viernes, 23 de junio de 2017
CAPITULO 36 (PRIMERA HISTORIA)
El coche nos espera en la puerta del restaurante. Le sonrío al chófer, que mantiene la puerta abierta, y me acomodo en la parte de atrás.
—¿A qué ha venido eso? —le pregunto a Pedro en cuanto hace lo mismo.
—Pecosa, ¿a qué ha venido qué? —inquiere a su vez malhumorado.
Resoplo. ¿En serio tiene que preguntármelo?
—¿De verdad vas a contratarme como ejecutiva júnior? ¡Es una locura! —trato de hacerle entender.
—¿Sabes?, tu manera de dar las gracias me sigue resultado cuanto menos peculiar —se queja arisco.
¿Por qué demonios está tan enfadado?
—No puedes hacerlo. —Es ridículo. No soy la persona apropiada para el puesto. Quizá dentro de un tiempo—. No tengo la preparación ni la experiencia.
Ahora es Pedro el que resopla y, sin darme más explicaciones, se abalanza sobre mí y me besa con fuerza, salvaje.
—Quiero escuchar cómo te corres —susurra con su indomable voz.
Sus palabras hacen que todo me dé vueltas.
Tierra llamando a Paula. Tierra llamando a Paula. Sólo lo está haciendo para no seguir hablando y salirse con la suya.
—Pedro —murmuro contra sus perfectos labios—, para —añado haciendo un pobre intento por apartarlo de mí.
Pero él responde perdiendo su mano en mi cuello y apretándolo sólo un poco, lo justo para que todos mis circuitos mentales se fundan cuando me muerde el labio inferior.
Maldita sea, esto se le da demasiado bien.
—Pedro —lo llamo en un mar de gemidos.
Si claudico ahora, le dejaré creer que puede solucionar todos los problemas así.
—Pedro —mi voz ya está inundada de deseo—, por favor.
Sacando fuerzas no sé de dónde, lo empujo y, al fin, a regañadientes, se aparta.
—¿Qué? —pregunta aún más malhumorado.
—Pedro, no soy la persona apropiada para ese puesto. ¿Por qué no quieres entenderlo?
—No tengo nada que entender —sentencia intimidante—. Pago por tu formación y te estoy dando la experiencia. La decisión es mía.
Yo asiento un par de veces al tiempo que aparto la mirada de él.
Definitivamente calladita estoy mucho más guapa.
Resoplo. No se trata de que no esté contenta, es que no creo estar a la altura. Hace menos de un mes estaba sirviendo cafés y ahora voy a ser ejecutivo júnior. ¡Es una pasada! Resoplo de nuevo.
—¿Lo has hecho porque nos estamos acostando?
Si dice que sí, se acabó. Vuelvo a la cafetería de cabeza. No pienso permitir que nadie, y mucho menos él, dé por hecho que utilizaría el sexo como moneda de cambio.
Pedro exhala brusco todo el aire de sus pulmones. Está claro que él ya había dado la conversación por terminada.
—No, no lo he hecho porque nos estamos acostando —responde displicente, sin ni siquiera mirarme.
Yo asiento muy seria mientras mentalmente doy un suspiro de alivio.
A pesar de que me sigue pareciendo una locura, una sensación de orgullo febril y pura euforia van inundándome por dentro.
—¿Tendré despacho?
Pedro resopla.
—Sí, tendrás despacho.
Asiento de nuevo y me humedezco el labio inferior tratando de contener una sonrisa cada vez más indisimulable.
—Gracias —susurro con la vista al frente.
Noto cómo Pedro me observa, apenas un segundo, y vuelve su mirada a la ventanilla. Él también trata de disimularlo, pero de reojo puedo ver cómo sus labios se curvan hacia arriba en una incipiente sonrisa.
Llegamos a la oficina y volvemos al trabajo. No hay más
comentarios ni insinuaciones sobre mi vestido y, aunque me moleste admitirlo, lo echo de menos. Pedro está más callado y arisco de lo habitual. Definitivamente Mariano Colby no es su persona favorita en el mundo.
A media tarde sigo dándole vueltas a lo mismo. Estoy contenta, pero no puedo evitar que una parte de mí siga llena de dudas. Con el fin de encontrar un nuevo punto de vista, me escapo a la oficina de enfrente y le cuento a Lola mi nueva situación laboral. Ella frunce los labios, calla durante todo un minuto y finalmente me dice que esta noche saldremos a cenar. La conozco lo suficiente como para saber que se avecina una teoría o un sermón sobre lo que está pasando en mi vida. No sé qué me da más miedo de las dos cosas.
Al regresar al despacho, me sorprendo al encontrar a Pedro
apoyado, casi sentado, en su carísima mesa de diseño hablando con Octavio.
—Hola —lo saludo con una sonrisa camino del sofá.
—No te me escapes, Paula —me advierte Octavio con una sonrisa—. Tenemos que celebrar tu ascenso y que por primera vez esta empresa va a tener una ejecutiva júnior —añade socarrón mirando a Pedro.
Él frunce los labios arrogante a la vez que se cruza de brazos sin levantar la vista de su amigo.
—No hay nada que celebrar y mucho menos contigo —replica Pedro divertido.
Octavio lanza un silbido fingiéndose herido por las palabras de su amigo.— Eso ha dolido —añade con una sonrisa—. A la sala de conferencias. Jeremias lleva el Glenlivet.
Octavio gira sobre sus talones para marcharse, pero yo doy un paso al frente llamando su atención.
—Mejor no voy —le anuncio—. Celebradlo sin mí.
Quiero ir. Me muero de curiosidad por ver a estos tres comportarse en actitud extralaboral, pero no sé si a Pedro, después de tenerme en su casa y en su oficina, le hará mucha gracia que invada el tiempo con sus amigos. Al fin y al cabo ha sido idea de Octavio, no de él.
—De eso nada —replica Octavio—. Ya eres uno de los nuestros, Chaves, y eso incluye las copas después del trabajo o en el trabajo — añade con una sonrisa de lo más pícara y, sin esperar respuesta por mi parte, se marcha cerrando la puerta tras él.
—Puedo poner alguna excusa si no quieres que vaya —le digo a Pedro encogiéndome de hombros.
—Claro que no quiero que vayas, Pecosa —responde sin asomo de duda rodeando su escritorio y prestándole toda la atención a su ordenador —, pero ya has oído. Ahora eres uno de los nuestros —sentencia con una sonrisa.
Me gusta esa sonrisa, es bonita y sincera, y no puedo evitar imitarla.
Pedro me hace un gesto con la cabeza para que empiece a caminar y así lo hago. Apenas hemos cruzado el umbral de su despacho cuando siento la palma de su mano al final de mi espalda, guiándome hasta la sala de reuniones.
—Aquí está nuestra nueva ejecutiva júnior —comenta Jeremias con una sonrisa al vernos entrar.
Yo se la devuelvo y me siento en la silla que Pedro me aparta amablemente.
Octavio toma uno de los vasos con whisky y hielo y lo desliza por la carísima madera de la inmensa mesa hasta dejarlo frente a mí. Hace lo mismo con otro de ellos y se lo pasa a Pedro.
—Muchas gracias por todo, chicos —comento con una sonrisa enorme.
Estoy muy contenta. Me siento como si tuviéramos seis años y me hubiesen dejado subir a la casa del árbol con el cartel en la puerta de «chicas no».
—No hay de qué —replica Octavio sin asomo de duda—. Te lo mereces. Aguantar a este gilipollas —continúa en clara referencia a Pedro— es una tarea para valientes. A Sandra le pagamos todos los años una semana en Cabo San Lucas para desestresarla.
Me humedezco el labio inferior luchado por disimular una sonrisa mientras Octavio asiente reafirmándose en cada palabra.
Pedro le da un trago a su copa sin sentirse aludido.
—Creí que por eso te la estabas tirando —replica burlón—, para desestresarla.
—Yo no me tiro a tu secretaria. Soy un profesional, joder —se queja.
—Di más bien que no te la pone dura —especifica Jeremias.
Octavio suspira resignado.
—Creo que es de las que les va hacerlo con la luz apagada. No es de mi estilo.
No quiero reírme, no tiene gracia, pero el cabronazo lo dice tan desolado, como si realmente le apenase el problema que los separa, poniéndolos al nivel de Romeo y Julieta, que no puedo evitarlo y rompo a reír. Pedro y Jeremias no tardan en acompañarme con sendas sonrisas.
Octavio Fitzgerald es un auténtico sinvergüenza.
—¿Cómo es posible que ninguna mujer haya incendiado ya tu despacho? —protesta Jeremias pensativo recostándose sobre su asiento—. Eres un jodido irlandés con suerte —conviene sin encontrar otra solución.
Octavio bufa indignado.
—Claro, porque vosotros sois dos angelitos, no te jode.
—Yo por lo menos soy discreto —replica Jeremias.
—No me hagas reír —interviene Pedro.
—¿Tiene algo que decir miss me la tiré en un ascensor trasparente alemana?
—Tengo la doble nacionalidad —gruñe como respuesta.
—Y Octavio nació en Portland, pero para mí siempre seréis dos pobres sin papeles. Os imagino tan adorables —explica Jeremias perdiendo su mirada al frente para ganar en dramatismo—, viendo la estatua de la Libertad desde la cubierta de un barco asolado por el tifus... y se me parte el corazón.
Los dos lo fulminan con la mirada y todos nos echamos a reír.
Me gusta ser una más.
Cuando nuestras carcajadas se calman, Pedro ladea la cabeza y me mira de una manera increíblemente sexy. Yo suspiro con fuerza sin apartar mi mirada de la suya. A veces creo que sólo me mira así para ver si consigue que me desmaye sin llegar a tocarme.
Empuja su vaso despacio y lo deja junto a mi mano, que descansa sobre la mesa. Sonrío suavemente. No he tocado mi copa, pero beber de la Pedro tiene un significado completamente diferente. Está lleno de sensualidad y también de complicidad.
Lo cojo insegura y, justo antes de levantarlo de la madera, Pedro alza sus dedos y acaricia furtivo los míos. Un gesto que apenas dura un segundo, pero que enciende todo mi cuerpo y me deja al borde del colapso.
Sin mostrar ninguna reacción, Pedro centra su atención en los chicos y lo que sea que están diciendo. ¡Maldito autocontrol! Resoplo hondo mentalmente y discreta externamente. Tranquilízate, Paula Chaves.
No puedes desmayarte y despertar con un pijama de Hello Kitty y dos corazones gigantes por ojos. Tus otros dos jefes están a una exclusiva mesa de madera de secuoya californiana de distancia.
Reuniendo la poca compostura que me queda, le doy un sorbo a su copa y los observo por encima del cristal. Jeremias me sonríe satisfecho un segundo y vuelve a la conversación. No sé si lo ha hecho por mi ascenso o por mi momento de complicidad con Pedro. La respuesta me da vértigo.
Después de un rato más de charla y muchos trapos sucios, decido que es hora de volver al trabajo. Los chicos me despiden divertidos con vítores y yo regreso al despacho con una sonrisa. Apenas llevo unos minutos allí cuando la puerta se abre de golpe. Pedro se abalanza sobre mí como el bello animal que es y me besa con fuerza. Yo gimo contra sus labios absolutamente encantada por su rudeza y toda su indomable sensualidad.
Me muerde el labio inferior y tira de él hasta que el placer se mezcla con el dolor y vuelve a hacerme gemir.
—Al club —ordena sensual—. Ahora.
Asiento nerviosa. Si ya tenía curiosidad por ir al club, ahora me muero de ganas.
Pedro se separa de mí liberándome de su hechizo. Soy consciente de que quiere que coja mi bolso y mi abrigo y nos marchemos ya, pero mis piernas se niegan a colaborar.
«Está así de bueno, Paula Chaves, y tú tienes toda esa suerte.»
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