viernes, 30 de junio de 2017
CAPITULO 61 (PRIMERA HISTORIA)
Nos quedamos en silencio, abrazados. Pedro acaricia suavemente el final de mi espalda y yo hago pequeños dibujos en la piel de su hombro.
No sé cuánto tiempo pasamos así, con miedo a que el otro se esfume si nos movemos.
—Paula —susurra.
Yo asiento y me separo suavemente. Sé lo que va a decirme y no quiero escucharlo.
Pedro se levanta y comienza a vestirse. Yo me cubro con la colcha y simplemente observo cómo se pone los vaqueros dando un pequeño salto y después una simple camiseta de la que se remanga las mangas inmediatamente. Está sencillamente guapísimo. No pude fijarme cuando entró, pero a cambio ahora tengo la oportunidad de explayarme.
No entiendo por qué las cosas tienen que ser así. No paro de repetírmelo desde que he dejado de sentir su cuerpo junto al mío.
—¿Vas a casarte con ella? —murmuro.
Ni siquiera lo miro cuando lo pregunto. Estoy muerta de miedo.
Pedro suspira. De un par de zancadas rodea la cama y se sienta junto a mí.
—No pienso en casarme con ella o en tener hijos con ella. Paula, ¿no lo entiendes? No pienso en un futuro con ella.
—¿Y conmigo lo pensabas? —inquiero con mis ojos azules posados en cómo mis dedos retuercen nerviosos la colcha.
Él resopla de nuevo, coloca el reservo de sus dedos en mi barbilla y me obliga a alzar la cabeza hasta que nuestras miradas se encuentran.
—Contigo lo quería, Pecosa —sentencia con su increíble voz—, más que nada.
—Y, si lo querías, ¿por qué no podemos tenerlo? —murmuro
nerviosa, casi desesperada. Necesito que lo entienda. Quiero que lo entienda. Quiero que nos deje ser felices—. Pedro, ¿qué fue lo que pasó?
No dice nada. Toma mi cara entre sus manos e, inclinándose sobre mí, me besa. Lo hace lleno de deseo pero también de rabia y automáticamente comprendo que va a marcharse.
—Adiós, Paula—dice separándose apenas unos centímetros de mí. Sin darme opción a responder, se levanta y sale de la habitación dejándome completamente desamparada. ¿Cómo puede ser que algo que ni siquiera conozco me esté destrozando por dentro?
Me dejo caer en la cama pero no aguanto ni cinco minutos. Las sábanas, la habitación, todo tiene su olor. Quiero mantener la dignidad y no convertirme en una protagonista de novela romántica en sus horas más bajas, pero eso es muy complicado en estas circunstancias.
Resuelta a ponérmelo lo más fácil posible, cambio las sábanas y abro las ventanas de la habitación. Estamos en pleno noviembre y la temperatura debe de rondar los cero grados, pero no me importa. Es una cuestión de supervivencia. Sin embargo, para mi desgracia, comprendo que su olor está impregnado en mi propia piel.
Resoplo absolutamente exasperada y me meto en la ducha.
Cuando regreso a la habitación envuelta en una toalla, hace un frío casi glaciar.
Corro hacia la ventana y la cierro, pero con las prisas me golpeo el pie con la pata del tocador vintage de Lola. Lanzo un «ay» y gimoteo hasta llegar a la cama y sentarme en ella. Me agarro el pie mientras sigo quejándome y de pronto la habitación, aunque sería más acertado decir mi vida, se me cae literalmente encima.
Lo echo menos y lo peor de todo es que tengo la horrible sensación de que lo echaré de menos siempre. Me casaré con otro hombre, tendré hijos y seguiré echándolo de menos, recordando sus manos sobre mi piel.
No quiero, de verdad que no, pero, sin que pueda controlarlo, empiezo a llorar... y nada de algo elegante o contenido. Lloro a moco tendido, como si se fuera a acabar el mundo. No me hace sentir mejor y, aun así, soy incapaz de parar.
Como si de una tortura china se tratase, involuntariamente comienzo a pensar en todos los momentos que he vivido con él, en los buenos y en los malos, y con cada uno de ellos lloro un poco más. Me tumbo hasta clavar la vista en el techo con los brazos en cruz sobre la cama.
—Mi vida es un asco.
Y, sorbiéndome los mocos, me he dado cuenta de que he cruzado esa línea y he hablado sola como en las telenovelas. Paula Chaves estás acabada.
En algún momento decido levantarme, vestirme y salir al salón. Se suponía que hoy no iría a la oficina para ir a la universidad; obviamente no ha sido así.
Ya son casi las seis. Lola estará a punto de volver. Muevo el culo hasta la cocina y comienzo a preparar la cena. Espaguetis boloñesa.
Combatamos las penas con hidratos de carbono.
Oigo el característico rumor de las llaves y, después, la puerta cerrarse.
—Hola —me saluda Lola desde el recibidor.
—Hola —le respondo desde la cocina.
Espero a que entre, pero de reojo la veo cruzar por delante de la ventana que comunica el salón con la cocina y dirigirse a la habitación.
Me pongo tensa al instante. Por un momento temo que, al igual que se entera de todo en la oficina, también se entere de todo en su propia casa y sepa que Pedro ha estado aquí. No le haría ninguna gracia.
—¿Qué tal la mañana? —pregunta apoyándose en el marco del puerta.
Yo me encojo de hombros con cara culpable, pero, como estoy de espaldas a ella, no puede vérmela.
—Bueno, pues entonces cuéntame qué tal anoche.
Respiro aliviada. Si me pregunta por Franco, es que no sabe nada de Pedro. Siempre ha sido una chica muy ordenada y los chismes en esta casa se tratan por riguroso orden de prioridad.
—¿En tu encerrona? —pregunto impertinente.
—Oh, sí —responde en un fingido gimoteo—. Te mandé a cenar con un chico guapo. No merezco que sigamos siendo amigas.
Yo me vuelvo, le hago un mohín y sigo cocinando. Ella sonríe, coge los platos y se los lleva a la mesa.
—En serio, ¿cómo fue? —vuelve a preguntar regresando por los cubiertos.
—Normal. Nada que contar —respondo indiferente ante la atenta mirada de Lola —. Fuimos a cenar y después a tomar una copa. Fin.
Vierto la salsa sobre la pasta.
—Desde luego —se queja cerrando el cajón de golpe—, le quitas la gracia a todo.
Sonrío.
—¿Qué esperabas? —grito socarrona para hacerme oír en el salón —, ¿que viniese diciendo que me había enamorado de Franco?
—¡No! —replica indignadísima a mi espalda, haciéndome dar un brinco que por poco termina con nuestra cena en el impoluto suelo—. Un polvo, Paula. Quería que echarás un polvo.
Niego con la cabeza. Salgo de la cocina y pongo la olla sobre el salvamanteles de madera.
—¿Qué pasa? ¿Ya no piensas follar nunca más? —inquiere igual de indignada que antes, cruzándose de brazos y apoyándose en el marco de la puerta de la cocina.
—Sí, sí pienso —contesto de manera mecánica sirviendo los platos y tomando asiento.
—Pues empieza ya —me advierte caminando y sentándose a la mesa —. Por ejemplo, en la terraza del Empire State.
La miro boquiabierta. ¿Cómo consigue enterarse de todo?
—Echar un polvo allí arriba tiene que ser espectacular —continúa con la vista perdida, fantaseando con la idea. Cuando vuelve al mundo de los que no estamos practicado sexo en una terraza, se encoje de hombros —. Franco me ha llamado esta mañana para pedirme que te convenciera.
Comienzo a remover la comida en mi plato sin mucho entusiasmo.
Ahora me siento incómoda y presionada. No entiendo por qué tiene que llamar a mi mejor amiga para asegurarse de que vaya.
—No voy a ir —suelto sin más.
«A lo mejor por eso, idiota.»
—¿Por qué? —pregunta Lola tapándose la boca elegantemente con el extremo de la servilleta.
—Porque no quiero —respondo como si tuviera cinco años— y porque es lo mejor —añado para compensar y volver a convertirme en una adulta de veinticuatro.
—Vas a ir —sentencia sin más.
—No —digo negando también con la cabeza.
—Sí —responde ella asintiendo— y tengo el vestido perfecto — remata cantarina mientras deja la servilleta sobre la mesa y se levanta con una sonrisa—. Guárdate tu respuesta definitiva hasta que lo veas —me advierte desde la habitación.
A los pocos minutos regresa con un vestido espectacular. Dejo el tenedor sobre el plato y me levanto de un salto. Es increíble. Negro, sin tirantes, ajustado por la parte superior y con una falda que se levanta por el tul azul que sobresale gracioso y diferente por la parte inferior a la altura de la rodilla. Es un vestido digno de cualquier alfombra roja en el Ziegfeld Theater.
—¿De dónde lo has sacado?
—Una chica tiene que estar preparada para cualquier vicisitud — responde satisfecha—. Lo tenía en el fondo del armario. Sólo me lo he puesto un par de veces. Te estará perfecto.
Aún no ha terminado su frase cuando algo me llama la atención entra las capas de tul; alzo la mano y suspiro boquiabierta al ver la etiqueta.
¡Este vestido es nuevo!
—¿Se puede saber por qué me estás contando semejante rollo? —me quejo—. ¡Acabas de comprar este vestido!
De pronto todo encaja.
—¡Y el de ayer también! —protesto aún más indignada—. Por eso me quedaba como un guante.
Lola abre la boca dispuesta a decir algo, pero tras unos segundos la cierra y resopla.
—Sí, te he comprado ropa —confiesa—. Quería animarte y, como eres ridículamente pobre, decidí hacerme cargo de tu aún más pobre armario.
—Lola —protesto.
—Lola, nada —replica—. Es una pasada de vestido, ¿o no? —añade con una sonrisa agitando el modelito.
Quiero seguir enfadada. Me parece un gesto precioso, pero tendría que haberme consultado antes de desperdiciar el dinero. A ella tampoco le sobra. Sin embargo, no puedo evitarlo y acabo sonriendo como una idiota.
El vestido es espectacular.
—Es genial.
—¿Significa eso que irás? —me pregunta esperanzada.
—¿Dejarás de comprarme ropa? —inquiero a mi vez apuntándola con el índice.
—¿Dejarás de ser tan idiota?
Me encojo de hombros.
—Eso depende de si sigo viviendo contigo —respondo socarrona—. La estupidez es contagiosa, ¿sabes?
Lola me golpea en el hombro y yo me quejo divertida.
—Kelly Gale —me informa pensativa—, desfile de Valentino, Milán 2014.
Mi sonrisa se ensancha. Contra eso no puedo luchar.
CAPITULO 60 (PRIMERA HISTORIA)
Me despierta un sonido incesante y molesto. Giro y me acurruco contra el otro lado, tratando de dormirme de nuevo, pero el sonido vuelve con más fuerza. Abro los ojos y por un momento no recuerdo dónde estoy. Parpadeo y me oriento sin ninguna dificultad. El ruido regresa y me doy cuenta de que es la puerta. Miro el reloj despertador sobre la mesita.
Apenas son las siete. ¿Quién puede ser?
Me levanto a regañadientes y cruzo el salón. Extrañada, observo el sofá. Lola no está. Camino del recibidor me asomo por la ventana de la cocina. Tampoco está allí. Qué raro.
El sonido se intensifica. Sea quien sea quien está llamando, se está empleando a fondo.
Giro el pomo y, antes de que abra la puerta del todo, una mano sujeta la madera con fuerza y la abre de golpe, obligándome a dar un paso atrás.
Casi en el mismo instante, esa mano se posa en mi cadera posesiva, brusca, indomable, justo antes de estrellar sus labios contra los míos buscándolos ansioso, casi desesperado.
Pedro cierra de un tosco portazo y me estrecha del mismo modo.
Ni mi cuerpo ni mi mente ni mi corazón necesitan más. Mis manos rodean sus hombros, aferrándome a ellos con fuerza cuando las suyas vuelan hasta mi trasero y me levantan a pulso. Rodeo su cintura con mis piernas y nos quedamos perfectamente acoplados. Sin dejar de besarnos, nos desnudamos veloces. Su sexo choca perfecto contra el mío y mis gemidos se entremezclan con sus gruñidos en nuestros besos.
Nos lleva hasta la habitación y nos tira en la cama. Su cuerpo cubre por completo el mío mientras mis piernas siguen rodeándolo, acercándolo todavía más a mí. Hunde sus labios en mi cuello. Enredo mis dedos en su pelo. Mueve las caderas. Gimo con fuerza. Lo he echado demasiado de menos.
Vuelve a besarme casi desesperado.
—Pedro, te…
—No lo digas —me interrumpe con la respiración acelerada,
separando lo justo nuestros labios y apoyando su frente en la mía— o, cuando todo esto acabe, te arrepentirás.
No ha sido una advertencia ni tampoco se está riendo. Me está previniendo. Está preocupándose por mí porque tiene demasiado claro cómo acabará esto. Una presión se instala en mis costillas y casi me impide respirar. Antes de que pueda controlarlo, una lágrima cae por mi mejilla. Toda la situación me está sobrepasando. Yo quiero estar con él.
Quiero ayudarlo. Quiero que sea feliz. No puede venir, besarme, recordarme lo perfecto que es estar entre sus brazos y después dejarme dolorosamente claro que todo tiene una fecha de caducidad. ¿Por qué lo hace? ¿Qué es lo que quiere de mí?
Pedro se separa un poco más, posa sus ojos en los míos pero inmediatamente rompo nuestras miradas girando la cabeza. Él, por un momento, continúa observándome. Puedo notar sus preciosos ojos escrutarme tratando de averiguar cómo me siento.
Alza la mano y, despacio, enjuga con el reverso de los dedos las lágrimas que bañan mis mejillas. No puedo más. Yo le quiero y, si él nunca va a quererme, necesito que se aleje, que me deje respirar una atmósfera donde nada me recuerde a él.
Intento empujarlo y levantarme, pero reacciona en seguida atrapando mis muñecas y llevándolas contra el colchón.
—Suéltame —le pido.
Pedro niega con la cabeza. No está jugando. No está haciéndome rabiar. Algo me dice que está tan asustado como lo estoy yo.
—Esto es una locura y un sinsentido —me quejo con rabia—. Tú no me quieres y está claro que ni siquiera soportas que yo te quiera a ti. Me merezco ser feliz, Pedro, y tengo que ser rematadamente estúpida para seguir pensando que a tu lado puedo serlo.
—Paula —trata de calmarme.
—¡No quiero escucharte! —replico aún más enfadada.
Forcejeo, pero Pedro me mantiene sujeta sin ningún esfuerzo.
—Si no te dejo decirme que me quieres es porque sé cómo va a acabar esto, cómo está acabando, y no quiero que sufras todavía más. Pecosa, tú y yo no podemos estar juntos. Sólo nos haríamos daño — susurra.
Sus ojos se llenan de un millón de emociones que los vuelven aún más verdes. No ha hecho sino confirmarme todo lo que mi devastado corazón ya había dado por supuesto.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? —le pregunto con la voz llena de las lágrimas que no me permito llorar.
Pedro permanece en silencio, mirándome.
—¿A qué has venido?—repito.
—Paula…
—Contéstame —le pido desesperada.
—A ser feliz, joder, aunque sólo sean quince putos minutos.
Su sinceridad me desarma. Me vuelvo un poco más loca o quizá un poco más cuerda, ¿quién sabe? Pedro también me echa de menos, también desea estar conmigo, ¿también me quiere? Otra vez la sombra de lo que pasó aquella noche vuelve a planear sobre nosotros. ¿Tan malo fue? A veces creo que, sencillamente, sea lo que sea, lo ha destrozado por dentro y ni siquiera él puede rehacer los pedazos. Esa idea me sacude.
Quiere ser feliz y yo también, y los dos sabemos que sólo hay una manera en la que vamos a poder serlo, por eso está aquí.
Mi mirada cambia por completo y sé que él se ha dado cuenta. Muevo suavemente las manos pidiéndole en silencio que me suelte, que no me marcharé. Sin apartar sus preciosos ojos de los míos, libera mis muñecas pero, antes de que pueda separarse de mis manos, entrelazo nuestros dedos. Sus ojos brillan. Ahora mismo no existe nada más. Y Pedro estrecha nuestras manos con fuerza.
—Bésame —le pido llena de dulzura—. Yo también quiero ser feliz.
Pedro exhala todo el aire de sus pulmones. Está controlando lo indomable que le arrolla por dentro y que se está despertando rugiendo y llamándome.
Se inclina despacio y me besa. Sus labios me conquistan con el primer roce y gimo entregada. Le deseo tanto. Desliza su mano por mi mejilla, perdiéndola en mi cuello, apretando un poco, reavivando todos los recuerdos, activando todo el placer anticipado.
Su mano continúa bajando mientras sus labios siguen el mismo camino. Relía sus dedos en el cordón de mi pijama al mismo tiempo que su perfecta boca baña mis pezones con su cálido aliento por encima de la fina tela de algodón.
Me retuerzo bajo su cuerpo y cierro los ojos llena de placer.
Pedro me besa jugando con su lengua, empapando la tela. Me muerde. Gimo. Su mano se pierde bajo mis pantalones.
—Pedro —susurro.
Se recoloca sobre la cama para dominar mi cuerpo por completo, haciéndome sentir demasiadas emociones a la vez. Sobreestimula mi cuerpo, lo agita, lo convulsiona. Sus manos. Su boca. Su lengua. Su voz.
Se separa de mí, dejándome al borde del abismo. Se coloca de rodillas entre mis piernas y se deshace de mi ropa.
Cuando me tiene desnuda, me observa, y yo me embriago de sus ojos tan azules como verdes llenos de un deseo y una lujuria casi infinitos.
Despacio, empieza a quitarse la ropa, dándome la oportunidad de poder perderme en su cuerpo delgado pero perfectamente definido, aunque, como siempre que he podido, mis ojos vuelan hacia el músculo que nace en su cadera y se pierde bajo sus vaqueros.
Gloriosamente desnudo, saca un preservativo del bolsillo de los pantalones.
—No —le suplico en un susurro—. Quiero sentirte sólo a ti.
Otra vez todo el deseo aumenta, crece, lo inunda todo.
Pedro se inclina sobre mí. Toma mi mano enredando nuestros dedos de nuevo. La levanta hasta colocarla por encima de mi cabeza mientras nuestros cuerpos se acoplan y, de un solo movimiento, brusco, duro, perfecto, entra en mí.
La sensación de sentir su piel contra la mía es maravillosa.
Se mueve salvaje, tosco, haciendo que nuestras pelvis choquen una y otra vez.
Mis gemidos se intensifican. No está teniendo piedad. Pero en mitad de toda esta lujuria destilada en cada centímetro cúbico de aire, Pedro nos levanta de la cama y me acomoda en su regazo. Me inserta en su maravillosa erección y mi cuerpo reacciona abriéndose para él, acogiéndolo entero, profundo y duro.
Sus caderas comienzan a moverse de nuevo mientras sus manos siguen el contorno de mis piernas rodeando su cintura.
Instintivamente mi cuerpo sale a su encuentro una y otra vez. Una de sus manos se ancla en mi cadera y la otra se enreda en mi pelo. Una sonrisa sexy e impertinente se cuela en sus labios justo antes de guiar mi boca contra la suya con un deseo enloquecedor.
Me embiste cada vez más torturador. Nos besamos cada vez más desbocados. Su mano se desliza hasta acomodarse en mi cuello, hasta recordarme quién tiene el control, y, antes de que pueda darme cuenta, todas las sensaciones se funden, se solapan. Mi cuerpo ruge y me pierdo en un orgasmo increíble, devastador, que me arrolla, me incendia, me vuelve absoluta y completamente loca, adicta a Pedro Alfonso, a lo que sabe hacerme, a lo que quiere hacerme.
No me deja apartar mi boca de la suya, disfruta de mis gemidos y de mi respiración acelerada contra sus labios.
El placer me supera. Todo mi cuerpo se acomoda al suyo, a sus movimientos, a todo lo que siento. Sus embestidas son cada vez más rápidas, más duras, más certeras, más perfectas.
¡Dios!
Y en mitad de todo, comienza a girar las caderas absolutamente torturador, expandiendo un placer exquisito e indomable a cada rincón de mi cuerpo. Echo la cabeza hacia atrás. No puedo más. Pedro baja su boca por mi mandíbula, mi cuello, haciendo el placer aún más salvaje. Su aliento me quema, me gusta. Su polla me vuelve loca.
Me embiste con fuerza. Grito. Me aferro a sus hombros.
Sale. Entra. Me domina. Le quiero. Le pertenezco.
—¡Pedro! —grito corriéndome sobre su regazo una vez más, sintiendo cómo él se pierde dentro de mí.
Me hace feliz.
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