tratando de dejar de llorar o hacerlo en el máximo silencio para no perderme una sola palabra.
—Recordé todas las veces que jugamos con Erika o con otras chicas —continúa —, pero de ellas no era capaz de visualizar nada, ni siquiera sus caras, y de ti lo recordaba absolutamente todo, cada vez que te has corrido entre mis brazos, esa preciosa sonrisa que pones justo después con los ojos aún cerrados. Tu olor, Paula. Joder, ¿cómo es posible que me acuerde de cómo olías?
Suelto todo el aire en una bocanada. Mi corazón ha latido más fuerte con cada palabra. Una sonrisa suave y sincera se mezcla con mis lágrimas y al otro lado puedo sentir cómo Pedro imita mi gesto.
—¿De verdad te acuerdas de cómo olía? —murmuro.
—La primera vez que dormimos juntos olías a mandarina. Cuando me desperté, ese olor estaba impregnado por toda la cama y sencillamente me volví loco. Quise follarte desde que te vi por primera vez en la oficina de Claudio Cunningham, pero desde aquella mañana no podía pensar en otra cosa.
Sonrío y Pedro guarda silencio, como si quisiese saborear ese débil sonido.
—Cuando duermes haces unos ruiditos muy sensuales. No sabes cuántas noches me he quedado despierto viéndote dormir.
—Eso es muy romántico —bromeo.
—La culpa es tuya —replica divertido—. No te haces una idea de lo sexy que eres, de cuántas veces he tenido que contenerme para no abalanzarme sobre ti.
—Pedro—trato de frenarlo, aunque en el fondo no quiero que pare por nada del mundo.
—Mis manos en tu piel. Joder, Paula, a veces creo que voy a
volverme loco.
—Pedro, yo me siento exactamente así.
Suspiro con fuerza y mi mente y mi cuerpo se calman para volver a tensarse de una manera completamente diferente.
—Por Dios, ni siquiera puedo concentrarme en el trabajo —se confiesa, exasperado porque algo esté rompiendo sus esquemas—. Sólo puedo imaginarte a ti, a nuestros cuerpos acoplándose perfectamente. Sentir tu olor, tu calor. Paula, te me has metido debajo de la piel y ni siquiera sé cómo ha pasado. Sólo puedo pensar en la última vez que estuvimos juntos, en cómo tu cuerpo se tensaba bajo del mío.
Mi respiración se acelera. Mi piel arde.
—Pedro —murmuro.
Antes de que pueda pensarlo con claridad, mi mano avanza por mi cuerpo y acaricia fugaz mi pecho.
—En cómo me sentía entrando y saliendo de ti. Era el puto paraíso, Paula.
Perdiéndome en el recuerdo de cada vez que estuve en sus brazos, retuerzo mi pezón entre mis dedos y tiro de él.
—Era como saltar al vacío —murmuro, casi gimo, con la voz rota por todo el placer y todo el deseo.
—Sí, joder, era exactamente eso. —Y sé que una sonrisa se ha dibujado en sus labios.
Su respiración también está acelerada. Lo imagino acariciándose. Me imagino acariciándolo.
—Era la mejor sensación del mundo.
Mis dedos bajan por mi cuerpo y se esconden bajo mis bragas.
—Tener el control sobre ti, Paula, sobre tu cuerpo, sobre todo tu placer.
Me deslizo en mi interior.
—Sin dejarme escapatoria.
Las palabras se escapan de mis labios antes siquiera de que pueda pensarlas.
—Eres mía, Paula. Eres sólo mía —pronuncia cada letra envuelta en sensuales gruñidos.
Nuestros jadeos se entremezclan cada vez más fuertes a través de la línea telefónica.
—Soy tuya.
Mis piernas se deslizan inconexas por las sábanas, llenándose de todo el placer de su voz, de mis dedos.
—Torturarte.
Gimo.
—Hacer contigo exactamente lo que quiera —susurra con una seguridad implacable y todo mi cuerpo se tensa—. Que te deshagas en mis brazos. Follarte una y otra vez.
—Hasta caer rendidos —jadeo.
—Hasta caer rendidos.
Echo la cabeza hacia atrás y me pierdo en un maravilloso orgasmo con su nombre en mis labios y la imagen perfecta de sus espectaculares ojos en mi mente. He saltado al vacío.
—Eres la chica más increíble que he conocido nunca y todo lo que soy sólo tiene sentido cuando estoy contigo.
Sin darme oportunidad a decir nada más, cuelga. Yo me quedo en la cama con la respiración hecha un auténtico caos y el corazón latiéndome con tanta fuerza que puede llegar a doler. No quiero pensar. Rápidamente me quito el vestido, me pongo el pijama y me meto bajo las sábanas, acurrucándome con fuerza. No quiero pensar, porque, si lo hago, sólo podré hacerlo en que, aunque sólo haya sido por un período muy breve, Pedro se ha quitado la coraza y eso sólo ha servido para que lo eche más de menos, para que lo necesite más, para que le quiera todavía más.
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