sábado, 17 de junio de 2017
CAPITULO 16 (PRIMERA HISTORIA)
Durante toda la mañana trato de concentrarme en el trabajo, pero no puedo dejar de pensar en Pedro. Me siento culpable y, al margen de cómo me haya hablado, creo que le debo una explicación. Al fin y al cabo salí huyendo.
Le pongo al señor Colton una excusa bastante idiota y voy al
despacho de Pedro. Llamo suavemente y espero paciente a que me dé paso. Cuando lo hace, abro la puerta y cierro tras de mí.
Está sentado a la mesa, tan injustamente guapo como siempre. Se ha quitado la chaqueta azul oscuro y se ha remangado la camisa hasta el antebrazo. Que esté sentado me da alguna posibilidad. Por lo menos sé que no voy a quedarme embobada viendo lo sexy que le caen los pantalones sobre las caderas.
—Pedro, ¿puedo hablar contigo? —pregunto.
Pretendo que mi voz suene firme, pero no tengo del todo claro que lo haya conseguido.
—¿Seguro? —inquiere a su vez irónico sin ni siquiera mirarme—. Lo mismo tienes pensado salir huyendo y no me apetece tener que volver a ver algo tan patético.
—Tenía mis motivos —intento explicarme.
—Pues ve a contárselos a quien le importe.
Su tono de voz es arisco y presuntuoso. Está claro que no quiere tenerme aquí y no tiene la más mínima intención de disimularlo. Cierra la carpeta en la que estaba trabajando y la deja caer sobre un montón de ellas apiladas en una esquina de su escritorio. Entonces me mira. Su expresión es imperturbable, como si se encargara de echar a chicas de su despacho todos los días. Lo peor es que probablemente pase más a menudo de lo que quiero pensar.
Ahogo una sonrisa nerviosa en un suspiro, giro sobre mis talones y salgo de su despacho. Con la puerta cerrada a mi espalda, tengo que volver a suspirar hondo para tratar de controlar el ciclón de emociones que me invaden por dentro.
Esto es lo mejor que podía pasar. Pedro Alfonso no me conviene en absoluto.
«Ahora sólo hace falta que te lo creas.»
Regreso al despacho del señor Colton y continúo trabajando.
Agradezco que no me dé un respiro porque, cada vez que me descuido, acabo pensando en Pedro, en el club y en sus besos, sobre todo en eso, aunque me temo que a él no le pasa lo mismo.
Después de una pequeña parada para almorzar, de vuelta en el despacho, comienzo a pensar que el termostato debe haberse estropeado porque hace muchísimo frío. Sin embargo, cuando empiezan a dolerme músculos que ni siquiera sabía que tenía, entiendo perfectamente lo que me pasa. No puedo creerme que haya cogido la gripe otra vez.
—Paula, ¿estás bien? —me pregunta el señor Colton desde el otro lado de la mesa —. Estás temblando.
—Tengo mucho frío. Hace frío. ¿Tú no tienes frío? —pregunto tratando de desviar la atención.
No creo que, pedirme una baja cuando sólo llevo cinco días
trabajando en la empresa, sea muy profesional.
—Estás enferma —sentencia descolgado el teléfono y marcando el botón de recepción—. Eva, el coche.
—Señor Colton, no hace falta. Sólo es un resfriado. Una pastilla y estaré como nueva —replico restándole importancia.
—Te vas a casa —ordena sin asomo de duda.
No sé si ha sido su voz o su mirada, pero algo me dice que no está acostumbrado a que le desobedezcan. Ahora comienzo a entender el comentario que hizo Lola sobre que ser controlador era un rasgo muy característico por aquí.
—El coche te está esperando —añade—. ¿Llegarás bien sola?
—Sí, claro que sí... y gracias.
No tengo fuerzas para discutir, así que opto por dejarme llevar.
«Curiosa frase.»
En el coche le pido al conductor que ponga la calefacción. A pesar de que no se queja ni una vez, estoy convencida de que le estoy dando el viaje. Aquí dentro la temperatura es nivel sauna e inexplicablemente sigo teniendo frío.
Lo primero que hago cuando llego a mi apartamento es tomarme dos ibuprofenos. Lo segundo, coger varias toallas y tapar los malditos huecos de las ventanas. Son los responsables de cada futuro golpe de tos. Maldita sea, de todas formas sigue haciendo un frío que pela. Creo que tengo fiebre. Me meto en la cama y me tapo hasta las orejas con la única compañía de mi iPhone. En mitad de mi estado febril, pienso en llamar a Pedro.
La gripe me está haciendo delirar.
Sistemáticamente se me cierran los ojos. Estoy muy cansada.
Me despierto. Está lloviendo. Estoy algo desorientada. Oigo la voz de Lola, pero no recuerdo cuándo ha llegado. Los párpados me pesan. Deben de ser las pastillas.
Vuelvo a dormirme.
Oigo a alguien gritar. Me esfuerzo sobremanera y consigo abrir los ojos. Es Lola. Está al teléfono. Parece asustada, muy asustada.
—No lo sé. Tiene mucha fiebre y no se despierta. Iba a llevarla al hospital, pero no para de llover y él taxi no llega… Sí, sí… Vale. Adiós.
¿Con quién está hablando? ¿Y de quién? Yo estoy bien.
Sólo tengo sueño.
Sigue lloviendo. Abro los ojos despacio y veo a Lola. Está sentada a mi lado y me pasa un trapo húmedo por la frente y el cuello. Está helado.
Me quejo e intento apartarla, pero no tengo fuerzas.
No consigo mantenerme despierta.
Noto unos brazos alzarme de la cama. Me apoya contra su pecho y escondo la cabeza en su cuello. Reconozco su olor, a limpio, a suavizante caro y gel aún más caro.
—Pedro —pronuncio en un débil susurro.
Salimos a la calle. Me estrecha contra su cuerpo para protegerme de la lluvia y mantener el calor. Rápidamente entramos en la parte trasera de un coche. No me separa un ápice de él y yo me dejo envolver por sus perfectos brazos.
Me despierto. No sé dónde estoy. Intento incorporarme. Todo me da vueltas.
—No te muevas, Pecosa —dice Pedro acercándose a mi cama y empujándome sin mucho esfuerzo para que mi cabeza caiga de nuevo en la almohada.
—¿Dónde estoy? —pregunto.
—En el hospital.
Me observa con sus preciosos ojos y me sonríe suavemente mientras me mete un mechón de pelo tras la oreja.
—Creí que estabas enfadado conmigo —susurro.
—Y lo estoy. Mucho —me aclara—. Pero alguien tenía que traerte al hospital.
Me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa. Los dos sabemos lo que acaba de hacer por mí.
—Buenas noches.
Inmediatamente llevamos nuestra mirada a la puerta y vemos entrar a un doctor con bata blanca y pijama azul de hospital. Tiene pinta de llevar aquí más horas de las que le gustaría. En seguida abre un sobre marrón enorme y saca unas radiografías. Las engancha a una pantalla luminosa y las observa con detenimiento. Asiente un par de veces y finalmente camina hasta mi cama.
—En principio, has venido a tiempo —me dice—. Todo parece indicar que tienes neumonía.
—¿Neumonía? —pregunta Pedro como si no terminara de creerlo.
—¿No fuiste al médico cuando pensaste que tenías gripe? —inquiere de nuevo el doctor.
—No —confieso sintiéndome como una verdadera idiota—. Tome ibuprofeno, las mismas pastillas que me mandaron la última vez que tuve gripe.
—Supongo que te dirían que te tomaras unos días de reposo, ¿lo hiciste?
—No —musito. Pedro gruñe—. No podía dejar de trabajar.
El doctor asiente.
—Paula, ¿quién es tu médico? —pregunta.
Dudo en contestar. Presiento que la respuesta no va a gustarle nada a Pedro.
—No tengo médico. Fui a la clínica gratuita.
Pedro suspira breve y brusco y se cruza de brazos, aunque inmediatamente se lleva el reverso de los dedos a la boca. No sé si está más furioso o indignado.
El médico se sienta en un taburete y lo desliza hasta quedar de nuevo junto a mí.
—Paula, ahora te sientes mejor por los calmantes que te hemos dado, pero... no te equivoques, lo que tienes es grave. Llegaste aquí inconsciente por la fiebre y no te quepa duda de que necesitas descansar.
—Descansará —sentencia Pedro mirando al doctor. Tiene la
mandíbula tensa y la mirada endurecida—. Yo me encargaré de ello.
¿Él? ¿Cómo? Creo que todo me da vueltas otra vez.
—Ahora necesito que me cuentes cómo te hiciste el corte del costado.
Este doctor va a acabar metiéndome en un verdadero lío.
—En el trabajo —musito.
—No pudiste hacértelo en el trabajo —interviene Pedro.
—No en la oficina. —Suspiro. Nunca pensé que acabaría dando estas explicaciones y mucho menos en estas circunstancias—. Trabajo en un restaurante por las noches y hace unos días me corté con la puerta de la nevera.
Pedro asiente, pero yo no me siento para nada tranquila. Es más algo amenazador que conciliador.
—Necesitas puntos. Tienes un principio de infección y probablemente sea responsable de parte de la fiebre. En seguida te los doy. Primero necesito que me digas si tomas alguna medicación.
Niego con la cabeza.
—Sólo la minipíldora anticonceptiva.
El facultativo apunta algo en mi historial y lo cierra, para luego dejarlo sobre la mesita metálica a mi lado.
—Ahora te daremos esos puntos —me confirma guardándose el bolígrafo en el bolsillo de su bata.
—Gracias, doctor... —Busco una placa con su nombre, pero no la veo.
—Newman —me aclara.
—Gracias, Miguel —añade Pedro.
¿Se conocen?
—De nada pero, la próxima vez, tened los ataques febriles a las diez de la mañana. Estaba acabando la guardia.
Ambos sonríen y el médico se levanta y camina hacia un armario metálico de donde empieza a sacar instrumental.
Pedro me mira y por un momento me siento como una cría de seis años; presiento que me espera la bronca de mi vida. Él apoya una de sus manos en el cabecero de la cama, la otra sobre el colchón y se acerca peligrosamente a mí.
—Tú y yo hablaremos luego.
Otra vez esa voz tan increíblemente suave.
Trago saliva inconscientemente y mis ojos se pierden en la suyos.
Creo que enfadado está todavía más guapo o quizá sean los analgésicos mezclados con el hecho de que una parte de mí ahora mismo lo ve como mi caballero andante. Me pongo los ojos en blanco mentalmente. ¿A quién pretendo engañar?
Es mezquinamente guapo.
El doctor regresa ajustándose los guantes de látex. Me pide que me gire para poder acceder mejor al corte. Cuando noto el pinchazo de la anestesia, suspiro y arrugo el rostro. Ha dolido.
—Esa naricita —me dice Pedro inclinándose de nuevo sobre mí y acariciándome la nariz dulcemente con el índice.
Sonríe y, a pesar del dolor, yo hago lo mismo.
La anestesia poco a poco ha ido sustituyendo el dolor por una sensación de frío, como si el médico estuviera trabajando con hielo sobre mi herida. Pedro no me quita ojo de encima y yo me siento extrañamente protegida.
—Bueno, esto ya está —anuncia el doctor Newman.
Vuelvo a acomodarme en la cama y observo cómo el médico deja el instrumental sobre una mesita auxiliar de la que coge un pequeño vasito de plástico.
—Ahora te vas a tomar estas pastillas —dice tendiéndomelo—. Son unos antibióticos muy fuertes. Te dejarán algo adormilada las próximas horas.
Me tomo las pastillas y cojo otro vaso que me ofrece más grande, de cristal y lleno de agua fresca.
No tardo mucho en sentirme como si flotara. Apenas puedo asentir cuando el médico se despide y Pedro sale con él. Parecen viejos amigos.
Casi sin darme cuenta, voy sonriendo intermitentemente.
Ya no me importa la neumonía, mis dos trabajos, los ciento veintiséis mil trescientos cuarenta y tres dólares con ochenta centavos que debo, el Archetype, Pedro. Sólo puedo pensar en dos palabras: dejarme llevar; en realidad, Pedro, el Archetype y dejarme llevar. Eso son cuatro palabras... bueno, seis. ¿Las palabras pequeñitas cuentan? Nunca lo he
tenido claro.
Vuelvo a sonreír. Bendita prescripción médica.
Pedro regresa y cierra la puerta tras de sí.
—Pecosa, nos vamos.
—¿Adónde? —pregunto con una boba sonrisa—. ¿A mi apartamento?
—Sí, el lugar perfecto para recuperarse de una neumonía es donde la pillaste.
Me observa divertido intentando incorporarme. No soy capaz y, presa de un nuevo ataque de risa, me caigo otra vez en la cama.
—¿Vas a ser capaz de mantenerte en pie? —pregunta.
—No lo sé, pero si me caigo y tu amigo tiene que volver, ¿me dará más pastillas? Me han sentado de maravilla.
Me trabo pronunciando la última palabra y eso me hace volver a reír.
Pedro suspira fingiéndose exasperado aunque todo esto parece divertirle y, sin decir nada más, vuelve a cogerme en brazos.
—Podría acostumbrarme a esto. Se te da muy bien hacer de salvador de chicas indefensas —comento alargando estúpidamente la última ese.
—Cállate —me ordena con un trasfondo divertido.
—Qué dominante.
—No sabes cuánto —responde con una sonrisa llena de malicia asomando en sus labios.
—Lola dice que Jeremias, Octavio y tú sois tres obsesos del control. Tres obsesos del control que trabajan juntos y los tres sois guapísimos. No me negarás que es hasta un poco ridículo. —Comienzo a reír de nuevo—. Controladores y atractivos, ¿hicisteis una especie de casting o algo así
para haceros amigos?
No dice nada, sólo sonríe.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario