lunes, 3 de julio de 2017

CAPITULO 68 (PRIMERA HISTORIA)




—¡Arriba, Paula! —grita Lola entrando en la habitación y corriendo las cortinas sin ninguna piedad.


Yo protesto y me giro acurrucándome en el lado contrario. Estoy muy cansada y me duele la cabeza. No me apetece levantarme temprano mi día libre, aunque, técnicamente, ni siquiera sé qué hora es.


Lola no se da por vencida. Le oigo rodear la cama subida a un par de sus elegantes tacones y se arrodilla frente a mí.


—Paula, arriba —repite—. Ya son casi las doce.


Finjo no oírla, pero mentalmente me apunto el detalle de que por lo menos ha tenido la amabilidad de dejarme dormir toda la mañana.


—No pienso consentir que te quedes llorando, autocompadeciéndote y quejándote del chiste continuo que es tu vida ni un segundo más.


—Ey —me quejo abriendo los ojos de mala gana—, la única que puede llamar a mi vida chiste continuo soy yo.


Sonríe satisfecha. Ha conseguido que abra los ojos. El cómo, es un pequeño detalle sin importancia.


—Necesitaba que abrieras los ojos y el motivo no podría ser mejor. Bogart en el parque —sentencia con una sonrisa de oreja a oreja mostrándome dos entradas—. Hoy ponen El halcón Maltés y después El sueño eterno. Si no recuerdo mal, es tu película preferida —comenta fingidamente pensativa, como si no lo tuviera clarísimo. Debo haberla obligado a verla unas cien veces—. Arriba —me apremia una vez más—. Una ducha y nos vamos. Comeremos donde Nerón, un poco de tiendas y después al parque. Ana nos esperará allí.


No tengo ganas de salir, pero me obligo a poner mi mejor sonrisa.


Las cosas, quizá, no están siendo tan fáciles como esperaba, pero seguro que mejorarán y Humphrey Bogart, Central Park y mis dos mejores amigas es una buena manera de empezar.


Me pongo mis vaqueros favoritos, una bonita camiseta y otro par de Converse. Las de ayer aún están empapadas.


Después de comer en NoLita y ver hasta la última tienda del SoHo, vamos en metro al parque. Por fortuna ya no llueve e inexplicablemente ha hecho un sol de lo más agradable. Si es que nadie puede resistirse a las pelis de detectives en blanco y negro.


Ana nos espera en la parte Este del parque con una manta de pícnic y una cesta de mimbre que, como nos informa en cuanto estamos lo suficientemente cerca, está llena de chocolate y margaritas.


Hay muchísima gente. Va a ser genial. Caminamos entre los cientos de neoyorquinos que se dirigen a la inmensa explanada junto al lago y colocamos nuestra mantita sobre el césped. Ya está anocheciendo cuando los créditos de El halcón maltés aparecen en la enorme pantalla y todo el mundo perezosamente va guardando silencio. Las chicas y yo nos acomodamos en la mantita y entre risas y comentarios disfrutamos de la peli. Me estoy distrayendo y lo agradezco.


Tras un breve descanso, empieza la segunda película. 


Sonrío como una enana y me dispongo a disfrutarla, olvidándome de todo, cuando el ruido de un petardo me sobresalta. Me arrodillo mirando en todas las direcciones, como todos los que me rodean, pero ni siquiera tengo tiempo de otear todo el parque. El morro de un espectacular dragón chino asoma desde detrás de la pantalla.


Sonrío sorprendida y aplaudo por inercia cuando todos empiezan a hacerlo. El dragón se mueve ágil acompañado de al menos diez acróbatas que dan volteretas, hacen malabares y lanzan petardos que, tras explotar, dejan una estela de colores brillantes.


—¿Sabíais algo de esto? —pregunto sorprendida a las chicas.


Las dos niegan con la cabeza y me dedican un lacónico no. Estoy maravillada con el espectáculo que se pasea por el césped entre las mantitas, cuando un número indeterminado de hombres y mujeres vestidos con preciosos trajes tradicionales chinos aparecen no sé muy bien de dónde repartiendo galletitas de la fortuna entre todos los asistentes. 


La gente los recibe encantada.


Me hace ilusión coger una, pero, cuando voy a levantarme en busca de uno de los camareros, el dragón llega hasta nuestra mantita y gentil se inclina frente a nosotras para que lo acariciemos. Lo hacemos muertas de risa y lo despedimos cuando, rápido, se marcha tras la enorme pantalla seguido de los malabaristas.


Miro a mi alrededor en busca de los camareros, pero parece que ya se han marchado. Me he quedado sin galletita.


—Ha sido genial —comento encantada—, pero no entiendo por qué.


—Estarán celebrando el año nuevo chino —comenta Ana.


—El año nuevo chino es en febrero —protesta Lola.


—Pues entonces será una de esas campañas de «viaje a China, somos lo más».


Las tres sonreímos. Sea lo que sea, ha sido increíble.


Los créditos de El sueño eterno aparecen en la pantalla y la gente, poco a poco, se va calmando tras el revuelo del dragón. No han aparecido más que un par de líneas cuando un chico afroamericano con el pelo rapado se levanta y, visiblemente nervioso, estira un diminuto papel entre sus largos dedos.


—Leer en voz alta —comienza.


Inmediatamente capta la atención de todos, que se giran hacia él murmurando curiosos.


—Pecosa es experta en tirar Coca-Cola light sobre los móviles.


Lo observo boquiabierta, absolutamente atónita. ¿A que ha venido eso? ¿Cómo lo sabe? Sonrío nerviosa y sorprendida al tiempo que miro a las chicas. Ellas se encogen de hombros y niegan con la cabeza. ¿Qué está pasando aquí? El chico se sienta de nuevo. Voy a levantarme dispuesta a preguntarle cuando veo a una chica morena a unas mantas de distancia levantarse con otro papelito en la mano. 


Entonces me doy cuenta. ¡Son los mensajes de las galletitas de la fortuna!


—Leer en voz alta. Pecosa tiene una manera muy peculiar de dar las gracias.


Pero ¿qué está pasando? Sonrío absolutamente incrédula mientras observo cómo un crío de unos diez años se levanta a mi lado.


—Leer en voz alta. Pecosa quería ser bióloga, pero ha descu… descu… —el pequeño se traba con la palabra y su madre se pone de rodillas para decírsela al oído—descubierto —repite— cuánto le gustan los números.


Todos reímos cuando el niño saluda antes de volver a sentarse.


—Leer en voz alta —interviene un hombre a mi espalda—. A Pecosa le encantan las vistas desde su pecera.


—Leer en voz alta —continúa otra mujer en primera fila—. Pecosa tuvo su primer novio con dieciséis, pero no la llamaba Pecosa.


—¡A Pecosa le gustan las celebraciones del año nuevo chino! —grita una chica a mi espalda y todos rompen en aplausos y vítores.


No puedo dejar de sonreír.


—Pecosa es un poco bocazas —lee una chica encogiéndose de hombros.


—Aunque lo niegue, a Pecosa le encanta que Pedro la llame Pecosa.


Escuchar su nombre hace que mi sonrisa se ensanche hasta límites insospechados.


—La película favorita de Pecosa es El sueño eterno.


—Pecosa tiene un montón de vestiditos perfectos para ir al trabajo.


—Pecosa echa de menos a su abuelo —lee un chico a unas mantas de distancia.


Sonrío de nuevo, aunque es una sonrisa diferente. Lola y Ana se lanzan a abrazarme y acabamos las tres tumbadas sobre la mantita.


—Leer en voz alta —grita un chico desde la última fila—. Pecosa sí sabe elegir sus batallas.


Todos vuelven a aplaudir y yo rompo a reír. ¡Esto es maravilloso!


—Pecosa —me llaman a mi espalda y reconocería esa voz en cualquier parte.


Me giro con la sonrisa más sincera que he puesto nunca y allí está Pedro Alfonso, guapísimo como si no hubiera un mañana y sonriéndome sólo a mí.


—No digas nada —me ordena tendiéndome la mano—. Antes quiero que me acompañes a un sitio.


Acepto la mano que me tiende y todo mi cuerpo brilla cuando
comenzamos a andar y sus dedos se entrelazan con los míos apretándome con fuerza. Antes de marcharme, me giro y miro a mis amigas. Las dos me observan con una sonrisa de oreja a oreja y Lola me lanza un beso. Sé que las dos han ayudado a Pedro a preparar todo esto.


Salimos por la misma entrada por la que accedí al parque con las chicas. Miro a mi alrededor buscando el jaguar, pero no lo veo. Aún trato de encontrarlo cuando Pedro se detiene. Llevo mi mirada a lo que tengo delante y, otra vez sin poder evitarlo, vuelvo a quedarme sencillamente atónita. Es un Alfa Romeo negro Giulia Spider de 1963. Es el mismo modelo que el coche de colección que le robé. ¡Es el del anuncio de colonia!


—Pero… —murmuro con una sonrisa sin saber qué más decir.


Pedro sonríe y me abre la puerta del copiloto. Sin poder
creérmelo del todo, me monto y observo desde mi asiento de piel cómo rodea el vehículo acariciando la brillante carrocería con sus largos dedos y se desliza tras el volante.


Arranca. El motor ruge. Nos incorporamos al tráfico. Todo es como imaginé. De pronto tengo la sensación de que, al pestañear, todo se ha trasformado en una suave película en blanco y negro, exactamente como en el anuncio. Sofisticado, elegante, sexy, exactamente como es Manhattan.


—¿Adónde vamos? —pregunto.


La curiosidad me está matando.


Pedro no dice nada. Sólo sonríe. Una sonrisa perfecta y preciosa en todos los sentidos.


Sorprendida, alzo la vista barriendo la inmensa fachada del Hospital Presbiteriano Universitario de Nueva York cuando nos detenemos frente al él. ¿Qué hacemos aquí? Sin darme ocasión a preguntar, Pedro tira de mi mano y entramos en el edificio. Subimos en el ascensor hasta la cuarta planta y, tras cruzar varios pasillos, nos detenemos en la puerta de la habitación 417.


Su expresión se tensa y no necesito preguntar para saber que es su padre quien está dentro.


—Paula, te dije que mi padre me quitó la posibilidad de estar
contigo, pero me estaba equivocando. Me la estaba quitando yo solo.


Suspiro bajito. Las mariposas revolotean revolucionadas en mi estómago. Pedro aprieta nuestras manos entrelazadas. Creo que él también necesita reunir fuerzas.


—Ahora hay algo que tengo que hacer y quiero que tú estés presente. Después podrás marcharte o hacer lo que quieras.


Asiento y me pierdo un segundo en su mirada. Está inquieto, pero no de la misma manera que cuando me contó todo lo que había vivido.


Pedro da un paso y agarra el pomo de la puerta con su mano libre.


Sin embargo, no lo gira. Tiene la vista clavada en él y toda su expresión luce increíblemente tensa. No es un paso cualquiera. Sea lo que sea lo que piensa hacer, marcará un antes y un después.


—Pase lo que pase, siempre vas a poder contar conmigo, Pedro—Y ahora soy yo la que aprieta nuestras manos entrelazadas.


Mis palabras hacen que sus ojos, más verdes que nunca, atrapen los míos. Sonrío suavemente a la vez que asiento para confirmarle mi idea.


Sólo por haber venido hasta aquí estoy muy orgullosa de él.


Pedro resopla y al fin gira el pomo.


Entramos con paso lento. La habitación está únicamente iluminada por un halógeno sobre la cama. Un hombre de unos cincuenta años está tumbado en ella. No sé si está dormido o sedado. Tiene algunas marcas de heridas recientes y una escayola le cubre todo el antebrazo.


Pedro se suelta de mi mano y avanza unos metros más. Su paso se vuelve inseguro, incluso asustado, y por un momento siento que es ese niño de cinco años el que se acerca a la cama. Traga saliva y, haciendo un esfuerzo doloroso y titánico, alza la mirada hasta posarla en él.


—Sólo he venido aquí para dejarte claro que no soy igual que tú.


Sus palabras suenan heridas, llenas de rabia y de dolor, desesperadas.


El corazón se me encoge y un nudo de pura tristeza se forma en mi garganta.


—No voy a ser igual que tú —pronuncia haciendo hincapié en cada palabra, con los ojos vidriosos y agarrándose a la barrera de metal blanco del lateral de la cama—. Tú me arrebataste a mi madre, mi infancia...


Traga saliva de nuevo. Su mirada es tan triste.


—Me lo quitaste todo.


Sus dos manos aprietan con fuerza la barra.


Me muerdo el labio inferior, obligándome a no llorar. Por Dios, ¡ha sufrido tanto!


—Pero no voy a permitir que me quites lo único bueno que hay en toda mi maldita vida.


Su voz se llena de una cristalina fuerza al mismo tiempo que, poco a poco, el calor va creciendo en ella. Un alivio pequeño pero fuerte va cubriendo cada centímetro de su cuerpo.


—No estoy orgulloso de lo que te hice y probablemente nunca pueda perdonármelo, pero toda esa parte de mi vida se queda aquí contigo y no pienso volver a mirar atrás. Adiós. —Cierra los ojos con fuerza un segundo y exhala todo el aire de sus pulmones—. Adiós —repite, y en su mirada ya no hay miedo ni fantasmas. Pedro acaba de dejarlos todos atrás.


Camina hasta mí con paso lento. Yo lo miro con el amor corriendo por cada una de mis venas. Si antes ya me sentía orgullosa, ahora lo estoy mucho más. Acaba de demostrarme que me elige a mí por encima del pasado, de todo lo que ha sufrido, de sus propios miedos. Ha vuelto a construir nuestra burbuja y ya no va a permitir que nada ni nadie vuelva a sacarnos de ella.


Pedro se inclina y, tomando mi cara entre sus manos, me besa.


Una lágrima cae por mi mejilla, pero no es de tristeza.


Salimos de la habitación y del hospital y volvemos a detenemos junto al maravilloso Alfa Romeo. Pedro suelta nuestras manos y yo rápidamente jugueteo con las mías, nerviosa. Es el momento de decidir sobre el príncipe valiente y la chica del bosque, si este cuento de hadas tiene un final feliz o no.


—Estoy muy orgullosa de ti —digo con voz admirada.


Independientemente de lo que decidamos, quiero que lo sepa. Ni siquiera me importa que vaya a reírse de mí.


—Era algo que tenía que hacer y quería hacerlo contigo.


Asiento y sonrío.


—Quería demostrarte que quiero que las cosas sean diferentes — continúa— y, sobre todo, quería demostrarte que te conozco, que sé cómo eres, como adoro que seas, y que confío en ti.


Asiento de nuevo y me quedo en silencio luchando por no sonreír. Sé que está esperando a que le dé una respuesta, la que ya podía haberle dado en el parque en realidad, pero por una vez va a ser Pecosa quien haga sufrir al insoportable señor Alfonso


—Muchas gracias —comento impertinente.


Sin más, me meto las manos en los bolsillos y giro sobre mis
Converse.


—¿Te marchas?


—No lo sé —respondo mirando hacia atrás sin dejar de caminar—. No estoy segura de que te merezcas que me quede. Como primer paso no ha estado mal. A ver qué se te ocurre mañana.


Sigo caminando y mirando hacia atrás y estoy a punto de trastabillar y darme de bruces contra el suelo. Afortunadamente mantengo el equilibrio y el tipo. Se supone que estoy siendo misteriosa y sexy.


—Pecosa —me llama a mi espalda.


Me detengo. Sonrío increíblemente feliz, pero lo disimulo a la vez que me giro. Misteriosa y sexy hasta el final.


—Tu forma de darme las gracias sigue siendo, cuanto menos, peculiar —comenta acercándose a mí.


—Creo que eso lo he leído en una galletita de la fortuna —replico encogiéndome de hombros.


—Me parece que voy a tener que enseñarte modales —me advierte divertido.


—Qué mandón —me quejo contagiada de su humor.


—No sabes cuánto —responde con una sonrisa.


Pedro coge mi cara entre sus manos una vez más y me da el beso más espectacular de la historia de los besos espectaculares. Se separa de mí, dejándome ansiosa de más, sólo un segundo y mis labios reflejan la maravillosa sonrisa que dibujan los suyos antes de que vuelva a besarme.


Nuestras bocas se encuentran una y otra vez, felices, sin cargas, sin secretos, sin batallas. Siendo simplemente él y yo.


—Te quiero, Pecosa.


—Te quiero, Pedro.


Y así, después de mil y un infortunios, libres ya del malvado rey y la hermanastra con piernas interminables, la chica pobre de la cabaña del bosque y el príncipe valiente con pelazo van a vivir felices y a comer perdices en el maravilloso reino de Nueva York.







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